El que tenía alas - Edmond Hamilton
El doctor Harriman se detuvo en el pasillo de la sala de maternidad y
preguntó: — ¿Cómo va esa mujer de la 27?
Había lástima en los ojos de la enfermera jefe, regordeta y
pulcramente vestida, cuando respondió: —Murió una hora después del nacimiento
de su bebé, doctor. Estaba mal del corazón, ¿sabe?
El médico inclinó la cabeza, con gesto pensativo en el rostro enjuto y
bien afeitado. —Sí, ahora recuerdo ...; ella y su esposo fueron dañados por una
explosión eléctrica que hubo en el subterráneo hace un año, y el esposo
falleció recientemente. ¿Cómo está el bebé?
La enfermera vaciló: —Un niño sano y hermoso, excepto .. .
—¿Excepto qué?
—Excepto que es jorobado, doctor.
El doctor Harriman maldijo con lástima: - ¡Qué horrible suerte la del
pobre diablo! Nacido huérfano, y además deforme.
Dijo con súbita decisión: —Veré a la criatura. Quizá podamos hacer
algo por él.
Pero cuando la enfermera y él se inclinaron juntos sobre la cuna en la
que el pequeño y rubicundo David Rand yacía berreando vigorosamente, el doctor
sacudió la cabeza:
—No, no podemos hacer nada por esa espalda. ¡Qué lástima!
El pequeño y enrojecido cuerpo de David Rand era tan normal y bien
formado como el de cualquier otro bebé ... excepto por su espalda. Detrás de
los omóplatos de la criatura sobresalían dos prominencias encorvadas, una a
cada lado, que se curvaban hacia las costillas bajas.
Esas dos gibas gemelas eran tan largas y continuas en su curva
saliente, que apenas parecían deformidades. Las expertas manos del doctor
Harriman las palparon suavemente. Entonces una expresión de perplejidad
atravesó su rostro.
—Esto no parece ninguna deformidad ordinaria —dijo confundido—. Creo
que las miraremos a través de los rayos X. Dígale al doctor Morris que vaya
preparando el aparato.
El doctor Morris era un hombre joven, pelirrojo y fornido, que también
miró con lástima al rubicundo y lloroso bebé que se encontraba frente a la
máquina de rayos X, más tarde.
Murmuró: —Difícil esa espalda del pobre chico. ¿Listo, doctor?
Harriman asintió: —Adelante.
Los rayos X atravesaron de repente la vida chisporroteante y
crepitante. El doctor Harriman miró por el fluoroscopio. Su cuerpo, se puso
tieso. Pasó un largo y silencioso minuto hasta que se enderezó después de su
inspección. Su enjuto rostro se había tornado enteramente pálido, y la
enfermera de servicio se preguntó qué lo habría excitado tanto.
Harriman dijo, con voz algo apagada: — ¡Morris! Eche una mirada a
través de esto. O estoy viendo visiones, o ha ocurrido algo totalmente sin
precedentes.
Morris, frunciendo el ceño con extrañeza ante su superior, miró por el
instrumento. Su cabeza dio un respingo.
— ¡Dios mío! —exclamó.
—¿Usted también lo ve? —expresó el doctor Harriman—. Entonces supongo
que no estoy loco después de todo. Pero esto ... ¡por cierto, no tiene
precedentes en toda la historia humana!
Balbuceó incoherentemente: —Y los huesos, también, huecos; toda la
estructura del esqueleto es diferente. Su peso ...
Colocó apresuradamente a la criatura sobre una balanza. El astil
osciló.
— ¡Mira! —exclamó Harriman—. Pesa solo un tercio de lo que debería
pesar un bebé de su tamaño.
El joven y pelirrojo doctor Morris miraba fascinado las curvas gibas
de la espalda del niño. Dijo roncamente: —Pero esto, simplemente no es posible
...
— ¡Pero es real! —dijo violentamente Harriman. Sus ojos estaban
brillantes de excitación. Gritó: —Un cambio en el código genético ... solo un
cambio pudo haber causado esto. Alguna influencia prenatal...
Golpeó con un puño en la palma de la otra mano: — ¡Ya lo tengo! La
explosión eléctrica que afectó a la madre del niño un año antes de su
nacimiento. Esto es lo que produjo; un explosión de fuertes radiaciones que
afectaron, cambiaron, sus genes. Si usted recuerda los experimentos de
Muller,...
La curiosidad de la enfermera jefe pudo más que su respeto. Preguntó:
—Pero ¿qué pasa doctor? ¿Qué tiene la espalda del niño? ¿Es tan malo como
parece?
—¿Tan malo? —repitió el doctor Harriman. Inspiró hondamente. Dijo a la
enfermera—: Este niño, este David Rand, es un caso único en la historia médica.
Nunca ha habido ninguno como él, que yo sepa; lo que le va a ocurrir a él nunca
le ocurrió a ningún otro ser humano. Y todo a causa de esa explosión eléctrica.
—¿Y qué es lo que le va a ocurrir a él? —preguntó con espanto la enfermera.
—¡Este niño va a tener alas! —gritó
Harriman—. Esas prominencias que crecen en su espalda no son simplemente
deformaciones. ordinarias: son alas nacientes, que muy pronto se abrirán y
crecerán tal como las alas de un joven pájaro se abren y crecen.
La enfermera jefe lo miró con asombro. —Usted está bromeando —dijo al
fin, con total incredulidad.
— ¡Dios mío! ¿Cree que bromearía sobre una cuestión semejante? —gritó
Harriman—. Le diré que estoy tan aturdido como usted, aunque conozco la razón
científica del hecho. El cuerpo del niño es diferente del cuerpo de cualquier
otro ser humano que haya existido. Sus huesos son huecos, como los de un
pájaro. Su sangre parece diferente, y solo pesa un tercio de lo que pesaría un
niño humano normal. Y de sus omóplatos sobresalen prolongaciones óseas en las
que se insertan los grandes músculos de las alas. Los rayos X muestran
claramente los propios huesos y plumas rudimentarios de las alas.
— ¡Alas! —repitió el joven Morris con aturdimiento. Y luego de un
momento dijo: —Harriman, este niño podrá...
— ¡Podrá volar, sí! —declaró Harriman—. Estoy seguro de ello. Las
plumas van a ser muy grandes, y como su cuerpo es mucho más liviano que lo
normal, lo sostendrán fácilmente en el aire.
— ¡Dios mío! —exclamó Morris incoherentemente.
Miró un poco desatinadamente a la criatura. Esta había dejado de
llorar y ahora movía algo débilmente los brazos y piernas regordetes y
rubicundos.
—Simplemente no es posible —dijo la enfermera, refugiándose en la
incredulidad—. ¿Cómo podría tener alas un bebé, o un hombre?
El doctor Harriman dijo velozmente: —Se debe a una profunda mutación en los genes de los padres. Los genes, como usted sabrá, son las minúsculas unidades que controlan el desarrollo corporal en todos los seres vivos que nacen. Si se altera el código genético, se altera el desarrollo corporal de la descendencia, lo cual explica las diferencias de color, tamaño, etcétera, de los niños. Pero esas leves diferencias se deben a mutaciones genéticas comparativamente leves.
-Pero el código genético de los padres de este niño fue
radicalmente cambiado hace un año. La explosión eléctrica que los dañó debe
haber alterado sus códigos genéticos, por una onda de fuerte energía eléctrica.
