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Mostrando las entradas etiquetadas como despedida

Años - Cesare Pavese

De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo, esa noche, que tenía que irme, o irse ella - ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejase que probásemos de nuevo: estaba tumbado a su  lado y la  abrazaba. Ella  me dijo: - ¿Con qué finalidad? - Hablábamos en voz baja, a oscuras. Luego Silvia se durmió, y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que fuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmig...

La mujer del sacerdote budista - Oliver Schreiner

Hace muchos años, en un piso londinense situado al final de largos tramos de escalera, ardía el fuego en una chimenea. En las paredes se veían las marcas que habían dejado los cuadros, ya descolgados; el papel pintado tenía florecillas azules, en el suelo había una alfombra azul de fieltro, y junto al fuego, a un lado, una mujer en una silla. En aquel momento se abrió la puerta y entró la anciana que se ocupaba del portal. -¿Quiere algo esta noche?- preguntó. -No, sólo estoy esperando una visita; cuando haya venido, me iré, -¿Se han llevado ya todas sus cosas? -Sí, dejo sólo esto. La anciana bajó de nuevo, pero volvió a subir con una taza de té en la mano. -Bébase esto, sienta bien: nada ayuda tanto como el té cuando una se ha pasado el día embalando cosas. La joven que estaba junto al fuego no le dio las gracias, pero acarició la mano de la mujer de la muñeca a los dedos. -Me despediré de usted cuando salga. La mujer atizó el fuego, echó los últimos carbones y se m...

La capa - Dino Buzzati

Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas. Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad. Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás...» Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qu...