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El Hipocampo de Oro - Abraham Valdelomar

  Como la cabellera de una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el viento, semejaba un bersaglieri vigi­lando la casa de la viuda. La viuda se llamaba la señora Glicina.  La brisa del mar había deshilachado las hermosas hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el polvo de las lejanas islas, habíala tos­tado de un tono sepia y, soplando constantemente, había inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera dijéra­se el resto de un arco antiguo suspendiendo aún el capitel caprichoso. La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indíge­nas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada, que a ratos, al medio día, despertábase al grito gutural de la gaviota casera; sacaba de la concha facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un dardo; dejaba caer dos...