Muller, de la Universidad de Texas, demostró que los códigos genéticos pueden ser alterados en gran medida por
las radiaciones, y que la progenie de padres afectados de este modo diferirá
mucho de sus padres en la forma corporal. El accidente produjo en los padres
del niño un código genético enteramente nuevo, que hizo que su hijo fuese un
ser humano alado. Es lo que los biólogos denominan técnicamente un imitante.
El joven Morris dijo repentinamente: — ¡Dios mío, lo que van a hacer los periódicos cuando se enteren de esta noticia!
—No deben enterarse de ella — declaró el doctor Harriman—. El
nacimiento de este niño es uno de los hechos más importantes en la historia de
las ciencias biológicas, y no debe convertirse en una vulgar noticia
sensacionalista. Debemos mantenerlo totalmente en secreto.
Lo mantuvieron en secreto durante tres meses, en total. Durante ese
tiempo el pequeño David Rand ocupó una habitación privada en el hospital y fue
cuidado únicamente por la enfermera jefe y visitado solo por los dos médicos.
Durante esos tres meses se verificó la exactitud de la predicción del doctor
Harriman. Porque en ese tiempo las prominencias encorvadas de la espalda del
niño crecieron con increíble rapidez hasta que atravesaron finalmente la
delicada piel como un par de cosas cortas, tiesas y huesudas, que eran
inequívocamente alas.
El pequeño David berreó con fuerza durante los días en que salieron
sus alas, al sentir un dolor que era como el de la dentición, pero mucho más
intenso. Y ambos doctores miraban una y otra vez aquellas pequeñas alas con sus
rudimentarias plumas, casi sin poder creer, ni siquiera en ese momento, lo que
veían sus ojos.
Observaron que el niño tenía sobre sus alas un control tan completo
como sobre sus brazos y piernas, por medio de los grandes músculos de las bases
de aquéllas que ningún otro ser humano poseía. Y observaron también que,
mientras que el peso de David iba en aumento, seguía teniendo todavía solo un
tercio del peso de un niño normal de su edad, y que su corazón tenía un pulso
tremendamente acelerado, y que su sangre era mucho más caliente que la de
cualquier ser humano normal.
Entonces sucedió aquello. La enfermera jefe, incapaz de mantener por
más tiempo el extraordinario secreto que la estaba quemando, se lo contó a un
pariente, pidiéndole la mayor reserva. El pariente se lo contó a otro pariente,
también con la mayor reserva. Y dos días más tarde la noticia apareció en los
periódicos de Nueva York.
El hospital colocó guardianes en sus puertas, y negó la entrada a los
sonrientes periodistas que venían a pedir los detalles. Todos ellos eran
francamente escépticos, y los artículos de los periódicos fueron escritos sin
intención de que fueran tomados en serio. El público reía. ¡Un niño con alas!
¿Qué clase de falsa noticia irían a inventar después?
Pero pocos días más tarde, los artículos cambiaron de tono. Otros miembros del personal del hospital, a quienes las noticias de los periódicos habían despertado la curiosidad, se introdujeron en la habitación donde David Rand se encontraba parloteando y sacudiendo sus brazos, piernas y alas.
Ellos
difundieron por todas partes aseveraciones en el sentido de que la noticia era
cierta. Uno de ellos, aficionado a la fotografía instantánea, trató incluso de
obtener subrepticiamente una fotografía de la criatura. Aunque poco clara, ésta
mostraba en efecto, e inequívocamente, un niño con alas de alguna especie que
crecían en su espalda.
El hospital se trasformó en una fortaleza, en una plaza sitiada.
Periodistas y fotógrafos se arremolinaban frente a sus puertas y protestaban
contra la guardia policial especial que había sido destacada para no dejarlos
entrar. Las grandes agencias noticiosas ofrecieron al doctor Harriman fuertes
sumas por artículos exclusivos y fotografías del niño alado. El público empezó
a preguntarse si no habría algo de cierto en el asunto.
Finalmente, el doctor Harriman tuvo que ceder. Admitió que una
delegación de una docena de periodistas, fotógrafos y eminentes médicos viera
al niño.
David Rand estaba acostado y los observaba con una discreta mirada
azul, tomándose un dedo del pie, mientras los eminentes médicos y los
periodistas lo miraban asombrados, con ojos salientes.
Los médicos decían: —Es increíble, pero cierto. No es ninguna patraña;
el niño realmente tiene alas.
Los periodistas preguntaban alborotadamente al doctor Harriman:
—Cuando sea más grande, ¿podrá volar?
Harriman decía lacónicamente: —Por ahora no podemos predecir con
exactitud cómo será su desarrollo. Pero si continúa desarrollándose como debe, indudablemente podrá volar.
— ¡Dios mío, permítanme un teléfono! —gimió un sabueso de la prensa. Y
entonces todos comenzaron a disputarse atropelladamente los teléfonos.
El doctor Harriman permitió unas pocas fotografías, y luego, sin
ceremonias, hizo salir a los visitantes. Pero después de eso ya no hubo forma
de contener a los periódicos. El nombre de David Rand se convirtió de la noche
a la mañana en el más famoso del mundo. Las fotografías convencían hasta a los más escépticos del público.
Los grandes biólogos efectuaban largas declaraciones sobre las teorías
de la genética que podían explicar al niño. Los antropólogos especulaban que
raros hombres alados semejantes a ése podrían haber nacido unas pocas veces en
el pasado remoto, originando así las leyendas, presentes en todo el mundo, de
arpías, vampiros y hombres voladores. Las sectas extravagantes veían en el
nacimiento del niño un presagio del cercano fin del mundo.
Los agentes teatrales ofrecían inmensas sumas por el privilegio de
exhibir a David en una higiénica caja de vidrio. Los periódicos y agencias
noticiosas pujaban por los derechos exclusivos de la historia que podría
relatar el doctor Harriman. Mil firmas pidieron adquirir el derecho a usar el
nombre del pequeño David en juguetes, alimentos para niños, y otras cosas más.
Y la causa de toda esta agitación estaba acostado, daba vueltas,
parloteaba, y a veces lloraba en su pequeña cama, batiendo vigorosamente de vez
en cuando las alas que habían trastornado al mundo entero. El doctor Harriman
lo contemplaba pensativamente.
Decía: —Tengo que sacarlo de aquí. El superintendente del hospital se queja de, que las
multitudes y el tumulto están perjudicando al establecimiento.
—Pero, ¿adonde puedes llevarlo? —quería saber Morris—. No tiene padres
ni parientes, y no puedes colocar a un chico como él en un orfanato.
El doctor Harriman tomó una decisión: —Voy a retirarme del ejercicio
de la profesión y me dedicaré por completo a observar y anotar el crecimiento
de David. Haré que me nombren su tutor legal y lo criaré en alguna parte lejos
de todo este tumulto, una isla o algún lugar por el estilo, si puedo encontrar
alguno.
Harriman encontró un lugar así, una isla frente a la costa de Maine,
una pequeña mancha de arena estéril y árboles achaparrados. La arrendó,
construyó un bungalow, y llevó allí a
David Rand y a una madura niñera—ama de llaves. También llevó a un robusto
guardián noruego que era muy eficiente en el alejamiento de las lanchas de los
periodistas que intentaban desembarcar en la isla.
Después de un tiempo los periódicos desistieron. Tuvieron que
contentarse con reproducir las. fotografías y artículos que el doctor Harriman
dio a las publicaciones científicas respecto del crecimiento de David.
David creció rápidamente. Cinco años después era un robusto niño de
cabellos rubios, y sus alas eran más grandes y estaban cubiertas por cortas
plumas de color bronce. Corría, reía y jugaba como cualquier otro niño,
aleteando vigorosamente.
