La piedra de las estrellas - Valentina Zuravleva
Hace cinco siglos, un meteorito cayó cerca
de la ciudad de Ensisheim, en el Alto Rin. Para que el cielo no volviera a
llevárselo lo ataron con cadenas al muro de la iglesia. Un hábil artesano grabó
en él estas palabras: «a propósito de esta piedra, son numerosos los que saben
mucho, todos saben algo, pero nadie sabe lo suficiente».
Cuando pienso en el meteorito de Pamir,
acuden involuntariamente a mi recuerdo aquellas palabras. A propósito de él, yo
sé mucho; sin duda más que cualquier otra persona. Pero estoy lejos de saberlo
todo. Sin embargo, me acuerdo perfectamente de lo esencial. Tan perfectamente
como si datara de ayer.
Tal vez penséis: ¿qué podía haber de interesante en un meteorito para un bioquímico?
Debo aclarar que los
bioquímicos siguen con mucha atención todo lo que concierne a los meteoritos.
En los fragmentos de esas «piedras celestes» buscamos el secreto de la
aparición de la vida sobre la Tierra. Para ser menos romántico y más concreto,
digamos que estudiamos los hidrocarburos contenidos en los meteoritos.
Un poco más tarde, el meteorito del Pamir
fue objeto de una segunda información. Una expedición lo había descubierto a
cuatro mil metros de altitud, y un helicóptero pudo descolgarlo de aquella
percha. Se trataba, se decía, de un bloque de piedra de casi tres metros de
longitud que pesaba más de cuatro toneladas.
Al leerlo, pensé que al día siguiente tendría
que llamar por teléfono a Nikonov. En aquel preciso instante –a veces se
producen esas coincidencias– resonó el timbre del teléfono. Empuñé el receptor.
Era Nikonov.
Debo decir ante todo que, desde su época de
escolar, Nikonov se ha distinguido siempre por su sangre fría y su placidez.
Nunca –y hace casi medio siglo que nos conocemos– le había visto emocionado o
alterado. Pero en aquella ocasión, por su voz entrecortada y febril, por sus
palabras deshilvanadas, comprendí que sucedía algo extraordinario.
De aquel torrente de palabras retuve una
cosa: tenía que dirigirme inmediatamente, con la mayor rapidez posible, al
Instituto de Astrofísica.
Tomé un taxi.
El vehículo rodó por las calles desiertas,
en cuyo espejo de asfalto se reflejaban los anuncios luminosos. Llovía. Pensé
en los que no duermen a aquella hora tardía. En los que, inclinados sobre sus
microscopios, sobre el frágil cristal de sus probetas, sobre sus páginas
cubiertas de fórmulas, buscan lo nuevo. Pensé en el asombroso destino de los
descubrimientos: desconocidos hoy de todos, mañana irrumpen en la vida, la
cambian, la modifican.
Las ventanas del Instituto aparecían
iluminadas. Sin saber por qué, pensé inmediatamente que la causa era el
meteorito del Pamir. Pero, ¿qué podía tener de particular, de extraordinario,
aquel meteorito?
El Instituto parecía una colmena excitada.
Los colaboradores corrían de un lado a otro, atareados y preocupados; por las
puertas entreabiertas surgía el sonido de voces excitadas.
Quedé asombrado, pues, al comprobar que el
meteorito era semejante a las docenas de ellos que había podido ver al natural
o en fotografía. Un bloque de piedra en forma de cohete, de superficie porosa,
y nada más.
Devolví las fotografías a Nikonov, el cual
sacudió la cabeza y dijo, con voz ronca que no era la suya:
–No es un meteorito. Bajo el caparazón de piedra hay un cilindro metálico... con un ser vivo en su interior.
Ahora, cuando rememoro los acontecimientos de aquella noche, me parece raro que, durante un largo instante, fuera incapaz de comprender a Nikonov. Sin embargo, todo era muy simple. Pero precisamente por esto el asunto producía una impresión de inverosimilitud, de irrealidad, impidiéndome comprender inmediatamente a Nikonov.
El meteorito era una nave cósmica. La
envoltura de piedra, que tenía unos siete centímetros de espesor, recubría un
cilindro de metal obscuro, muy denso. Nikonov opinaba (y su opinión quedó
confirmada más tarde) que la envoltura en cuestión estaba destinada a proteger
al cilindro de los meteoritos y de un peligroso recalentamiento. El aspecto
poroso de su superficie procedía de los choques con los micrometeoritos. Sus
huellas, muy numerosas, demostraban que el ingenio había estado volando por
espacio de muchos años.
