En aquel momento se abrió la puerta y entró la
anciana que se ocupaba del portal.
-¿Quiere algo esta noche?- preguntó.
-No, sólo estoy esperando una visita; cuando
haya venido, me iré,
-¿Se han llevado ya todas sus cosas?
-Sí, dejo sólo esto.
La anciana bajó de nuevo, pero volvió a subir
con una taza de té en la mano.
-Bébase esto, sienta bien: nada ayuda tanto
como el té cuando una se ha pasado el día embalando cosas.
La joven que estaba junto al fuego no le dio
las gracias, pero acarició la mano de la mujer de la muñeca a los dedos.
-Me despediré de usted cuando salga.
La mujer atizó el fuego, echó los últimos
carbones y se marchó. Cuando hubo salido, en lugar de tomarse el té, la joven
sacó una pequeña pitillera de plata del bolsillo y encendió un cigarrillo. Fumó
un rato junto al hogar; después se levantó y anduvo por la habitación.
Poco después se sentó de nuevo al lado de la
chimenea. Tiró la colilla del cigarrillo al fuego y empezó otra vez a ir y
venir con las manos a la espalda. Regresó a su asiento y encendió otro
cigarrillo. Volvió a dar vueltas por la habitación. Luego se sentó y contempló
el fuego; unió con fuerza las palmas de las manos y se quedó mirándolo
fijamente.
Se oyó entonces un rumor de pasos en la
escalera y alguien llamó a la puerta.
La mujer se levantó, echó la colilla a las
llamas y dijo sin moverse del sitio:
-¡Adelante!
Se abrió la puerta y apareció un hombre
vestido de etiqueta con un sobretodo abierto.
-¿Me permite? No he podido librarme de esto
abajo, no he visto dónde dejarlo. -Se quitó el abrigo-. ¿Cómo está usted? ¡Esto
es un auténtico nido!
Ella le indicó una silla.
-Espero que no le moleste que le haya pedido
que venga.
-Oh, no. Estoy encantado. Pero he encontrado
la nota en mi club hace veinte minutos. ¿Así que se va a la India? ¡Qué
maravilla! Pero ¿qué va usted a hacer allí? Si no me equivoco, fue Grey quien
me contó hace seis semanas que se iba usted, aunque lo comentó como una de esas
historias míticas que no merecen mucho crédito. Sin embargo, todavía no lo
entiendo, a mí no me sorprende nada. -La miró con una expresión entre divertida
e interesada-. ¡Cuánto tiempo desde que nos vimos por última vez! ¿Seis meses?
¿Ocho?
-Siete -dijo ella.
-De veras, tenía la sensación de que me evitaba
usted. ¿Qué ha estado haciendo todo este tiempo?
-Oh, he estado ocupada. ¿No quiere un
cigarrillo? -preguntó ella tendiéndole la pitillera.
-¿Fumará usted también? Ya sé que no le parece
bien fumar en presencia de hombres, pero puede hacer una excepción en mi caso.
-Gracias. -La mujer encendió el suyo y le pasó
las cerillas.
-Pero dígame, de verdad, ¿qué ha estado
haciendo todo este tiempo? Ha desaparecido usted de la vida civilizada. Cuando
estuve en casa de los Graham en primavera, dijeron que iba usted a ir y, al
final, en el último momento, se echó atrás. Nos decepcionó a todos. ¿Y qué la
lleva ahora a la India? ¿Va a ir a predicar la doctrina social y la igualdad
intelectual a las mujeres hindúes e incitarlas a la revuelta? ¿Se casará usted
con un viejo sacerdote budista, construirá una casita en lo alto del Himalaya y
vivirá allí, hablando de filosofía y meditando? Me parece que eso es lo que a
usted le gustaría. ¡No me sorprendería nada si me dijeran que lo ha hecho!
Ella se rió y sacó la pitillera. La mujer fumó
lentamente.
-Llevo aquí mucho tiempo, cuatro años, y
quiero cambiar. Me alegré de ver lo bien que le fue en las elecciones -añadió
ella-. Tenía usted un gran interés, ¿verdad?
-Oh, sí. La lucha fue reñida. Eso dice en mi
favor, aunque no era exactamente un asunto personal. Pero fue para mí una gran
inquietud.