Tenía diez años cuando empezó a volar. Era entonces un poco más
delgado, y sus alas de bronce reluciente le llegaban hasta los talones. Cuando
caminaba, se sentaba, o dormía, mantenía las alas estrechamente plegadas en su
espalda como una envoltura de bronce. Pero cuando las desplegaba, llegaban
mucho más lejos que sus brazos, de ambos lados.
El doctor Harriman había tenido la intención de dejar que David
tratara gradualmente de volar, para observar y fotografiar cada paso del
proceso. Pero no sucedió de este modo. David voló por primera vez con tanta
naturalidad como el pájaro vuela por primera vez.
El mismo nunca había pensado demasiado en sus alas. Sabía que el
doctor John, como llamaba al médico, no tenía esas alas, y que tampoco las
tenía Flora, la vieja y delgada niñera, ni Holf, el sonriente guardián. Pero no
había visto a otras personas, y así se imaginaba que el resto del mundo se
dividía en gente que tenía alas y gente que no las tenía. No sabía exactamente
para qué eran las alas, aunque sabía que le gustaba agitarlas y ejercitarlas
cuando estaba caminando, y no llevaba ninguna camisa sobre ellas.
Entonces, una mañana de abril, David descubrió para qué servían sus
alas. Se había trepado a un roble achaparrado, viejo y grande, para mirar de
cerca un nido de pájaros. El niño siempre tenía un desmedido interés en los
pájaros de la pequeña isla; saltaba y batía palmas cada vez que los veía pasar
rápidamente y dar vueltas en lo alto, y miraba pasar las bandadas que iban
hacia el sur cada otoño y hacia el norte cada primavera, observando sus hábitos
de vida a causa de algún oscuro sentido de parentesco con esas otras cosas
aladas.
Había trepado casi hasta la punta del viejo roble esa mañana, hacia el
nido que había observado. Sus alas estaban estrechamente plegadas para que no
tocaran las ramas. Entonces, cuando se esforzaba para dar el último paso hacia
arriba, su pie se apoyó en la escuálida corteza podrida de una rama seca.
Aunque era anormalmente liviano, su peso bastó para quebrar la rama y cayó
limpiamente hacia abajo.
En el cerebro de David explotaron los instintos en el momento en que
caía verticalmente hacia el suelo. Sin ninguna intención de su parte, sus alas
se desplegaron con un violento aleteo. Sintió en ellas un tremendo tirón que
repercutió fuertemente en sus hombros. Y entonces, súbitamente,
maravillosamente, ya no estaba cayendo sino que estaba planeando hacia abajo con gran oblicuidad, con sus alas abiertas y
rígidamente desplegadas.
De lo más profundo de su ser estalló entonces un intenso y sonoro
grito de alegría. Abajo ... Abajo ... Iba planeando como un pájaro que
descendiera rápidamente con el
aire puro que le golpeaba la cara y fluía tras de sus alas y su cuerpo. Un
dulce e impetuoso estremecimiento que nunca antes había sentido, una súbita y
loca alegría de vivir.
Gritó otra vez, y con un impulso inmediato agitó sus grandes alas,
batiendo el aire con ellas, doblando instintivamente su cabeza hacia atrás,
manteniendo sus brazos flojos a los costados y sus piernas extendidas y muy
juntas.
Se estaba remontando ahora hacía
arriba, con el suelo que se alejaba rápidamente debajo de él, el sol que
resplandecía en sus ojos, el viento que aullaba a su alrededor. Abrió la boca
para gritar otra vez, y el aire puro y frío penetró hasta su garganta. En un
completo y enloquecido éxtasis físico ascendió verticalmente por el cielo con
las alas zumbando.
Y fue así como el doctor Harriman lo vio cuando por casualidad salió
del bungalow poco más tarde. El
doctor escuchó un grito agudo y alborozado desde lo alto y levantó la vista
para ver esa delgada forma alada que descendía en picada hacia él desde el
cielo iluminado por el sol.
El doctor contuvo la respiración ante la pura belleza del espectáculo
mientras David picaba, se remontaba y giraba por encima de él, enloquecido de
placer con sus recién descubiertas alas. El niño había aprendido
instintivamente a virar, serpentear y picar, aunque sus movimientos tenían
cierta torpeza que hacía que a veces se ladeara.
Cuando David Rand finalmente descendió en picada, y se posó frente al
doctor cerrando rápidamente las alas, de los ojos del niño brotaba una intensa
alegría.
— ¡Puedo volar!
El doctor Harriman asintió con la cabeza. —Tú puedes volar, David. Sé
que no puedo impedir que lo hagas, pero no debes abandonar la isla y debes
tener cuidado.
Cuando David cumplió diecisiete años, ya no era necesario advertirle
que tuviera cuidado. Se encontraba en el aire tan en su elemento como cualquier
ave viviente.
Era ahora un joven alto, delgado y rubio, con su figura erguida
vestida aún solamente con los shorts que
constituían toda la ropa que necesitaba su cuerpo de sangre caliente, con una
energía impetuosa e inquieta que crepitaba y chispeaba en su vivo rostro y en
sus inquietos ojos azules.
Sus alas se habían vuelto magníficas, resplandecientes y con las
plumas de color bronce, que se extendían a más de cuatro metros de extremo a
extremo cuando las desplegaba, y que tocaban sus talones con las plumas más
bajas cuando las cerraba en su espalda.
Los constantes vuelos sobre la isla y las aguas circundantes habían
desarrollado los fuertes músculos alares situados detrás de los hombros de
David hasta adquirir una formidable fuerza y resistencia. Podía pasar un día
entero planeando y remontando vuelo sobre la isla, ya ascendiendo con un loco
estallido de alas que zumbaban, ya dando vueltas, planeando con las alas
inmóviles, descendiendo lentamente.
Podía perseguir y alcanzar a casi todos los pájaros del aire. Dejaba
atrás una bandada de faisanes y su risa resonaba fuerte y alocada a través del
cielo mientras viraba, serpenteaba y se lanzaba en pos de las aterrorizadas
aves. Podía arrancar las plumas de la cola de ultrajados halcones antes de que
pudieran huir, y descender más rápido que un gavilán y agarrar conejos y
ardillas al vuelo, en la tierra.
A veces, cuando se formaban bancos de niebla sobre la isla, el doctor
Harriman oía el sonido de la risa procedente de las grises brumas de arriba y
sabía que David estaba en alguna parte en lo alto. Otras veces, estando muy
arriba de las aguas iluminadas por el sol, se precipitaba de cabeza en ellas y
solo a último momento desplegaba rápidamente las alas para pasar rozando apenas
las crestas de las olas, con las gaviotas que gritaban, antes de ascender
verticalmente otra vez.
Hasta ese momento David nunca había salido de la isla, pero el doctor
sabía, por sus propias e infrecuentes visitas al continente, que el interés
mundial por el joven volador todavía era fuerte. Las fotografías que el doctor
daba a las publicaciones científicas ya no eran suficientes para la curiosidad
del público, y lanchas y aeroplanos con equipos de filmación circundaban frecuentemente
la isla para obtener películas de David Rand volando.
A uno de esos aeroplanos le sucedió algo que dio mucho que hablar a
sus ocupantes en los días que siguieron. Se trataba de un piloto y un
camarógrafo, que sobrevolaron la isla a mediodía, a pesar de la prohibición de
tales vuelos por el doctor Harriman, y que se pusieron descaradamente a dar
vueltas en busca del joven volador.