–Si el cilindro fuera macizo –dijo Nikonov–,
pesaría al menos veinte toneladas. Pero, sin la envoltura de piedra, su peso es
ligeramente superior a las dos toneladas. En tres lugares, unos hilos muy finos
salen del cilindro. Están rotos.
En aquel momento se me ocurrió la objeción
más lógica. El cilindro no era tan grande. ¿Cómo podían caber en él unos seres vivos?
No sólo necesitaban espacio, sino también víveres, agua, dispositivos para el
mantenimiento de una temperatura constante, para renovar el aire. ¿Cómo
introducir todo aquello en un cilindro de menos de tres metros de longitud y
unos sesenta centímetros de diámetro?
–Desde luego. Pero, ¿por qué cuatro? ¿Acaso
existe un límite?
–Entonces, ¿volvemos a los hombres de seis brazos?
–En los planetas donde la gravedad es muy intensa, ese es sin duda el camino que seguiría la evolución de los vertebrados. Pero, además de la gravedad, existen otros factores.
–Tal vez –replicó Nikonov, imperturbable–.
La vida en el océano evoluciona sin cesar, aunque más lentamente que en tierra
firme. Lo que debe ser común a todos los seres dotados de razón, habiten donde
habiten, es un cerebro desarrollado, un sistema nervioso complejo, unos órganos
para trabajar y para desplazarse que estén adaptados al medio ambiente.
Vi por primera vez la nave cósmica.
Nikonov, que se encontraba más cerca, avanzó
un par de pasos: inmediatamente percibimos unos golpes. En el interior del
cilindro alguien emitía unos raros sonidos que no recordaban en nada el ritmo
de una máquina. Se me ocurrió la idea de que la nave no contenía necesariamente
unos hombres: nosotros situamos en nuestros cohetes experimentales monos,
perros, conejos...
Nos apresuramos. A dos pasos de nosotros un
ser viviente moría y teníamos que acudir en su ayuda.
Hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance.
Los compresores aullaron, elevando la
presión en la cámara. La primera fase de trabajo había sido completada con
éxito.
Subí al despacho de Nikonov, arrastré un sillón hasta la ventana y levanté un visillo. Fuera, las luces de la ciudad iban encendiéndose, expulsando las tinieblas. Era la segunda noche, pero me parecía que sólo hacía unas horas que había llegado al Instituto.
De modo que la atmósfera del ingenio cósmico
contenía un veinte por ciento de oxígeno, lo mismo que la atmósfera terrestre.
¿Era una casualidad? No. Con esa concentración, precisamente, la hemoglobina de
la sangre se satura completamente de oxígeno. Por lo tanto, la nave cósmica
tenía que incluir un sistema circulatorio. La muerte de una parte del cerebro
acarrearía fatalmente la muerte del conjunto.
Me precipité hacia el sótano.
Al rememorar ahora nuestras tentativas para
salvar el cerebro artificial, vuelvo a experimentar el sentimiento de
impotencia y de amargura que nos invadió entonces.
¿Qué podíamos hacer?
Habíamos descubierto rápidamente cómo
funcionaba el sistema que proporcionaba el oxígeno. Tal como había supuesto, aquella
respiración se producía por medio del hema, una combinación química semejante a
la hemoglobina.
El sistema de regeneración del oxígeno
resultó también muy interesante. Durante años enteros, una colonia de algas
desconocidas en la Tierra y que pesaban menos de un kilogramo habían absorbido
regularmente el gas carbónico y desprendido el oxígeno que el cerebro
necesitaba.
Hablo de los descubrimientos biológicos. Pero los realizados por los ingenieros serán todavía más importantes, sin duda.
Nikonov me esperaba en su despacho. He de
admitir que entonces no había concedido una importancia especial a lo que
ocurría. Los científicos nos inclinamos a veces a exagerar nuestros éxitos y
nuestros sinsabores. Cuando, después de prolongados experimentos, consigo una
reacción, siento también deseos de despertar a todo Moscú.
Pero, Nikonov... Había que conocerle para
comprender hasta qué punto estaba excitado.
Sin contestar a mi saludo, me apretó fuertemente la mano.
Y aquel apretón de manos rápido, nervioso, me comunicó su emoción.
–¿Se trata del meteorito del Pamir? –pregunté, adivinando ya la respuesta.
–Sí –respondió.
Sin contestar a mi saludo, me apretó fuertemente la mano.
Y aquel apretón de manos rápido, nervioso, me comunicó su emoción.
–¿Se trata del meteorito del Pamir? –pregunté, adivinando ya la respuesta.
–Sí –respondió.