-¿No le parece que se equivocó al enviar
aquella carta a los periódicos? -preguntó ella-. El silencio habría reforzado
su postura.
-Sí, tal vez sí; ahora lo creo, pero me
aconsejaron que la enviara. De todos modos hemos ganado, así que qué más da
-dijo él, recostándose en la silla.
-¿Está usted bien?
-Oh, sí, muy bien; aburrido. Algunas veces uno
no sabe para qué sirve tanto trabajo y tanto esfuerzo.
-¿Adónde irá de vacaciones este año?
-Oh, a Escocia, imagino; siempre voy allí; a
la vieja casa.
-¿Por qué no va a Noruega? El cambio sería
mayor para usted y significaría mayor descanso. ¿Le llegó un libro sobre la
caza en Noruega?
-¿Fue usted quien me lo envió? ¡Qué amable! Lo
leí con mucho interés. Estaba casi decidido a ponerme en camino en el acto.
Supongo que es la vis inertiae que nos invade a medida que nos hacemos
mayores lo que nos devuelve a los orígenes. Sería mucho mejor cambiar.
-Hay una lista al final del libro de las cosas
exactas que hay que llevar -dijo ella-. Me pareció que ahorraba molestias;
podría dársela a su criado y dejar que él se ocupara de todo. ¿Todavía lo
tiene?
-Oh, sí. Me es tan fiel como un perro, me
parece que no me abandonaría por nada. No me deja ir a cazar porque el pasado
otoño me hice un esguince en el pie y tengo que ir a escondidas. Cree que no
puedo tenerme en la silla con un esguince de tobillo; pero es muy buena
persona; me cuida como una madre. -Fumó en silencio; el fuego brillaba en su
chaqueta negra-. Pero ¿para qué se va usted a la India? ¿Conoce a alguien allí?
-No -dijo ella-, pero creo que es un lugar
espléndido. Siempre he sentido gran interés por el Oriente. Es una vida
compleja e interesante.
El se volvió y la miró.
-Va a buscar nuevas experiencias, dirá usted,
imagino. Nunca he conocido a una mujer que se echara a perder como lo hace
usted; una mujer con su atractivo que permitiera que se le escapara la vida
entre los dedos y no hiciera nada por evitarlo. Debe de ser usted la mujer de más
éxito de todo Londres. Oh, sí; ya sé lo que me va a decir: «Me da igual». Y ahí
está la cosa: no le da igual. Va usted en pos de experiencias, va a conseguirlo
todo, y nunca lo consigue. Dice que escribirá cuando sepa suficiente y nunca
está satisfecha. Tendría que estar ganando dos mil al año pero le da igual.
¡Ahí está la cuestión! Vivir, enterrarse con un montón de antiguallas. Nunca
hará nada. Podría tenerlo todo y lo deja escapar.
-Oh, tengo una vida muy plena -dijo ella-. Hay
dos cosas que son realidades absolutas, el amor y el conocimiento, y no es
posible eludirlas. -Había tirado el cigarrillo y contemplaba el fuego con una
sonrisa.
-He dejado este piso a una amiga mía -añadió,
mirando a su alrededor y sonriendo-. No sabe que le voy a dejar estas cosas. Le
gustarán porque son mías. El mundo es muy hermoso, me parece a mí... delicioso.
-Oh, sí. Pero ¿qué hace usted con él? ¿Qué
partido le saca? Debería sentar la cabeza y casarse, como las demás mujeres, en
lugar de vagar por el mundo hasta la India y la China y Dios sabe dónde. Está
arruinando su vida. Se rodea siempre de todo tipo de gente insólita. Si oigo
que un hombre o una mujer es gran amigo suyo, siempre me digo: «¿Y a éste qué
le pasa? ¿Ha perdido su dinero, se ha echado a perder él? ¿Tiene una enfermedad
incurable?». Diría que sólo puede parecerle interesante una persona que padezca
algún mal de mente o de cuerpo. Me parece que adora usted los harapos. ¡Mira
que venir a encerrarse en un lugar así, lejos de todos y de todo! Es un error;
es una majadería.