Si hubieran levantado la vista hubiesen podido ver a David como un
punto que volaba en círculo muy por encima de ellos. Observó el aeroplano con
vivo interés, mezclado con desprecio. Había visto a esas naves voladoras
anteriormente y solo sentía lástima y menosprecio por sus alas rígidas y torpes
y sus motores ruidosos, con los cuales hombres sin alas se las arreglaban para
volar. Sin embargo, ésta, situada tan directamente debajo de él, despertó su
curiosidad de tal modo que descendió rápido hacia ella desde arriba y atrás,
con sus grandes alas que lo impulsaban contra la corriente retrógrada de la
hélice.
El piloto, que iba en la cabina trasera abierta de ese aeroplano, casi
sufrió un paro cardíaco cuando alguien le tocó el hombro desde atrás. Giró, se
asustó, y cuando vio a David Rand peligrosamente agachado sobre el fuselaje,
exactamente detrás de él, sonriendo con aire burlón, perdió la cabeza durante
un momento, de manera que el aeroplano se ladeó y comenzó a caer.
Con una risa estridente, David Rand saltó del fuselaje y desplegó sus
alas para remontar vuelo y alejarse de él. El piloto recobró suficiente
presencia de ánimo como para enderezar la nave, y pronto David Rand la vio
dirigirse en vuelo vacilante hacia el continente. Sus ocupantes tuvieron
bastante por ese día.
Pero el creciente número de tales visitantes curiosos estimuló en
David Rand una curiosidad recíproca respecto del mundo exterior. Deseaba saber,
cada vez más, qué había más allá de la baja y borrosa línea del continente, en
lontananza, cruzando las aguas azules. No podía comprender por qué el doctor
John le prohibía volar por allí, cuando bien sabía que sus alas lo podrían
sostener durante una distancia cien veces superior a ésa.
El doctor Harriman le dijo: —Te llevaré allí pronto, David. Pero debes
esperar hasta que entiendas mejor las cosas; no te adaptarías al resto del
mundo todavía.
—¿Por qué no? —lo interrogó confundido David.
El doctor le explicó: —Tú tienes alas, y nadie más en el mundo las
tiene. Eso podría hacer las cosas muy difíciles para ti.
—Pero, ¿por qué?
Harriman se acarició la descarnada barbilla y dijo pensativamente:
—Serías una sensación, una especie de curiosidad, David. Ellos sentirían
curiosidad por ti porque eres diferente, pero te tratarían con desprecio, por
la misma razón. Por eso yo te crié aquí tan lejos, para evitar eso mismo. Debes
esperar un poco más para ver el mundo.
David Rand levantó una mano para señalar algo enojado una banda de
pájaros silvestres que pasaban piando, dirigiéndose hacia el sur, destacándose
en negro contra la luz del ocaso otoñal. — ¡Ellos
no esperan! Cada otoño los veo, a todos los que vuelan, cuando se van. Cada
primavera los veo regresar, pasando por arriba otra vez. ¡Y yo tengo que
permanecer en esta pequeña isla!
Un violento estremecimiento de libertad se agitó en sus ojos azules.
—Quiero irme como ellos, ver la tierra que hay por allá, y las tierras
que están más allá de ésa.
—Pronto irás por allí —prometió el doctor Harriman—. Yo iré contigo;
cuidaré de ti allí.
Pero en el crepúsculo de esa tarde, David se sentó con el mentón en la
mano y las alas plegadas, mirando con melancolía a los pájaros rezagados que se
dirigían hacia el sur. Y en los días que siguieron encontró cada vez menos
placer en el mero vuelo sin rumbo sobre la isla, y observó pensativamente, cada
vez más, el alegre e interminable paso de los gansos silvestres que graznaban,
los patos en bandadas y los pájaros cantores que silbaban.
El doctor Harriman vio y comprendió ese vivo deseo en los ojos de
David, y el viejo médico suspiró.
—Ha crecido —pensó—, y quiere irse como cualquier pájaro joven que
quiere dejar su nido. Y no podré impedirle que se vaya por mucho más tiempo.
Pero fue el mismo Harriman el primero que se fue, de un modo
diferente. Desde hacia algún tiempo el doctor sufría del corazón, y llegó una
mañana en la que no despertó, y en la que un aturdido David, sin comprender,
contempló el rostro todavía pálido de su tutor.
Durante todo ese día, mientras la vieja ama de llaves lloraba sin
ruido en el lugar, y el noruego había ido en bote al continente para disponer
el funeral, David Rand permaneció sentado con las alas plegadas y el mentón en
la mano, con la vista fija más allá de las aguas azules.
Esa noche, cuando todo estaba oscuro y silencioso en torno del bungalow, penetró furtivamente en la
habitación donde el doctor yacía en silencio y en paz. En la oscuridad, David
tocó la fría y delgada mano. Ardientes lágrimas resbalaron de sus ojos y sintió
un fuerte nudo en la garganta al hacer ese inútil gesto de despedida.
Entonces salió silenciosamente de la casa, a la noche. La luna era un
escudo rojo sobre las aguas del este, y el viento otoñal soplaba gélido y frío.
A través del aire cortante llegó el alegre piar, los gorjeos y silbidos de una
larga bandada de pájaros silvestres, como un agudo llamado de alegre desafío.
Las rodillas de David se doblaron, y levantó vuelo zumbando con las
alas, cada vez más arriba, con el aire helado fluyendo tras su cuerpo, tronando
en sus oídos, penetrando por las ventanas de su nariz. Y la sorda pena que
oprimía su corazón se alejó ante la explosiva alegría del vuelo y la libertad.
Y ahora estaba en medio de esos pájaros que silbaban y trinaban, con el
ululante viento que arrancaba risas de sus labios al ver cómo se dispersaban
asustados ante él.
Luego, cuando vieron que esa extraña criatura alada que se había
incorporado a ellos no hacía ademán de dañarlos, los pájaros silvestres
rehicieron su dispersa bandada. Muy lejos, tras la oscura y oscilante llanura
de las aguas, brillaba una luna roja y opaca, y las luces desparramadas del
continente, las pequeñas luces de la gente atada a la tierra. Los pájaros
chirriaban ruidosamente y David reía y cantaba en alegre coro, mientras movía
sus grandes alas al mismo tiempo que las de aquéllos, deslizándose a través del
cielo nocturno hacia la aventura y la libertad, volando hacia el sur.
Durante toda esa noche, y con breves descansos también durante todo el día siguiente, David voló hacia el sur, en parte sobre infinitas aguas, y luego sobre la tierra fértil y lozana. Calmó su hambre sumergiéndose en árboles cargados de fruta madura. Cuando cayó la noche siguiente durmió en una horqueta en lo alto de un elevado roble del bosque, cómodamente acurrucado entre sus alas plegadas. El mundo no tardó mucho en enterarse de que el extraño joven con alas estaba en libertad.
La gente de las granjas, los pueblos y las ciudades
levantaba incrédulamente la vista para contemplar la delgada figura que
aleteaba en lo alto. Algunos negros ignorantes, que nunca habían oído hablar de
David Rand, caían postrados por el pánico cuando él pasaba cruzando el cielo.
Durante todo ese invierno llegaron noticias de David desde el sur,
noticias que evidenciaban que se había vuelto una criatura casi por completo
salvaje. ¿Qué placer había comparable a volar durante los largos días inundados
de sol sobre los mares azules del trópico, agarrar al vuelo el pez de plata que
saltaba de las aguas, recoger extrañas frutas y dormir por la noche en un alto
árbol, muy cerca de las estrellas, y levantarse con la aurora para iniciar otro
día de libertad sin trabas?
