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William Wilson - Edgar Allan Poe

  Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson. Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no aparece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ilimitada nube? No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la crónica de estos últimos años de inexpresable desdicha e imperdonable crimen. Esa época —estos años recientes— ha llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo me interesa señalar el origen de esta última.  Por lo regular, los hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la virtud se desprendió bruscamente de mí co...

El retrato Oval - Edgar Allan Poe

  El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs. Radcliffe.  Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente.  Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro.  Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despe...

La noche del loco - Francisco Tario

—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo? —Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo? Más de cien veces durante la última semana he estado repitiendo esta misma pregunta al oído de distintas mujeres, quienes rotundamente se han negado a acompañarme. Y entonces yo me he dado media vuelta, me he despedido con la galantería más profunda —según corresponde a mi jerarquía de hombre elegante—, me he colocado el sombrero graciosamente y he echado a andar sin rumbo fijo. Hice esta invitación en clubes, batallas de flores, museos, templos y lavaderos públicos. Siempre con el mismo resultado. Se lo he propuesto a mujeres maduras, emancipadas y revoltosas; a mujeres casadas, hastiadas y bellas; a jóvenes de cualquier tamaño, desconfiadas, ávidas y deliciosas; a adolescentes ingenuas que volvían de la escuela con sus cuellitos blancos y unos deseos locos de divertirse. Incluso, se lo he propuesto a esas nodrizas robustas que van a flirtear con los soldados a los parques, tirando de un cochecito co...