-Soy muy feliz -contestó ella-. Mire -dijo,
inclinándose hacia el fuego con las manos sobre las rodillas-. Lo que importa
es que algo te necesite. No es una cuestión de amor. Para qué estar cerca de
algo si otras personas pueden ser de la misma utilidad que uno. Si los demás
pueden ser más útiles es puro egoísmo. Lo que establece el lazo orgánico de la
unión es la necesidad que unas cosas tienen de otras. A usted le gustan las
montañas y los caballos, pero ellos no lo necesitan; Así pues, ¡de qué sirve
decir nada! Imagino que lo más delicioso de la vida es sentir que algo te
necesita y entregarse en el momento en que seamos necesarios. Aquello que no te
necesita... hay que quererlo con cierta distancia.
-Oh, pero una mujer como usted debería casarse,
debería tener hijos. Se malgasta usted en el primer mendigo anciano, la primera
mujer desamparada o el primer criminal fugitivo con que se encuentra; será
estupendo para ellos, pero para usted es un error. -Tocó suavemente la ceniza
con la punta del dedo y la tiró-. Yo sí tengo la intención de casarme -dijo,
volviendo a apoyar un codo sobre una rodilla y a ladear la cabeza, de modo que
ella le veía el cabello castaño con rizos menudos un poco entreverados de gris
en las sienes-. Es cosa curiosa que cuando un hombre alcanza cierta edad quiera
casarse. No se enamora; no es que tenga planes concretos; es la sensación de
que debe tener casa, mujer y niños. Supongo que es el mismo tipo de sensación
que empuja a los pájaros a fabricar nidos en determinadas épocas del año. No es
amor; es algo más. Cuando era joven despreciaba a los hombres que se casaban y
me preguntaba por qué lo hacían; podían perderlo todo y no ganaban nada. Pero,
cuando un hombre alcanza los treinta y seis, sus sentimientos cambian. No es amor
o pasión lo que quiere; es un hogar; es una esposa y niños. Puede tener casa y
criados, pero no es lo mismo. Yo habría dicho que a las mujeres les pasaba
igual.
Ella guardó silencio un minuto, sosteniendo un
cigarrillo entre los dedos; después dijo lentamente:
-Sí, algunas veces la mujer siente un curioso
deseo de tener un hijo, especialmente cuando se acerca a los treinta o los
sobrepasa. Es distinto al amor por una persona en concreto. Pero es algo que
hay que superar. Para una mujer, el matrimonio es mucho más serio que para un
hombre. Puede pasarse la vida sin encontrar al hombre al que sea capaz de
querer y, si lo encuentra, quizá no sea conveniente o posible. El matrimonio se
ha convertido en algo muy complejo, ahora que se ha transformado en algo tan
intelectual. ¿No quiere otro?
Le tendió la pitillera.
-Puede encenderlo con el mío.
Se inclinó para encenderlo.
-Es usted un hombre que debería casarse. No
tiene un trabajo que absorba su pensamiento y en el que interfiera una mujer;
el matrimonio lo completaría. -Se reclinó, fumando serenamente.
-Sí -dijo él-. Pero hay demasiadas cosas que
hacer en esta vida; nunca encuentro el momento de buscar una mujer y no me
atraen esas bellezas sonrosadas tan comunes y que tanto gustan a algunos
hombres. Yo necesito otra cosa. Si he de tener una esposa, tendré que ir a
América a buscarla.
-Sí, una americana le convendrá más.
-Sí -dijo él-. No quiero una mujer a la que
cuidar; tiene que ser autosuficiente y tampoco tiene que ser aburrida. Usted ya
sabe lo que quiero decir. La vida está demasiado llena de preocupaciones para
ocuparse además de una criatura indefensa.
-Sí -dijo ella levantándose y apoyando el codo
en la chimenea-. El tipo de mujer que usted desea debe ser joven y fuerte; no
es necesario que sea demasiado hermosa, pero tiene que ser atractiva; tiene que
tener energía, pero no una individualidad demasiado acusada; tiene que ser en
gran medida neutra; no debe mostrar por usted una devoción demasiado apasionada
o demasiado profunda, pero sí respaldarlo de modo completamente racional. Debe
tener los mismos objetivos y gustos que usted. Ninguna mujer tiene derecho a
casarse con un hombre si se va a ver obligada a moldearse para adaptarse a él.