Nikonov cogió un paquete de fotografías y
las desplegó en abanico delante de mí. Eran fotografías del meteorito. Las
examiné, esperando ver... Naturalmente no sabía lo que iba a ver. Pero estaba
convencido de que se trataba de algo sensacional.
–No es un meteorito. Bajo el caparazón de piedra hay un cilindro metálico... con un ser vivo en su interior.
Ahora, cuando rememoro los acontecimientos de aquella noche, me parece raro que, durante un largo instante, fuera incapaz de comprender a Nikonov. Sin embargo, todo era muy simple. Pero precisamente por esto el asunto producía una impresión de inverosimilitud, de irrealidad, impidiéndome comprender inmediatamente a Nikonov.
Evidentemente, en el momento de la caída se
desprendieron unos aparatos que se encontraban en la parte exterior del
cilindro. El galvanómetro, conectado a esos hilos, ha revelado unos leves impulsos
eléctricos...
–Pero, ¿por qué tiene que tratarse
necesariamente de un ser vivo? –repliqué–. En el interior del cilindro puede
haber unos aparatos automáticos.
–Descartado –respondió Nikonov–. Da golpes.
No lo entendí.
–¿Qué es lo que da golpes?
–El que está dentro del cilindro –la voz de Nikonov tembló–. Cuando alguien se acerca, empieza a dar golpes. Puede ver. Ignoro cómo, pero puede ver.
Resonó el timbre del teléfono. Nikonov cogió el receptor y observé que una sombra cruzaba por su rostro.
–Han sondeado el cilindro –me dijo, soltando el receptor–. Su pared no alcanza los veinte milímetros de espesor. En el interior no hay metal.
–Descartado –respondió Nikonov–. Da golpes.
No lo entendí.
–¿Qué es lo que da golpes?
–El que está dentro del cilindro –la voz de Nikonov tembló–. Cuando alguien se acerca, empieza a dar golpes. Puede ver. Ignoro cómo, pero puede ver.
Resonó el timbre del teléfono. Nikonov cogió el receptor y observé que una sombra cruzaba por su rostro.
–Han sondeado el cilindro –me dijo, soltando el receptor–. Su pared no alcanza los veinte milímetros de espesor. En el interior no hay metal.
Nikonov me escuchó y dijo:
–Dentro de un cuarto de hora iremos a verlo. Espero a alguien. De momento, están colocando el cilindro en una cámara hermética.
–De todos modos, tienes que admitir que esa versión del ser vivo no es realista. No puede haber hombres en el cilindro.
–¿Hombres? ¿Qué entiendes tú por eso?
–Bueno, seres pensantes.
–¿Con unos brazos y unas piernas?
Por primera vez aquella noche, Nikonov sonrió.
–Sin duda –contesté.
–No los hay en la nave –dijo Nikonov–. Contiene seres pensantes, pero resulta difícil saber cómo son.
–Dentro de un cuarto de hora iremos a verlo. Espero a alguien. De momento, están colocando el cilindro en una cámara hermética.
–De todos modos, tienes que admitir que esa versión del ser vivo no es realista. No puede haber hombres en el cilindro.
–¿Hombres? ¿Qué entiendes tú por eso?
–Bueno, seres pensantes.
–¿Con unos brazos y unas piernas?
Por primera vez aquella noche, Nikonov sonrió.
–Sin duda –contesté.
–No los hay en la nave –dijo Nikonov–. Contiene seres pensantes, pero resulta difícil saber cómo son.
Yo no podía estar de acuerdo con él. Bastaba
recordar cómo imaginaban los europeos, antes de los grandes descubrimientos
geográficos, a los habitantes de los países desconocidos: hombres de seis
brazos o con la cabeza de perro, enanos y gigantes... Y luego se comprobó que
en Australia, en América y en Nueva Zelanda, los hombres eran semejantes a los
de Europa.
–Las condiciones de vida idénticas, las
leyes generales de la evolución, desembocan en los mismos resultados.
–¿Las leyes generales de la evolución? –inquirió Nikonov–. Pueden admitirse hasta cierto punto. Pero, ¿de dónde sacas las condiciones de vida idénticas?
–¿Las leyes generales de la evolución? –inquirió Nikonov–. Pueden admitirse hasta cierto punto. Pero, ¿de dónde sacas las condiciones de vida idénticas?
Me expliqué: la existencia y el desarrollo
de las formas superiores de las proteínas sólo son concebibles dentro de unos
límites bastante restringidos de temperatura, de presión, de irradiación. De lo
cual puede inferirse que el mundo orgánico evoluciona siguiendo unos caminos
parecidos.
