El regalo de reyes - Eduardo Vaquerizo

Soñar con la frente marchita las nieves del tiempo platearon su sien.

El tango sonaba en el gramófono que había sido fagocitado aquella mañana. Últimamente absorbía también antigüedades. La cualidad aceitosa de la música, repleta de chasquidos y lloros, era un contraste con la tremenda calidad del amplificador Luxman que tenía integrado en la parte superior de la espalda que reproducía el compacto de Wagner por medio de los altavoces Infinity que le crecían cerca de las orejas.

Antes se podía mover. Echaba de menos aquel período en que se medio arrastraba hasta el ascensor, bajaba al garaje y se integraba un rato con el BMW. 

Recordaba el sol de la sierra calentando el interior en una mañana helada de noviembre mientras el vehículo engarzaba una curva con otra como el trazo de una escritura fluida.

Nunca había pensado en que lo suyo fuese en realidad una enfermedad. Disfrutaba de los aparatos electrónicos desde su infancia. En su haber figuraban varias radios antiguas, de válvulas, completamente desmontadas, analizadas y, lamentablemente, destruidas. También recordaba con placer la antigua televisión en blanco y negro, a la que atendía con una dedicación casi enfermiza, mientras su madre le alimentaba sin él darse cuenta.

Ya entonces, el niño, sufrió de algún acceso de integración electrónica. Cuando el técnico de la televisión acudía a la casa a repararla, y el tiempo que tardaba era una agonía, él se pegaba todo el rato a él, observando embelesado los circuitos impresos, las resistencias, el soldador, el polímetro.

En más de una ocasión alguna resistencia o un transistor, había saltado hasta él y se le había incrustado en la piel. Su madre los descubría después, cuando lo bañaba y observaba el tubito rayado de una resistencia de diez ohmios clavando sus dos polos en la piel del niño. Estaban tibias al tacto y
al extraerlas con unos alicates surgía un chispazo perturbador. 

El fenómeno perturbó a sus padres, la primera vez que sucedió, después se acostumbraron a eliminar aquellos parásitos.  

Pero aquello no fue nada comparado con su adolescencia. En vez de granos, su piel exhibía supuraciones parecidas a leds de brillo leve y, en vez de masturbarse con el Playboy, como el resto de sus amigos, lo hacía frente a un ejemplar de Electrónica Popular.

Todos fueron fenómenos que no le apartaban de la humanidad. Era alguien un tanto excéntrico, pero muy amable y tranquilo. Cuando empezó a trabajar y dispuso de piso y sueldo propios, tapizó la casa de equipos electrónicos. 

Todavía tenía amigos por entonces a los que invitaba a casa a
contemplar la última estupidez añadida para su ordenador, para su cámara de vídeo, o para el equipo estéreo.

Lo peor fue cuando le tocó la lotería. Para él resultó una maldición. Se compró un galpón industrial y allí dio rienda suelta a una pasión que antes sólo limitaba su economía y la llenó de sistemas de vídeo, audio, computadoras, telefonía, etc. etc.

Sus ataques de integración, que antes controlaba revisándose periódicamente en busca de transistores-garrapata, aumentaron y él terminó por no vigilarse. Cuando quiso darse cuenta tenía un mando a distancia incrustado en el muslo. Se miró lentamente y consideró que tampoco era tan incómodo. Así siempre lo tenía a mano. 

El proceso creció de manera exponencial. Un día era un compacto portátil que se pegaba a su pecho, otro un tostador que convertía un pie en un eficaz productor de desayunos.

El proceso llegó a tal punto que no era reconocible como humano. Parecía un enorme montón de basura electrónica que caminaba, con dificultad y que constantemente emitía un zumbido eléctrico y cientos de sonidos, chasquidos, músicas variadas, interferencias, motores funcionando, etc.

El regalo de reyes de aquel año supuso el fin. Como la gota que colma el vaso, sus padres, a los que nunca veía, le mandaron por correo la vieja televisión en blanco y negro que todavía conservaban desde su infancia. 

Con amor se lanzó sobre ella, la fagocitó amorosamente y sobrevino el caos, porque funcionaba a 125 y él era de 220. Estalló en un fulgor instantáneo y empezó a arder en medio de una lluvia de chispas y botones ardiendo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Pueblo de madera - Alphonse Daudet