Quizá ella podría desearlo, pero, por muy apasionadamente que se lo proponga,
nunca podrá ser lo que otras mujeres son sin esfuerzo. El carácter dominará
todo lo demás y acabará saliendo. -La mujer miró el fuego-. Cuando se case
usted, no debe hacerlo con una mujer que lo halague demasiado. Es siempre señal
de algún tipo de falsedad. Si una mujer lo ama como a ella misma, lo criticará
y lo comprenderá como si fuera ella misma. Dos personas que van a pasar juntas
toda la vida deben ser capaces de mirarse a los ojos y decirse la verdad. Eso
ayuda en la vida. Encontrará muchas mujeres así en América -dijo ella-, mujeres
que lo ayudarán a triunfar, que no lo arrastrarán hacia abajo.
-Sí, ésa es mi idea. Pero ¿de dónde voy a
sacar a la mujer ideal?
-Vaya y búsquela. Vaya a América en lugar de
ir a Escocia este año. Hará bien. Un hombre tiene derecho a buscar lo que
necesita. En el caso de las mujeres es distinto; ésa es una de las diferencias
radicales entre hombres y mujeres. -Bajó la vista hacia el fuego-. Es una ley
de la naturaleza femenina y de las relaciones entre los sexos. No hay en ello
nada arbitrario y convencional, del mismo modo que no lo hay tampoco en el
hecho de que la mujer dé a luz al hijo y el varón no. Desde un punto de vista
intelectual podemos ser iguales. Imagino que si cincuenta hombres y cincuenta
mujeres tuvieran que resolver un problema matemático lo harían del mismo modo;
cuanto más abstracto e intelectual es el terreno, más nos parecemos. Cuanto más
nos acercamos a lo personal y lo sexual, más distintos somos -dijo-. Si tuviera
que representar la naturaleza del hombre y de la mujer con un diagrama,
pintaría dos círculos; el lado derecho de ambos lo pintaría de rojo brillante;
después lo difuminaría hasta que en el lado izquierdo se transformara en azul
para uno y verde para el otro. Esa zona representa el sexo y, cuanto más te
acercas, más distintos son los colores de los discos. Pero, si giras los discos
para que se toquen los lados rojos, parecen exactamente iguales; si los giras
hasta que entren en contacto el verde y el azul, parecerán totalmente distintos.
Por ese motivo vemos que los hombres brutales y sensuales invariablemente creen
que las mujeres son totalmente distintas a los hombres, son otro tipo de
criaturas; y los hombres muy cultos e intelectuales algunas veces creen que
somos exactamente iguales. El amor sexual puede ser, en sustancia, idéntico
para ambos; en la forma de su expresión tiene que distinguirse. La culpa no es
del varón, es cosa de la naturaleza.
»Si un hombre ama a una mujer, tiene derecho a
intentar que lo quiera porque puede hacerlo abiertamente, directamente, sin someterse.
No es necesario que haya sutilezas, vías indirectas. En el caso de las mujeres
no es igual; la mujer no puede aceptar un amor que no se ponga a sus pies. La
naturaleza ordena que nunca muestre lo que siente; la mujer que dijera a un
hombre que lo amaba habría levantado para siempre entre ambos una barrera
insuperable; y, si lo atrajera sutilmente, utilizando medios de mujer, con
silencios, sutilezas, tirando el pañuelo, con visitas sorpresa, con la amable afirmación
de que no pensaba verlo cuando había hecho un largo viaje sólo para eso,
estaría condenada. Conseguiría el amor, pero lo habría profanado con astucias;
no tendría valor. Por ello, en la relación con el otro sexo, la mujer debe
quedarse de brazos cruzados; sólo tiene derecho a tomar el amor que se postra a
sus pies y le ruega que lo acepte. He aquí la verdadera diferencia entre un
hombre y una mujer. Ustedes pueden ir en pos del amor porque pueden hacerlo
abiertamente; nosotras no podemos porque debemos hacerlo con argucias. La mujer
tiene que quedarse de brazos cruzados.