–Querido amigo –dijo Nikonov–, eres
académico y un bioquímico eminente, la mayor autoridad en materia de síntesis
bioquímica. Cuando hablas de las síntesis de las proteínas, estoy completamente
de acuerdo contigo. Pero el que sabe fabricar ladrillos no es necesariamente
experto en arquitectura. Y no lo tomes a mal.
¿Cómo podía tomarlo a mal? A decir verdad,
nunca había reflexionado seriamente en la evolución del mundo orgánico en los
otros planetas. No era mi especialidad.
–Las ideas que en la Edad Media proliferaban
acerca de los hombres con cabeza de perro eran absurdas, efectivamente
–continuó Nikonov–. Pero en la Tierra, si se exceptúa el clima, las condiciones
de vida son muy parecidas. Por otra parte, cuando cambian las condiciones,
cambia el hombre. En América del Sur, en los Andes peruanos, hay una tribu india
que vive a 3.500 metros de altitud. Sus miembros son de baja estatura, y su
peso medio es de cincuenta kilogramos, pero el volumen de su caja torácica y de
sus pulmones es superior en un 50% al de los europeos.
»Como puedes ver, su organismo está adaptado
a las condiciones de vida en una atmósfera enrarecida, a costa de una notable
modificación del aspecto exterior. Ahora, reflexiona un poco en las
considerables diferencias que pueden existir entre las condiciones de vida en
la Tierra y en los otros planetas. Tomemos la gravedad, por ejemplo. No sé por
qué la has olvidado.
En Mercurio, la gravedad es cuatro veces menor que en la
Tierra. Si ese planeta estuviera habitado, es poco probable que sus habitantes
necesitaran unos miembros inferiores tan desarrollados como los nuestros. En
cambio, en Júpiter la gravedad es mucho mayor que en nuestro planeta. En tales
condiciones, es muy probable que la evolución de los vertebrados no haya
desembocado en la postura vertical...
Había una brecha en el razonamiento de Nikonov,
y me dispuse a explotarla.
–Querido amigo –dije–, eres profesor, eres un astrofísico eminente, la mayor autoridad en el campo del análisis espectral de la atmósfera de las estrellas. Cuando hablas de los planetas, estoy completamente de acuerdo contigo. Pero, el que sabe fabricar ladrillos... Resumiendo, olvidas que las manos tienen que estar libres. Sin ello, el trabajo que ha formado al hombre resultaría imposible. Y, con la postura horizontal, los cuatro miembros sirven como puntos de apoyo.
–Querido amigo –dije–, eres profesor, eres un astrofísico eminente, la mayor autoridad en el campo del análisis espectral de la atmósfera de las estrellas. Cuando hablas de los planetas, estoy completamente de acuerdo contigo. Pero, el que sabe fabricar ladrillos... Resumiendo, olvidas que las manos tienen que estar libres. Sin ello, el trabajo que ha formado al hombre resultaría imposible. Y, con la postura horizontal, los cuatro miembros sirven como puntos de apoyo.
–Entonces, ¿volvemos a los hombres de seis brazos?
–En los planetas donde la gravedad es muy intensa, ese es sin duda el camino que seguiría la evolución de los vertebrados. Pero, además de la gravedad, existen otros factores.
El estado de
la superficie del planeta, por ejemplo, tiene una enorme importancia. Si la
Tierra estuviera cubierta de un modo permanente y total por el océano, la
evolución del mundo animal hubiese sido muy distinta.
–¡Seríamos sirenas! –ironicé.
–Sin embargo –dije, sin querer darme por
vencido–, no está descartado que en planetas semejantes a la Tierra vivan unos
seres racionales semejantes a los hombres.
–No, no está descartado –convino Nikonov–, pero es poco verosímil. Has omitido otro factor importante: el tiempo. El aspecto del hombre no es algo constante.
–No, no está descartado –convino Nikonov–, pero es poco verosímil. Has omitido otro factor importante: el tiempo. El aspecto del hombre no es algo constante.
Hace diez millones de años, nuestros
antepasados tenían una cola y una facies alargada. ¿Y qué aspecto tendremos
dentro de diez millones de años? Es absurdo pensar que siempre seremos como
ahora. Tú hablas de los planetas de la misma naturaleza. Existen,
indiscutiblemente. Pero es muy poco probable que la evolución de los seres
pensantes coincida en ellos en el tiempo.
En una palabra, amigo mío,
Shakespeare tenía mucha razón cuando puso en boca de Hamlet aquellas famosas
palabras: «Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio, de las que sueña
tu filosofía».