De vez en cuando daba vueltas, sin ser visto, sobre alguna ciudad durante la noche, ascendiendo lentamente en la oscuridad y atisbando con curiosidad los inmensos diseños que formaban las luces aisladas, y las brillantes caites llenas de gente y de vehículos.
No entraba a esas ciudades y
no podía entender cómo la gente que habitaba en ellas podía soportar vivir de
esa manera, arrastrándose sobre la superficie del suelo entre el roce y los
empellones de enjambres como ésos, que no conocían ni siquiera por un momento
la pura y desenfrenada alegría de levantar vuelo por el infinito azul del
cielo. ¿Qué podía hacer la vida digna de ser vivida por esas gentes como
hormigas, atadas a la tierra?
Cuando el sol de la primavera se hizo más cálido y más alto, y los pájaros empezaron a
reunirse en bulliciosas bandadas, David también sintió que algo lo arrastraba
hacia el norte. Voló entonces hacia el norte sobre la tierra reverdecida por la
primavera, con sus grandes alas de bronce batiendo el aire sin fatiga, con su
figura delgada y tostada por el sol apuntada infaliblemente al norte.
Llegó por fin a su objetivo, la isla donde había vivido durante la mayor parte de su vida. Se encontraba ahora solitaria y abandonada en medio de las aguas vacías, los objetos del bungalow abandonado cubiertos de polvo, el jardín lleno de malezas.
David se
estableció allí durante un tiempo, durmiendo en la galería, efectuando largos
vuelos para distraerse, al oeste sobre los pueblos y las sórdidas ciudades; al
norte sobre la costa escarpada y barrida por las olas; al este sobre el mar
azul. Hasta que finalmente las flores comenzaron a marchitarse, el aire se
tornó frío, y el hondo impulso arrastró a David hasta que se unió nuevamente a
las grandes bandadas de seres alados que iban al sur.
Norte y sur, sur y norte, durante tres años esa desenfrenada libertad
de incontrolada migración fue suya. En esos tres años llegó a conocer el valle
y la montaña, el mar y el río, la tempestad y la calma, el hambre y la sed,
como solo los conocen los que hacen una vida silvestre. Y en esos años el mundo
se acostumbró a David, casi lo olvidó. El era el hombre alado, solo una
curiosidad; nunca habría otro igual a él.
Entonces, en la tercera primavera la libertad alada de David Rand tocó
a su fin. Se encontraba en su vuelo primaveral hacia el norte, y al anochecer
sintió hambre. Divisó en el crepúsculo una mansión suburbana en medio de
extensos huertos y jardines, y descendió hacia ella con la idea de encontrar
bayas tempranas. Ya estaba cerca de los árboles, en el crepúsculo, cuando una
escopeta rugió desde el suelo. David sintió una enceguecedora puñalada de dolor
en su cabeza, y no supo nada más.
Cuando despertó, se encontraba en una cama dentro de una habitación
iluminada por el sol. En la habitación había un hombre maduro, de rostro
bondadoso, y una joven, y otro hombre con aspecto de médico. David notó que
tenía una venda alrededor de la cabeza. Vio que todas estas personas lo miraban
con intenso interés.
El hombre mayor de aspecto bondadoso dijo: —¿Tú eres David Rand, el
hombre con alas? Bien, tienes la suerte de estar con vida.
Explicó: —Mira, mi jardinero está buscando un gavilán que roba
nuestros pollos. Cuando descendiste en el crepúsculo, anoche, te disparó antes
de haber podido reconocerte. Algún proyectil de su escopeta apenas te rozó la
cabeza.
La muchacha le preguntó suavemente: —¿Te sientes mejor ahora? El
doctor dice que pronto estarás bien. Y agregó: —Este es mi padre, Wilson Hall.
Yo soy Ruth Hall.
David la miró de hito en hito. Pensó que nunca había visto a nadie tan
hermoso como esta muchacha morena, tímida y suave, de ensortijados cabellos
negros y dulces y preocupados ojos castaños.
Entonces supo repentinamente la razón de la misteriosa persistencia
con la que los pájaros se buscaban uno al otro y se unían en parejas, en cada
época de apareamiento. Sintió lo mismo en su propio interior ahora, con el
impulso hacia esa muchacha. No pensó en ello como amor, pero el hecho es que
repentinamente la amó.
Dijo a Ruth Hall lentamente: —Estoy bien ahora. Pero ella agregó:
—Debes permanecer aquí hasta que te encuentres completamente bien. Es lo menos
que podemos hacer, ya que fue nuestro criado el que casi te mata. David se
quedó, mientras la herida sanaba. No le gustaba la casa, cuyas habitaciones le
parecían tan oscuras y asfixiantes; pero vio que podía permanecer afuera
durante el día, y dormir en una galena de noche.
Tampoco le gustaron los periodistas y fotógrafos que vinieron a la
casa de Wilson Hall a obtener notas sobre el accidente del hombre alado; pero
éstos pronto dejaron de venir, porque David Rand no era ya la sensación que
había sido años atrás. Y aunque los que visitaban el hogar de los Hall miraban un poco desconcertados a
él y a sus alas, llegó a acostumbrarse a eso.
Toleró todo con tal de poder estar junto a Ruth Hall. Su amor por ella
era un fuego puro que ardía dentro de él, y nada en el mundo le parecía ahora
tan deseable como el hecho de que ella también lo amara. Sin embargo, como aún
era casi totalmente salvaje, y había tenido pocas experiencias de conversación,
encontró difícil decirle a ella lo que sentía.
Finalmente se lo dijo, sentado junto a ella en el jardín iluminado por
el sol. Cuando terminó, los dulces ojos castaños de Ruth se mostraban
inquietos.
—¿Quieres que me case contigo, David?
—Por supuesto que sí —dijo él, un poco confundido—. ¿Así es como se
dice cuando la gente forma una pareja, no? Y yo quiero tenerte como pareja.
Ella dijo, afligida: —Pero, David, tus alas .'..
El rió: —Pero si a mis alas no les pasa nada. El accidente no las
dañó. ¡Mira!
Y se puso de pie de un salto, batiendo abiertas las grandes alas de
bronce que relucieron a la luz del sol, dándole la apariencia de una figura de
fábula suspendida de un salto en el cielo, con su delgado cuerpo tostado por el
sol vestido solo con los shorts que
eran toda la ropa que llevaba.
La inquietud no desapareció de los ojos de Ruth. Le explicó: —No es
eso, David. Es que tus alas te hacen tan diferente de los demás ... Claro que
es maravilloso que puedas volar; pero te hacen tan distinto de cualquier otra
persona, que la gente ve como a una especie de curiosidad.
David la miró fijamente. —¿Me ves tú
en esa forma, Ruth?
—Por supuesto que no —dijo ella—. Pero de alguna manera parece un poco
anormal, monstruoso, el hecho de que tú tengas alas.
—¿Monstruoso? —repitió él—. Pero si no hay nada de eso. Es simplemente
... hermoso poder volar. ¡Mira!
Y levantó vuelo, con las grandes alas zumbando, cada vez más arriba,
elevándose en el cielo azul, zambulléndose, volando como una flecha y doblando
como una golondrina, bajando luego en rápido descenso, sin aliento, para
aterrizar levemente sobre la punta de sus pies junto a la muchacha.