»Por supuesto, la amistad es diferente. En ese
terreno nos encontramos en pie de igualdad con los hombres; es posible pedir a
un amigo que venga a verte, como acabo de hacer con usted. Ése es el atractivo
que tiene el intelecto y la vida intelectual para una mujer, permite que se
aflojen los grilletes; y ése es el motivo de que se retraiga tanto ante el
sexo. Tal vez si estuviera muriéndose o se encontrara en una situación igual de
grave, podría... La muerte significa mucho más para una mujer que para un
hombre; si una mujer sabe que se muere, puede mirar el mundo que la rodea y
sentir que las ataduras de su sexo, que la han quebrado y aplastado toda la
vida, han desaparecido: no existe ya la mujer, sólo queda el ser humano, capaz
de tratar a su entorno en pie de igualdad.
»No hay motivo para que no vaya usted a
América y busque esposa con total deliberación. No debe decir mentiras. Busque
hasta que encuentre a una mujer a la que quiera de veras, que le convenga sin
la menor duda y no sólo la ame, y pídale entonces que se case con usted. Tienen
que tener niños; la vida de un anciano sin hijos es muy triste.
-Sí, tendría que tener hijos. Ahora muchas
veces pienso que para qué sirve todo esto, este trabajo, este esfuerzo, si no
tengo a nadie a quien dejárselo. Es un vacío, imaginemos que consigo...
-¿Imaginemos que consigue su título?
-Sí. ¿De qué me sirve si no tengo a nadie a
quien legárselo? Ésa es la sensación que tengo. Es muy raro estar sentado
hablando de esto con usted. Pero es usted tan distinta a otras mujeres... Si
todas fueran como usted, sus teorías de la igualdad entre hombres y mujeres
funcionarían. Es usted la única mujer con la que puedo estar sin darme cuenta
de que es una mujer.
-Sí -dijo ella. Siguió contemplando el fuego
-¿Cuánto tiempo piensa estar en la India?
-Oh, no voy a volver.
-¡No va a volver! Eso es imposible. Romperá el
corazón de la mitad de la gente de por aquí si no vuelve. No he conocido nunca
a una mujer con una capacidad semejante para atrapar el corazón de los hombres,
a pesar de esa filosofía suya. No sé -añadió con una sonrisa- si no habría
caído yo también en esa trampa (hace tres años casi creí caer) si no hubiera
estado usted siempre atacándome de modo tan incontinente y persistente en todos
los aspectos y en todas las ocasiones. No me gusta el dolor, las bofetadas me
enfrían. Pero no parece tener ese efecto en otros hombres... El año pasado,
cuando estuve en el campo, conocí a un individuo ridículo. Ya sabe cómo se
llama... -Agitó los dedos mientras hacía memoria-... Un individuo grande, de
bigote amarillo, un comandante que se ha ido ahora a la costa oriental de
África; las señoras sacaron a la luz que llevaba siempre una fotografía de
usted en el bolsillo; y tenía la costumbre de sacar trocitos de artículos que
usted había publicado y enseñárselos a la gente con aire misterioso. Casi se
batió en duelo con un hombre una noche, después de la cena, porque habló de
usted de un modo que le pareció inapropiado...
-No me gusta hablar de los hombres que me han
querido -dijo ella-. Por pequeño e insignificante que fuera ese individuo, me
ofreció lo mejor de sí mismo. No hay nada ridículo en el amor. Me parece que
una mujer debe pensar que todo el amor que los hombres le han dado y que ella
no ha podido devolver es como una corona que le han puesto encima; tiene que
intentar crecer para estar a su altura. No puedo soportar la idea de que todo
el amor que se me ha dado se ha malgastado en alguien que no lo merecía. Esos
hombres han sido encantadores y me han hecho un gran honor. Les estoy
agradecida. Si un hombre te dice que te quiere -dijo, mirando el fuego-, si
descubre su pecho ante ti para que lo golpees a voluntad, lo menos que puedes
hacer es extender la mano y ocultarlo de la mirada de los demás. Si fuera una
cierva y un ciervo se hiriera al perseguirme, aunque no pudiera tenerlo como
compañero, me quedaría quieta y echaría tierra con la pezuña sobre el lugar en
el que hubiera vertido su sangre; el resto de la manada no sabría que se había
herido siguiéndome. Taparía la sangre, si fuera una cierva -repitió, y guardó
silencio. Luego se sentó en la silla y añadió con la mano extendida-: Sin
embargo, no pienso lo mismo que todo el mundo sobre el amor. Creo que el amado
otorga un bien a quien ama, tan grande y hermoso es haber sido amado. Creo que
el hombre debería dar las gracias a la mujer o la mujer debería dar las gracias
al hombre que la ha amado, haya sido correspondido o no, los hayan separado o
no las circunstancias. -Se frotó la rodilla suavemente con la mano.