Me resulta difícil, al cabo de tanto tiempo,
recordar con exactitud los términos de aquella conversación con Nikonov. Tanto
más por cuanto nos interrumpían continuamente: resonaban los timbres de los
teléfonos, los colaboradores entraban y salían del despacho, el propio Nikonov
consultaba su reloj cada diez minutos... Pero la conversación en sí me parece
memorable. Nuestras hipótesis eran atrevidas, pero la realidad resultó serlo
mucho más.
Ahora, todo me parece sencillo. Si la nave,
procedente de otro sistema planetario, había podido cruzar las inmensidades del
Cosmos, era porque en su planeta de origen el Saber estaba más adelantado de lo
que podíamos imaginar. Esta sola circunstancia debió estimularnos a no extraer
conclusiones precipitadas...
Nuestra conversación fue interrumpida
definitivamente por la llegada del académico Ashtakov, especialista en medicina
astronáutica.
Con gran asombro por mi parte, lo primero que preguntó Ashtakov fue:
–¿Qué clase de motor utilizan?
Me reproché inmediatamente no haber pensado en el motor. La respuesta hubiese permitido aclarar numerosos extremos: el nivel de evolución de los recién llegados, la duración de su viaje por el Cosmos, la distancia recorrida, la aceleración que podían soportar...
–No hay ningún motor –respondió Nikonov–. Debajo del caparazón de piedra hay un cilindro metálico completamente liso.
–¡Ah! –exclamó Astakhov; Meditó unos instantes, mientras su rostro reflejaba el mayor de los asombros–. Entonces... eso significa que poseen un motor antigravitacional. Han dominado la gravitación.
–Probablemente –asintió Nikonov–. Esa es también mi opinión.
–¿Cómo? –inquirí–. ¿Es posible controlarla?
–En principio, sí, indiscutiblemente –respondió Nikonov–. No existe en la naturaleza una fuerza que el hombre no pueda dominar, tarde o temprano. Es una cuestión de tiempo. Pero hay que reconocer que, de momento, sabemos muy poco acerca de la gravitación.
Con gran asombro por mi parte, lo primero que preguntó Ashtakov fue:
–¿Qué clase de motor utilizan?
Me reproché inmediatamente no haber pensado en el motor. La respuesta hubiese permitido aclarar numerosos extremos: el nivel de evolución de los recién llegados, la duración de su viaje por el Cosmos, la distancia recorrida, la aceleración que podían soportar...
–No hay ningún motor –respondió Nikonov–. Debajo del caparazón de piedra hay un cilindro metálico completamente liso.
–¡Ah! –exclamó Astakhov; Meditó unos instantes, mientras su rostro reflejaba el mayor de los asombros–. Entonces... eso significa que poseen un motor antigravitacional. Han dominado la gravitación.
–Probablemente –asintió Nikonov–. Esa es también mi opinión.
–¿Cómo? –inquirí–. ¿Es posible controlarla?
–En principio, sí, indiscutiblemente –respondió Nikonov–. No existe en la naturaleza una fuerza que el hombre no pueda dominar, tarde o temprano. Es una cuestión de tiempo. Pero hay que reconocer que, de momento, sabemos muy poco acerca de la gravitación.
Conocemos
la ley de Newton: dos cuerpos cualesquiera se atraen mutuamente en razón
directa de sus masas y en razón inversa del cuadrado de sus distancias.
Sabemos, aunque de un modo puramente teórico, que la fuerza de atracción se
difunde a la velocidad de la luz. Pero ignoramos de dónde procede esa fuerza y
cuál es su naturaleza.
Volvió a sonar el timbre del teléfono;
Nikonov cogió el receptor y, tras escuchar unos segundos, dijo:
–En seguida vamos para allá.
Luego añadió, dirigiéndose a nosotros:
–Nos esperan.
Salimos al pasillo.
–Algunos físicos opinan –continuó Nikonov– que todos los cuerpos contienen unas partículas de gravitación: los gravitones. Yo no estoy muy convencido de que esa hipótesis sea cierta. Pero, si lo fuera, las dimensiones de los gravitones tendrían que ser tan reducidas en relación con los de los núcleos atómicos, como las de estos últimos lo son comparados con los cuerpos ordinarios. Y la concentración de la energía tendría que ser en ellos incomparablemente más elevada que en el núcleo del átomo.
–En seguida vamos para allá.
Luego añadió, dirigiéndose a nosotros:
–Nos esperan.
Salimos al pasillo.
–Algunos físicos opinan –continuó Nikonov– que todos los cuerpos contienen unas partículas de gravitación: los gravitones. Yo no estoy muy convencido de que esa hipótesis sea cierta. Pero, si lo fuera, las dimensiones de los gravitones tendrían que ser tan reducidas en relación con los de los núcleos atómicos, como las de estos últimos lo son comparados con los cuerpos ordinarios. Y la concentración de la energía tendría que ser en ellos incomparablemente más elevada que en el núcleo del átomo.
