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La maldición del rubí - Philip Pullman

  La tarde siguiente, Frederick acompañó a Sally al East End. El año anterior había ayudado a su tío en un proyecto, y juntos habían fotografiado escenas de la vida londinense con una lámpara de magnesio experimental. La ilumina­ción no había funcionado tan bien como esperaban, pero Frederick había hecho numerosas amistades durante el proyecto, entre las que estaba la propietaria de un fumadero de opio, en Limehouse: una mujer llamada Madame Chang. –La mayoría de estos lugares son deplorables –dijo Fre­derick mientras se sentaban en el autobús–. Una tabla para tumbarse, una manta mugrienta y una pipa, y nada más. Aunque Madame Chang cuida a sus clientes y mantiene el lugar limpio. Creo que es porque ella no se droga. –¿Siempre son chinos? ¿Por qué el Gobierno no los de­tiene? –Porque el Gobierno también está implicado en la pro­ducción de opio; lo vende y saca pingües beneficios. –¡No puede ser! ~¿No sabes nada de historia? –Pues... no. –Luchamos en una guerra con...

Madre - Philip José Farmer

—Mira, madre. El reloj va al revés. Eddie Fetts señaló las manecillas del reloj de la sala de mando, siempre ajustado a la Hora Oficial del Centro, sin duda porque la mayor parte de la expedición creía que les recordaría su estado de origen, Illinois, siempre que lo mirasen. Cuando se viaja por el espacio, una hora es tan buena como cualquier otra. —El golpe debe haberlo alterado —dijo la doctora Paula Fetts. —¿Cómo ha podido ser? —No podría decírtelo. No lo sé todo, hijo. —¡Oh! —Bueno, no me mires con esa cara de decepción. Soy patólogo, no ingeniero electrónico. —No te enfades, madre. No puedo soportarlo. No ahora. Salió de la cabina. Y ella le siguió angustiada. Haber enterrado a la tripulación y a sus compañeros científicos había sido una prueba para él. La sangre siempre le había hecho sentirse enfermo y mareado; apenas pudo controlar sus manos lo suficiente como para ayudarla a recoger los huesos y las entrañas desperdigados. Él había querido echar los cadáveres...