-Bueno, tengo que irme -dijo él, sacándose el
reloj-. Es tan fascinante hablar con usted que podría quedarme toda la noche,
pero tengo todavía dos compromisos.
Se puso en pie; ella se puso en pie también y
lo miró un momento.
-¡Qué buen aspecto tiene usted! Me parece que
ha descubierto el secreto de la eterna juventud. No aparenta ni un día más que
cuando lo conocí, hace cuatro años. Parece como si estuviera siempre entre
llamas ardientes y no se quemara nunca.
El la miró con expresión divertida, tal como
se mira a un niño interesante o a un gran perro de Terranova.
-¿Cuándo volveré a verla?
-¡No volverá a verme!
-¡No volveré a verla! Tenemos que conseguir
que vuelva; usted pertenece a este lugar. Se cansará de su budista y volverá
con nosotros.
-¿No le molesta que le haya pedido que venga a
despedirse? -preguntó ella con aire infantil, impropio de la determinación que
mostraba cuando hablaba de cosas impersonales-. Quería decir adiós a todo el
mundo. Si no te despides, te sientes inquieto y tienes la sensación de que
deberías regresar. Cuando te despides de todos tus amigos, sabes que todo ha
terminado.
-Oh, no es una despedida definitiva, volverá
usted dentro de diez años y compararemos nuestras experiencias: las suyas con
su sacerdote budista y yo con mi bella americana ideal; y veremos a quién le ha
ido mejor.
Ella se echó a reír.
-Seguiré sus andanzas por los periódicos, así
que no estaremos del todo distanciados; y tal vez le lleguen noticias mías.
-Sí, espero que tenga mucho éxito.
Ella lo estaba mirando de pies a cabeza, con
los ojos muy abiertos. Él se volvió hacia la silla de la que colgaba su abrigo.
-¿Lo ayudo a ponérselo?
-Oh, no, gracias.
Él se puso el sobretodo.
-Abróchese hasta arriba -dijo ella-. En esta
habitación hace calor.
Él se volvió hacia ella, con el abrigo y los
guantes puestos. Se encontraban cerca de la puerta.
-Bien, adiós. Que le vaya bien
Él la miraba, envuelto en su sobretodo. Ella
alzó la mano un poco.
-Quisiera pedirle algo- dijo rápidamente.
-¿Qué es?
-¿Le importaría besarme?
Él la miró unos instantes y se inclinó hacia
ella.
No podría decirlo con certeza, pero años
después tuvo siempre la sensación de que ella extendió la mano y se la puso en
la coronilla con una caricia extraña y suave, con el gesto de una madre cuando
el niño duerme y no quiere despertarlo. Después se dio la vuelta y ella
desapareció. La puerta se había cerrado sin hacer ruido. Se quedó quieto unos
momentos, se dirigió a la chimenea y contempló una colilla, retrocedió hasta la
puerta y la abrió. La escalera estaba oscura y en silencio. Tocó la campanilla
con violencia. La anciana subió. Le preguntó dónde estaba la señora. Ella le
dijo que había salido, tenía un coche esperando. Él le preguntó cuándo
volvería. La anciana le dijo: «No volverá»; se había ido. Él preguntó adónde se
había ido. La mujer dijo que no lo sabía, había dado instrucciones de que le
guardaran las cartas durante seis u ocho meses hasta que escribiera comunicando
su dirección. Él preguntó si tenía alguna idea de dónde podría encontrarla. La
mujer dijo que no. Él dio unos pasos hasta un rincón de la pared donde había
habido un cuadro y se quedó mirando como si siguiera ahí colgado. Hizo un gesto
con los labios como si lanzara un largo silbido, pero nada se oyó. Dio a la
mujer diez chelines y bajó la escalera.
Habían transcurrido ocho años desde entonces.
¡Qué hermosa debe de haber sido la vida para
quien sigue pareciendo tan joven!
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