Descendimos por una escalera de caracol, muy
empinada, que conducía al sótano del Instituto. Al final de un angosto pasillo,
un grupo de colaboradores nos esperaba delante de una puerta de acero. Alguien
puso un motor en marcha y la puerta se abrió lentamente.
Reposaba
horizontalmente sobre dos puntos de apoyo. Era un cilindro de metal obscuro y
de superficie muy lisa. La envoltura de piedra, que se había agrietado por
diversos lugares en el momento de la caída, había sido desprendida del
cilindro, de uno de cuyos extremos colgaban tres cables muy finos.
Nikonov se alejó en dirección a la puerta y
los golpes cesaron. En medio del silencio que se había establecido, se oía
claramente la penosa respiración de uno de los presentes, sin duda acatarrado.
No sé lo que pensaban los demás, pero en lo
que a mí respecta ni siquiera se me ocurrió la idea de que acababa de abrirse
una nueva era para la ciencia. Lo comprendí más tarde, y la escena que acabo de
evocar se fijó entonces para siempre en mi memoria: una pequeña estancia de
techo bajo inundada de luz; en el centro, el obscuro cilindro, liso y
brillante; cerca de la puerta, un grupo de hombres profundamente emocionados,
con los rostros contraídos por la tensión...
Pusimos manos a la obra. Los ingenieros
tenían que determinar lo que había dentro del cilindro. Astakhov y yo estábamos
encargados de asegurar una doble protección biológica: la de los pasajeros de
la nave cósmica contra las bacterias terrestres, y la del personal contra las
bacterias que podía contener el cilindro.
Me resultaría difícil explicar cómo
realizaban su tarea los ingenieros. Me faltó tiempo para fijarme en su trabajo.
Sólo recuerdo que sondearon el cilindro con ultrasonidos y con rayos gamma.
Tras prolongadas discusiones (no era fácil ponerse de acuerdo con Astakhov, a
causa de su sordera), convinimos en proceder a abrir el cilindro con la ayuda
de «brazos mecánicos» teledirigidos.
Antes, la cámara hermética en la que se
encontraba el cilindro tenía que ser desinfectada con potentes rayos
ultravioleta.
Hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance.
Armados de un pico termonuclear, los «brazos
mecánicos cortaron el metal con mil precauciones, abriendo el acceso a los
aparatos de la nave cósmica. A través de las angostas rendijas encristaladas,
practicadas en el muro de hormigón, observamos los gestos impecablemente
precisos de aquellos enormes «brazos mecánicos». Lentamente, centímetro a
centímetro, el chorro de fuego mordía el metal desconocido. Luego, los «brazos
mecánicos» asieron la base del cilindro, que se despegó.
La nave cósmica no contenía ningún ser vivo.
Pero había en él materia viviente. Un gigantesco cerebro palpitante, situado en
el centro del cilindro.
Cuando digo «cerebro» hablo en términos
convencionales. En el primer momento, lo que vi me pareció la réplica exacta,
aunque considerablemente aumentada, de un cerebro humano. Pero, al mirarlo con
más atención, comprendí mi error. Era únicamente un fragmento de cerebro. Más
tarde descubrimos que estaba desprovisto de todos los centros que gobiernan los
sentimientos y los instintos. Además, sólo incluía algunos de los centros
«pensantes» de un cerebro normal, aumentados decenas de veces.
Para dar una definición exacta, habría que
decir que era una «neuro-calculadora», o sea, una máquina de calcular en la
cual los diodos y los triodos estaban reemplazados por células vivas de materia
cerebral. Y –hecho fundamental– de materia cerebral sintética. Lo adiviné
inmediatamente por múltiples detalles. Más tarde, aquella hipótesis se
confirmó.
En alguna parte, sobre un planeta
desconocido, la ciencia está mucho más desarrollada que en la Tierra. En tanto
que nosotros apenas llegamos a sintetizar parcelas de las moléculas más simples
de albúmina, allí saben sintetizar ya las formas superiores de la materia
orgánica. Este es también el objetivo de nuestra bioquímica, pero, ¡cuán lejos
estamos de él!
He de reconocer que lo que descubrimos en la
nave cósmica fue para todos nosotros una gran sorpresa. El único que no dio la
menor muestra de asombro fue Astakhov. Fue también el primero en hablar.
–¡Ah! –exclamó–. ¡Lo que yo había predicho!
