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La leche de la muerte - Marguerite Yourcenar

    La larga fila «beige» y gris de los turistas se extendía por la calle ancha de Ragusa; los gorros adornados con trencilla y las opulentas chaquetas bordadas, que se mecían al viento a la puerta de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros a la búsqueda de regalos baratos, o de disfraces para los bailes de a bordo. Hacía un calor como sólo puede hacerlo en el inferno. L as montañas peladas de Herzegovina proyectaban en Ragusa sus fuegos de espejos ardientes.      Philip Mide entró en una cervecería alemana en donde zumbaban unas cuantas moscas enormes en medio de una asfixiante penumbra. La terraza del restaurante daba paradójicamente al Adriático, que reaparecía allí, en plena ciudad, en el lugar donde menos se le esperaba, sin que aquella súbita escapada azul sirviera de otra cosa que no fuera añadir un color más a lo abigarrado del mercado.       Un hedor pestilente ascendía de un montón de desperdicios de pescado que estaban...

Un As del ajedrez - E. B. White

 C uando el hombre entró con la máquina bajo el brazo, la mayoría de nosotros levantamos la vista de nuestros tragos, porque nunca antes habíamos estado en presencia de una cosa como aquélla. El hombre dejó el aparato encima de la barra, cerca de las espitas de cerveza. Ocupaba una gran cantidad de espacio y se notaba que al cantinero no le gustaba mucho tener aquel aparato feo y grande aparcado allí. - Dos rye con agua - dijo el hombre. El camarero continuó mezclando un Old-Fashioned que estaba preparando, pero era obvio que el pedido le daba qué pensar. - ¿Quiere uno doble? - preguntó después de unos momentos. - No - dijo el hombre -. Dos rye con agua, por favor. Clavó sus ojos en el cantinero, no precisamente en forma inamistosa, pero tampoco con cordialidad. El trato diario de muchos años con la clase de gente que frecuenta los bares había desarrollado en el cantinero un carácter adaptable. Sin embargo, no se adaptó enseguida a este individuo y no le gustó la máquin...

El Hipnoglifo - John Anthony

  Jaris tenía el objeto en la palma de la mano mientras acariciaba con el pulgar el hueco de la cara pulida. —Es realmente la pieza que más estimo en mi colección —dijo—, pero no tiene nombre. La llamo el hipnoglifo. —¿El hipnoglifo? —dijo Maddick dejando otra vez en la mesa un magnífico ópalo venusino, del tamaño de un huevo de ganso y de colores abigarrados.   Jaris le sonrió al hombre más joven. —El hipnoglifo —repitió—. Tome, échele una ojeada.   Maddick sostuvo el objeto en la palma, acariciándolo suavemente, pasando lentamente el pulgar por el hueco. —¿Esto es su pieza más estimada? —preguntó—. Pero cómo, no es más que un pedazo de madera. —Un hombre —dijo Jaris— puede ser descrito como nada más que un pedazo de carne, pero tiene algunas propiedades insólitas.   Maddick paseó la mirada por el cuarto de tesoros mientras acariciaba el hueco con el pulgar. —Es   verdad.   Nunca he visto más propiedades en un cuarto.   La ...