—¿Acaso hay algo monstruoso en eso? —preguntó alegremente—. Pero Ruth,
yo quiero que vueles conmigo, sostenida por mis brazos, para que puedas conocer
la belleza que hay en ello como yo la conozco.
La muchacha se estremeció un poco. —No podría, David. Sé que es
ridículo; pero cuando te veo en el aire de ese modo, pienso que no pareces
tanto un hombre como un pájaro, un animal volador, algo inhumano.
David Rand clavó la vista en ella, súbitamente desdichado. —¿Entonces
no te casarás conmigo a causa de, mis alas?
La tomó entre sus brazos fuertes y bronceados, buscando con los labios
la suave boca de ella.
—Ruth, no puedo vivir sin ti ahora que te he encontrado. ¡No puedo!
Fue una noche, poco tiempo después, cuándo Ruth, con cierta
vacilación, efectuó su sugestión. La luna inundaba el jardín con su serena luz
de plata, que centelleaba en las alas plegadas de David Rand, sentado con el
ansioso rostro juvenil dirigido, impaciente, hacia la muchacha.
Ella dijo: —David, hay una forma en que podríamos casarnos y ser
felices, si tu me amas lo suficiente como para hacerlo.
— ¡Haré cualquier cosa! —gritó él—. Tú lo sabes. Ella vaciló.
—Tus alas, ellas son lo que nos separa. No puedo tener un esposo que
pertenezca más a las criaturas silvestres que al género humano, un esposo al
que todos considerarían una curiosidad, una rareza deforme. Pero si te hicieras
cortar las alas . . .
El la miró asombrado: —¿Cortar mis alas?
Ella le explicó en un vehemente torrente de palabras: —Es
completamente factible, David. El doctor White, que te atendió por aquella
herida y te revisó en esa oportunidad, me dijo que sería bastante fácil amputar
tus alas por encima de sus bases. No correrías ningún peligro, y solo quedaría
en tu espalda la leve prominencia dé los muñones. Entonces serías un hombre
normal y no una curiosidad —agregó, con su dulce rostro grave y suplicante—. Mi
padre te daría un puesto en sus negocios, y en vez de ser una criatura anormal,
errante y semihumana, serías como ... como cualquier otra persona. Podríamos
ser tan felices entonces...
David Rand estaba aturdido. —¿Amputar mis alas? —repitió casi sin
comprender—. ¿Tú no te casarás conmigo a menos que yo haga eso?
—No puedo —dijo Ruth penosamente—. Te quiero, David, sí; pero yo
quiero que mi esposo sea como los esposos de las otras mujeres.
—No volar nunca más —dijo David lentamente, con el rostro pálido a la
luz de la luna—. ¡Quedar atado a la tierra como cualquier otro! ¡No! —gritó,
parándose de un salto en una violenta reacción—. No lo haré ... ¡No renunciaré
a mis alas! No quiero volverme como ...
Se interrumpió abruptamente. Ruth estaba sollozando con el rostro
entre las manos. Toda su ira desapareció, se inclinó ante ella, le bajó las
manos, e inclinó hacia arriba, anhelantemente, su rostro dulce cubierto de
lágrimas.
— ¡No llores, Ruth! —suplicó—. No es que no te ame; yo te amo, más que
a cualquier otra cosa en el mundo. Pero nunca pensé en renunciar a mis alas; la
idea me aturdió.
Le dijo: —Ve adentro de la casa. Tengo que reflexionar un poco al
respecto.
Ella lo besó, con la boca trémula, y luego se marchó a la luz de la
luna hacia la casa. Y David Rand se quedó, con el cerebro en desorden,
caminando nerviosamente en la luz plateada.
¿Renunciar a sus alas? ¿Nunca más zambullirse, remontar vuelo y
descender con los seres alados del cielo, nunca más conocer la loca exaltación
y la indomable libertad del vuelo a toda velocidad?
Sin embargo, renunciar a Ruth, renunciar a ese ciego e irresistible
anhelo de ella que latía en cada uno de sus átomos, conocer la amarga soledad y
el deseo por ella durante el resto de su vida: ¿cómo podría hacer eso? No podía
hacerlo. No lo haría.
Entonces, David Rand fue rápidamente hacia la casa y encontró a la
muchacha esperándolo en la terraza iluminada por la luna.
—¿David?
—Sí, Ruth, lo haré. Haré lo que sea por ti.
Ella sollozó de felicidad sobre su pecho: —Sabía que realmente me
amabas, David. Lo sabía.
Dos días después, David Rand emergía de las brumas de la anestesia en
la sala de un hospital, sintiéndose muy extraño, con un dolor continuo en la
espalda. El doctor White y Ruth estaban inclinados sobre su cama.
—Bien, ha sido un éxito total, joven —dijo el doctor—. Saldrá de aquí
dentro de unos pocos días.
Los ojos de Ruth estaban radiantes. —El día en que salgas, David, nos
casaremos.
Cuando ellos se fueron, David comenzó lentamente a sentir su espalda.
Solo quedaban los muñones salientes y vendados de sus alas. Podía mover los grandes
músculos alares, pero no había alas zumbantes que respondieran. Se sentía
aturdido y extraño, como si hubiera perdido alguna parte sumamente vital de su
ser. Pero se aferró al recuerdo de Ruth, de Ruth esperándolo.
Y ella lo estaba esperando, y se casaron el día en que dejó el
hospital. Y en la dulzura de su amor, David perdió completamente esa extraña
sensación de aturdimiento, y casi olvidó que alguna vez había tenido alas y
había errado por el cielo como un ser libre y alado.
Wilson Hall regaló a su hija y a su yerno un hermoso y blanco cottage situado sobre una colina
boscosa, cerca de la ciudad. Dio un empleo a David en sus negocios, y tuvo
paciencia con él por su ignorancia de las cuestiones comerciales. Y todos los
días David iba en auto a la ciudad, y trabajaba todo el día en su oficina, y
volvía en el crepúsculo a su casa para sentarse con Ruth ante la chimenea, con
la cabeza de ella apoyada en su hombro.
—David, ¿estás arrepentido de haberlo hecho? —le preguntaba Ruth
ansiosamente al principio.
Y él reía y decía: —Por supuesto que no, Ruth. Tenerte a ti vale
cualquier cosa.
Y se decía a sí mismo que eso era cierto, que no lamentaba la pérdida
de sus alas. Todo ese tiempo pasado en el que había atravesado el cielo
zumbando con las alas solo parecía un extraño sueño, y solo ahora había
despertado a la felicidad real, se aseguraba a sí mismo.
Wilson Hall dijo a su hija: —A David le está yendo muy bien allá en la
oficina. Yo temía que fuera siempre un pequeño salvaje; pero se ha acostumbrado
muy bien.
Ruth asintió contenta, y dijo: —Supe que lo lograría. Y todos lo
quieren mucho ahora.
Porque aquellos que alguna vez habían mirado con recelo el matrimonio
de Ruth advertían ahora que había resultado bien después de todo.
—Es realmente muy simpático. Y si no fuera por las leves prominencias
que hay en su espalda, uno jamás pensaría que fue diferente de todos los demás
—decían.
Así pasaron los meses. En el pequeño cottage de la colina boscosa reinó una felicidad completa hasta que
llegó el otoño, cubriendo el césped de una escarcha de plata cada mañana,
estampando colores extravagantes sobre los arces.
Una noche de otoño David se despertó de repente, preguntándose qué lo
habría despertado tan abruptamente. Ruth seguía durmiendo sin ruido, con suave
respiración, junto a él. No podía oír ningún sonido.