Recuerden lo que escribí hace un par de años... Las distancias entre las
galaxias son infranqueables para el hombre. Ese viaje sólo puede ser realizado por
una nave de mando automático. ¡Au-to-má-ti-co! Pero, ¿de qué tipo? ¿Máquinas
electrónicas? ¡No, y no! Es demasiado difícil, casi imposible de realizar. ¡No!
Es necesario el sistema más perfeccionado: un cerebro... Escribí eso hace dos
años. Y algunos bioquímicos lo tildaron de fantástico. Escribí: para los viajes
entre las galaxias se necesitan bio-autómatas, capaces de regenerar sus
células...
Lo que decía Astakhov era verdad. Dos años
antes había publicado un artículo exponiendo aquellas ideas. Y yo fui uno de
los que las consideraron demasiado fantásticas. Sin embargo, los hechos le
daban la razón. Había predicho, con notable anticipación, la síntesis de la
materia cerebral, aquella forma superior de la materia.
Por regla general, los especialistas no
prevén demasiado bien el futuro. Se acostumbran a las cosas en las cuales
trabajan hoy. Piensan: hoy hay automóviles, por lo tanto, dentro de cien años
habrá también automóviles, con la diferencia de que serán más rápidos. Hay
aviones, por lo tanto habrá aviones, pero volarán más aprisa. Por desgracia,
todas esas previsiones no sirven de mucho...
A veces, lo nuevo parece increíble,
inverosímil, imposible. Y, sin embargo, nace. Heinrich Hertz, que fue el
primero en estudiar las oscilaciones electromagnéticas, negaba en su época la
posibilidad de desarrollar la telegrafía sin hilos. Y unos años más tarde,
Popov inventó la radio.
No, yo no había creído en lo que escribió
Astakhov. Para crear bio-autómatas, hay que resolver unos problemas sumamente
complejos: sintetizar las formas superiores de la materia biológica; aprender a
controlar los procesos bio-electrónicos; obligar a la materia viviente y a la
materia inerte a trabajar conjuntamente... Todo eso me parecía demasiado
fantástico.
Pero lo nuevo, aunque creado por los hombres de otro planeta, hacía
irrupción en nuestra vida, confirmando aquella gran verdad de que no pueden
existir límites para el progreso de la ciencia. Nosotros no conocíamos la
composición de la atmósfera en el interior del cilindro. Ignorábamos también
cómo repercutiría en el cerebro artificial el paso a la atmósfera terrestre.
Cada uno de nosotros estaba clavado a su
puesto, junto a los compresores, a los aparatos, a los balones de gas. Todo
estaba preparado para modificar lo más rápidamente posible la composición de la
atmósfera en la cámara hermética.
Pero, apenas se abrió el cilindro, los
aparatos señalaron que la atmósfera en el interior de la nave cósmica estaba
compuesta de una quinta parte de oxígeno y de cuatro quintas partes de helio,
en tanto que la presión era superior en una décima parte a la de la Tierra. El
cerebro seguía palpitando; un poco más aprisa, quizás.
Subí al despacho de Nikonov, arrastré un sillón hasta la ventana y levanté un visillo. Fuera, las luces de la ciudad iban encendiéndose, expulsando las tinieblas. Era la segunda noche, pero me parecía que sólo hacía unas horas que había llegado al Instituto.
¿Qué podíamos hacer?
Aquel cerebro creado por los hombres de otro
planeta, estaba muriendo. Su parte inferior aparecía reseca y ennegrecida. Sólo
en la parte superior quedaba un poco de materia palpitante. Cuando alguien se
acercaba, las pulsaciones se hacían febriles, como si el cerebro pidiera ayuda.
También habíamos comprendido fácilmente cómo funcionaban los
otros dispositivos que alimentaban al cerebro y absorbían el gas carbónico.
Pero no podíamos evitar la muerte de las
células del cerebro. En alguna parte, sobre un planeta desconocido, unos seres
racionales habían sintetizado la materia cerebral, la más perfectamente
organizada. Habían sabido enviar su cerebro artificial a las profundidades del
Cosmos. Sin duda alguna, las células de aquel cerebro habían registrado
múltiples secretos del Universo. Pero nosotros no podíamos enterarnos de ellos.
El cerebro moría.
Utilizamos todos los medios de que
disponíamos, desde los antibióticos hasta la intervención quirúrgica.
Inútilmente.
En mi calidad de presidente del comité especial de la Academia de Ciencias, pregunté una vez más a mis colegas si habíamos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance.
Nos encontrábamos en la pequeña sala de conferencias del Instituto. Estaba amaneciendo. Los sabios se habían sentado y permanecían silenciosos, rendidos de fatiga.