Entonces lo oyó. Un silbido distante y fantasmal que se iba
arrastrando por el aire frío, remoto y desafiante, que latía con una nota
borrosa y turbulenta de palpitante vida.
Inmediatamente supo de qué se trataba. Abrió la ventana y se asomó a
la noche con el corazón palpitante. Y allá en lo alto los vio, largas y
deslizantes filas de pájaros silvestres que iban rápidamente volando hacia el
sur bajo las estrellas. Al instante se agitó ciegamente en el corazón de David
el alocado impulso de saltar desde la ventana para ascender tras ellos en la
fría y despejada noche.
Instintivamente, los grandes músculos alares de su espalda se movieron
debajo de su saco pijama. Y de pronto se volvió débil, tembloroso, despavorido
ante esa ciega oleada de sensaciones. Si por un momento había querido irse,
abandonar a Ruth, este pensamiento lo
espantó, fue como una traición a sí mismo. Se deslizó otra vez en la cama y se
acostó, haciendo resueltamente oídos sordos a esos alegres y lejanos silbidos
que huían hacia el sur en la noche.
Al día siguiente se sumergió con decisión en su trabajo de la oficina.
Pero en el curso de todo ese día encontró que sus ojos se desviaban hacia el
pedazo azul de cielo de la ventana. Y a partir de entonces, semana tras semana,
durante los largos meses de invierno y primavera, el antiguo y turbulento
anhelo se fue convirtiendo cada vez más en un dolor irracional dentro de su
corazón, más fuerte que nunca cuando las criaturas del aire venían volando
hacia el norte en primavera.
Se decía a sí mismo enfurecidamente: —Eres un tonto. Amas a Ruth más
que a cualquier otra cosa en el mundo y la tienes. No quieres nada más.
Y otra vez, en la desvelada noche se aseguraba a sí mismo: —Soy un
hombre, y estoy feliz de vivir la vida de un hombre normal, con Ruth.
Pero en su mente viejos recuerdos susurraban a hurtadillas: —¿Te
acuerdas de la primera vez que volaste, de esa loca emoción de remontar vuelo
por primera vez, del primer giro vertiginoso, y el descenso rápido, y el
planeo?
Y el viento nocturno, desde afuera de la ventana, llamaba: —¿Te
acuerdas de cuando competías conmigo, bajo las estrellas y por sobre el mundo
dormido, y de cómo reías y cantabas mientras tus alas luchaban conmigo?
Y David Rand sepultaba la cara en la almohada y murmuraba: Yo no estoy arrepentido de haberlo hecho.
¡No lo estoy!
Ruth se despertaba y preguntaba, soñolienta: —¿Ocurre algo, David?
—No, querida —le decía él, pero cuando ella volvía a dormirse sentía
que ardientes lágrimas le punzaban los párpados, y susurraba de manera
confusa—: Me estoy mintiendo a mí mismo. Quiero volver a volar.
Pero a Ruth, ocupada alegremente en el bienestar de él, en la casa y
en los amigos de ambos, le ocultaba todo ese escondido e insensato deseo.
Luchaba por vencerlo, por destruirlo, pero no podía.
Cuando no había nadie cerca, observaba con el corazón dolorido las
golondrinas que emprendían vuelo y se zambullían en el ocaso, o el gavilán que
remontaba vuelo, alto y distante en el cielo, o el estremecedor y vertiginoso
descenso del martín pescador. Y entonces, amargamente, se acusaba a sí mismo de
traidor a su propio amor por Ruth.
Hasta que en aquella primavera, Ruth le dijo tímidamente algo: —David,
el próximo otoño ... tendremos un hijo ...
El se sobresaltó: — ¡Ruth, querida mía!—. Luego preguntó: —¿No temes
que pueda ser ... ?
Ella meneó la cabeza con confianza: —No. El doctor White dice que no
hay peligro de que nazca anormal como tú lo fuiste. Dice que los caracteres
diferentes de los genes que hicieron que nacieras con alas están ligados a un
carácter recesivo, no a uno dominante, y que no hay peligro de que esa
anormalidad sea heredada. ¿No estás contento?
—Por supuesto —dijo él, estrechándola tiernamente—. Va a ser
maravilloso.
Wilson Hall estaba radiante por la noticia. —Un nieto: ¡eso es
magnífico! —exclamó—. David, ¿sabes qué voy a hacer después de su nacimiento?
Me voy a retirar y te dejaré al frente de la empresa.
— ¡Oh, papá! —gritó Ruth, y besó jubilosamente a su padre.
David tartamudeó su agradecimiento. Y se dijo a sí mismo que esto
ponía fin para siempre a sus vagos e irracionales deseos. Ahora iba a tener
alguien más en quien pensar, además de Ruth; iba a tener las responsabilidades
de un padre de familia.
Se sumergió en el trabajo con renovado deleite. Durante unas pocas
semanas olvidó por completo ese viejo e insensato anhelo ante los proyectos
para el futuro. Todo aquello había pasado ahora, se dijo a sí mismo.
Entonces, repentinamente, todo su ser fue conmovido por algo
asombroso. Durante algún tiempo los muñones de las alas en la espalda de David
habían permanecido lastimados y doloridos. Parece también que estaban más
largos de lo que habían sido. Aprovechó una oportunidad para revisarlos ante un
espejo y se sorprendió al descubrir que habían crecido y eran ahora dos
prominencias semejantes a gibas, que se curvaban hacia abajo a cada lado de la
espalda.
David Rand miró asombrado una y otra vez en el espejo, con una extraña
conjetura en la mirada. Podría ser posible que ...
Visitó al doctor White al día siguiente, con otro pretexto. Pero antes
de irse preguntó como por casualidad: —Doctor, quería saber algo: ¿existe
alguna posibilidad de que mis alas alguna vez comiencen a crecer de nuevo?
El doctor White dijo pensativamente: —Por cierto, supongo que hay una posibilidad de que ello ocurra.
Un tritón puede regenerar un miembro perdido, y numerosos animales tienen
similares poderes de regeneración. Por supuesto, un hombre común no puede
regenerar un brazo o una pierna perdidos del mismo modo, pero su cuerpo no es
común y sus alas pueden tener algún poder de regeneración parcial, al menos por
una vez.
Agregó: —Sin embargo, no tiene que preocuparse por ello, David. Si
comienzan a crecer otra vez simplemente venga y se las extirparé sin problema.
David Rand le agradeció y se fue. Pero a partir de entonces, fue
observando cuidadosamente día tras día y pronto vio que, sin lugar a dudas, los
genes anormales que le habían dado alas la primera vez le habían dado también
un poder al menos parcial de regenerarlas.
Porque las alas estaban creciendo de nuevo, día a día. Las gibas de su
espalda se habían vuelto mucho más grandes, aunque, cubiertas por sus sacos
cortados especialmente, no se notaba el cambio producido en ellas. Hacia fines
de ese verano aparecieron como alas, alas reales, aunque más pequeñas. Plegadas
bajo su ropa, no se veían.
David supo que debía ir y dejar que el doctor se las amputara antes de
que se volvieran más grandes. Se dijo a sí mismo que ya no necesitaba alas.
Ruth y el niño en camino, y el futuro de todos juntos era todo lo que tenía
algún significado para él ahora.
Sin embargo, no dijo nada a nadie, y mantuvo las alas que seguían
creciendo ocultas y tapadas por su ropa. Eran unas alas pobres y débiles,
comparadas con las primeras, como si la amputación hubiera impedido su
desarrollo. Era improbable que alguna vez pudiera volar con ellas, pensó,
aunque quisiera, lo cual no era el caso.
Con todo, se dijo a sí mismo que sería más fácil hacerlas extirpar
después de que hubieran alcanzado su tamaño normal. Además, no quería inquietar
a Ruth en ese momento diciéndole que las alas habían vuelto a crecer. De modo
que se tranquilizó a sí mismo, y así pasaron las semanas hasta que, hacia
principios de octubre, sus segundas alas alcanzaron su tamaño normal, aunque
eran poco desarrolladas y dignas de lástima en comparación con sus espléndidas
primeras alas.
La primera semana de octubre nació un hijo de Ruth y David. Era un
hermoso y fuerte varoncito, sin rastros de algo inusual en él. Tenía un peso
normal, y su espalda era derecha y lisa, y nunca tendría alas. Y pocas noches
después estaban todos juntos en el cottage,
admirándolo.
—¿No es hermoso? —preguntó Ruth, levantando la vista con los ojos
resplandecientes de orgullo.
David asintió en silencio, con el corazón palpitante de emoción al
contemplar al rubicundo pequeño dormido. ¡Su hijo!
—Es maravilloso —dijo humildemente—. Ruth, querida mía: quiero
trabajar durante el resto de mi vida para ti y para él.
Wilson Hall estaba rebosante de alegría por ellos y dijo con una
risita: —Tendrás oportunidad de hacerlo, David. Lo que dije la primavera pasada
está por cumplirse. Esta tarde renuncié como director de la empresa y dispuse
que fueras designado mi sucesor.
David intentó agradecerle. Su corazón desbordaba de alegría plena, de
amor por Ruth y por el hijo de ambos. Pensó que nadie había sido nunca tan
feliz como él.
Entonces, cuando Wilson Hall se fue, y Ruth se quedó dormida y él
quedó solo, David se dio cuenta súbitamente de que tenía algo que hacer.
Se dijo severamente a sí mismo: —Durante todos estos meses te has
estado mintiendo a ti mismo, inventando excusas para ti mismo, dejando que tus
alas crecieran de nuevo. En tu interior, durante todo ese tiempo, estabas
esperando poder volar nuevamente.
Rió. —Bien, ahora todo eso ha
pasado. Yo solo me dije a mí mismo antes que no necesitaba valor. No era cierto
entonces, pero lo es ahora. Nunca volveré a desear tener alas para volar, ahora
que tengo a Ruth y al niño.
No, nunca más: eso había terminado. Iría en coche hasta la ciudad esa
misma noche y se haría extirpar por el doctor White esas segundas alas recién
salidas. Ni siquiera dejaría que Ruth supiera de ellas.
Avergonzado por esa determinación, salió rápidamente del cottage a la oscuridad ventosa de la noche
otoñal. La roja luna se estaba elevando por encima de las copas de los árboles,
hacia el este, y a la opaca luz de ella se dirigió hacia el garaje. A su
alrededor, los árboles se inclinaban y crujían bajo el martilleo jovial y
alborotado del recio viento norte.
David se detuvo repentinamente. A través de la fría noche había
llegado un sonido lejano y débil que le hizo levantar la cabeza. Un silbido
lejano y fantasmal llevado por el veloz viento, que aumentaba, disminuía, se
hacía cada vez más fuerte: eran los pájaros silvestres, que se dirigían al sur
en la ruidosa noche, lanzando alborozado desafío mientras el viento empujaba
sus alas hacia adelante. Aquel impetuoso latido de libertad que había creído
muerto trataba con fuerza de apoderarse del corazón de David.
Clavó la vista en la oscuridad con los ojos brillantes y el cabello
suelto al viento. Estar allí con ellos una vez más solamente; volar con ellos
solo una vez más...
¿Por qué no? ¿Por qué no volar esta última vez y satisfacer de esa
manera ese penetrante deseo antes de perder estas últimas alas? No iría lejos, solo efectuaría un corto
vuelo y entonces volvería para hacerse extirpar las alas, para dedicar su vida
a Ruth y a su hijo. Nadie lo sabría nunca.
Rápidamente se quitó la ropa en la oscuridad, y se mantuvo erguido,
desplegando las alas que habían estado tanto tiempo ocultas y encerradas. Una
estremecedora duda lo asaltó. ¿Podría ahora volar siquiera un poco? ¿Lo
mantendrían en el aire esas segundas alas, pobres y poco desarrolladas, al menos
durante unos pocos minutos? No, no lo harían, ¡sabía que no podría!
El impetuoso viento bramaba más fuerte a través de los gemebundos
árboles, y el cristalino llamado se hizo más fuerte en lo alto. David se
mantuvo en equilibrio, con las rodillas dobladas, las alas desplegadas para el
salto hacia arriba, y la agonía pintada en su pálido rostro. No podría
intentarlo: sabía que no podría levantarse del suelo.
Pero el viento estaba soplando en sus oídos: — ¡Tú puedes hacerlo, tú
puedes volar de nuevo! ;Mira, estoy detrás de ti, esperando para levantarte,
listo para competir contigo allí arriba bajo las estrellas!
Y las voces alborozadas que silbaban muy arriba le susurraban:—¡Sube!
¡Sube con nosotros! ¡Tú debes estar con nosotros, no allá abajo! ¡Sube! ¡Vuela!
¡Levantó vuelo! Las poco desarrolladas alas golpearon el borrascoso
viento, ¡y se estaba elevando! Los oscuros árboles, la ventana iluminada de la
casa, la cumbre entera de la colina, quedaron atrás y debajo de él mientras sus
alas lo impulsaban hacia arriba en el viento que rugía.
Cada vez más arriba, sintiendo el duro y limpio golpeteo del aire frío
en su cara otra vez, el loco bramido del viento a su alrededor, las grandes
sacudidas de sus alas llevándolo cada vez más alto.
La sonora, estentórea risa de David Rand resonó entre los aullidos del
viento mientras seguía volando entre las estrellas y la tierra sumida en las
tinieblas. Cada vez más alto, de nuevo entre los alborozados pájaros que iban
al sur, y que lo acompañaban a cada lado. Siguió y siguió volando con ellos.
Súbitamente supo que solo esto era vivir, que solo esto era estar
despierto. Toda aquella otra vida que había sido suya, allá abajo, aquello
había sido el sueño, y ahora había despertado de él. No era él quien había trabajado en una oficina
y había amado a una mujer y a un niño allá. Era un David Rand de sueño el que
había hecho todo eso, y el sueño, ahora, había terminado.
Cada vez más hacia el sur, se lanzó velozmente en la noche, y el
viento aulló, y la luna se elevó, hasta que al fin la tierra quedó atrás, y
voló con los pájaros voladores sobre las llanuras del océano iluminadas por la
luna. Supo que era una locura seguir volando con esas pobres alas que ya se
estaban volviendo cansadas y débiles; pero su regocijado cerebro no pensaba en
volver. ¡Seguir volando, volar esta última vez, eso era suficiente!
De esta manera, cuando sus cansadas alas comenzaron al fin a ceder, y empezó a caer cada vez más abajo, hacia las plateadas aguas, su pecho no albergó miedo ni pesar. Al fin y al cabo, eso era lo que él siempre había esperado y querido, y se sintió oscuramente satisfecho, casi contento de estar cayendo como deben caer al final todos los que tienen alas, después de una corta vida de dulce y desenfrenado vuelo. Y se precipitó serenamente hacia el descanso final.
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