En mi calidad de presidente del comité especial de la Academia de Ciencias, pregunté una vez más a mis colegas si habíamos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance.
Nos encontrábamos en la pequeña sala de conferencias del Instituto. Estaba amaneciendo. Los sabios se habían sentado y permanecían silenciosos, rendidos de fatiga.
Nikonov se pasó la mano por el rostro y
respondió con voz ronca:
–Todo.
Los otros asintieron.
–Todo.
Los otros asintieron.
Durante seis días, mientras vivieron las
últimas células del cerebro, nos relevamos junto a él, sin interrumpir por un
solo instante las observaciones. Resulta difícil enumerar todo lo que
aprendimos. Pero lo más interesante fue el descubrimiento de la substancia
utilizada para proteger los tejidos vivientes contra las radiaciones.
La nave cósmica tenía un casco relativamente
delgado que los rayos cósmicos traspasaban con facilidad. Esta circunstancia
nos impulsó, desde el primer momento, a buscar en las células del bio-autómata
una substancia protectora. Y la encontramos. Una concentración ínfima de esa
substancia sensibiliza al organismo contra las dosis más elevadas de
radiaciones.
En adelante, podríamos simplificar considerablemente la
construcción de las naves cósmicas. Ya no sería necesario colocar los reactores
atómicos detrás de pesadas pantallas protectoras, lo cual nos acercaba
extraordinariamente a la era de las naves estelares atómicas.
Hablo de los descubrimientos biológicos. Pero los realizados por los ingenieros serán todavía más importantes, sin duda.
Tal como creía Astakhov, la nave cósmica llevaba un motor antigravitacional. No
estoy en condiciones de entrar en detalles técnicos acerca de su construcción,
pero puedo afirmar una cosa: los físicos tendrán que revisar a fondo sus
conceptos sobre la naturaleza de la gravitación. La era de la técnica atómica
dejará paso, probablemente, a la era de la técnica antigravitacional. Gracias a
ella, los hombres controlarán energías y velocidades actualmente inconcebibles.
Los análisis nos revelaron que el casco de
la nave estaba construido con una aleación de titanio y de berilio. Pero, a
diferencia de las aleaciones ordinarias, estaba constituida por un solo
cristal. Nuestros metales son, por así decirlo, una mezcla de cristales. Cada
uno de los cristales, por separado, es sólido. Pero están unidos muy débilmente
entre ellos. El metal del futuro estará formado por un solo cristal, muy
sólido. Al modificar la red cristálica, será posible modificar sus propiedades
ópticas, su resistencia, su conductibilidad.
Y, sin embargo, el descubrimiento más
importante –hasta ahora no ha sido aún descifrado– se refiere al cerebro
artificial de la nave cósmica. Los tres cables que colgaban del cilindro
estaban conectados efectivamente con él por medio de un sistema bastante
complicado. Gracias a ellos, durante seis días unos oscilógrafos muy sensibles
pudieron registrar las corrientes del bio-autómata.
No se parecían en nada a
las biocorrientes del cerebro humano. Y pusieron de relieve toda la diferencia
existente entre el cerebro artificial y un verdadero cerebro. En efecto, el
cerebro de la nave cósmica no era más que una instalación cibernética en la
cual unas células vivas desempeñaban el papel de lámparas. A pesar de toda su
complejidad, era incomparablemente más simple, más especializado, por así
decirlo, que el cerebro humano.
En seis días, se registraron millares de
metros de oscilogramas. ¿Conseguiremos descifrarlos? ¿Qué nos revelarán? Tal
vez la historia del viaje a través del Cosmos.
De momento, a propósito de esa piedra caída de las estrellas, son numerosos los que saben mucho, todos saben algo, pero nadie sabe lo suficiente. Sin embargo, llegará el día en que queden desvelados sus últimos secretos.
De momento, a propósito de esa piedra caída de las estrellas, son numerosos los que saben mucho, todos saben algo, pero nadie sabe lo suficiente. Sin embargo, llegará el día en que queden desvelados sus últimos secretos.
Y entonces, unos mensajeros terrestres, unas
naves provistas de un motor antigravitacional, remontarán el vuelo hacia las
inmensidades sin límites del Universo.
No serán conducidas por hombres. La vida humana es corta y el Universo infinito.
No serán conducidas por hombres. La vida humana es corta y el Universo infinito.
Serán conducidas por unos bio-autómatas. Las
naves del futuro, después de millares de años de viaje, después de haber
penetrado en las lejanas galaxias, regresarán a la Tierra, portadoras de la
llama inextinguible del Saber.
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