Pena de muerte - Georges Simenon
Aquella mañana, Lucas le había
telefoneado desde el bulevar de Batignolles:
—Los pájaros tienen aspecto de
querer volar... La mujer del cuarto acaba de decirme que están cerrando sus
maletas...
A las ocho, Maigret estaba de
guardia en un taxi, no lejos del hotel Beauséjour, con una maleta a sus pies.
Llovía. Era domingo. A las ocho y
cuarto, la pareja salía del hotel con tres maletas y llamaba a un taxi. A las
ocho y media, éste se detenía ante una cervecería de la estación del Norte,
frente al gran reloj. Maigret bajaba también de su coche y, sin esconderse, se
sentaba en la terraza, en un velador contiguo al de sus "pájaros".
No sólo llovía, sino que hacía
frío. La pareja se había instalado cerca de un brasero. Cuando el hombre
distinguió al comisario, a su pesar, hizo un movimiento con la mano hacia su
sombrero hongo y, sin embargo, su compañera apretaba más contra ella su abrigo
de pieles.
Los demás también tomaban ponche y
los que pasaban les rozaban. El camarero iba y venía. La vida de un domingo por
la mañana alrededor de una gran estación continuaba como si no estuviese en
juego la cabeza de un hombre.
La aguja, por su parte, avanzaba a
sacudidas por el cuadrante del reloj y, a las nueve, la pareja se levantó, se
dirigió hacia una ventanilla.
—Dos segundas "ir"
Bruselas...
—Segunda simple a Bruselas —dijo
Maigret como un eco.
Luego los andenes atestados, el rápido en el que había que encontrar sitio, un compartimento, en la cabeza, cerca de la máquina, en donde por fin la pareja se acomodó y en donde el comisario colocó su maleta en la red. La gente se abrazaba. El joven del sombrero hongo bajó para comprar periódicos y volvió con un paquete de semanarios y revistas ilustradas.
—No. La inspección tiene lugar en
el tren, a partir de Saint—Quentin...
Los arrabales, luego bosques hasta
donde alcanzaba la vista; después Compiègne, en donde no se detuvo más que el
tiempo de la parada.
El joven, de tanto en tanto,
levantaba los ojos de su periódico y su mirada recorría el plácido rostro de
Maigret.
Estaba cansado, era cierto.
Maigret, que también echaba las mismas ojeadas furtivas, le encontraba más
pálido que los demás días, todavía más nervioso, más crispado, y hubiera jurado
que sería incapaz de decirle lo que leía desde hacía una hora.
—¿No tienes hambre? —preguntó la
joven.
Se fumaba cigarrillos y pipas.
Estaba oscuro. Las aldeas dejaban ver calles mojadas y vacías, iglesias en las
que tal vez se decía la misa mayor.
Y Maigret tampoco intentaba volver
a sopesar los hechos uno a uno, precisamente por temor al hastío, porque
después de dos semanas y media sólo pensaba en aquel asunto.
El joven, frente a él, iba vestido
sobriamente, más como un inglés que como un parisino: traje gris hierro, abrigo
gris sin botones aparentes, sombrero hongo y, para completar el conjunto, un
paraguas que había colocado en la red inferior.
Si se hubiese pronunciado su nombre
en el compartimento, todo el mundo hubiese temblado, porque, entre los
periódicos diseminados sobre las rodillas, la mitad por lo menos hablaban
todavía de él.
Un bonito nombre: Jehan d'Oulmont.
Una excelente familia belga, varias veces representada en la Historia. Jehan
d'Oulmont era rubio; tenía los rasgos bastante finos, pero la piel, demasiado
sensible, enrojecía con facilidad, y los rasgos fácilmente agitados por tics
nerviosos.
Por dos veces Maigret le había
tenido frente a él, en su despacho de la Policía Judicial y, por dos veces,
durante horas, había intentado en vano hacer doblegar al joven.
—¿Admite que desde hace dos años es
la desesperación de su familia?
—¡Eso le importa a mi familia!
—Después de haber iniciado sus
estudios de Derecho, le han echado de la Universidad de Lovaina por notoria
mala conducta.
—¡Perdón! Con una mujer a la que un
negociante de Anvers mantenía...
—¡El detalle carece de importancia!
—Maldecido por su familia, vino a
París... Se le ha visto sobre todo en las carreras y en los locales
nocturnos... Se hacía llamar conde d'Oulmont, título al que no tiene derecho...
—Hay gentes a las que esto les
gusta...
Siempre la misma sangre fría, a
despecho de una palidez enfermiza.
—Conoció a Sonia Lipchitz y no
ignoraba nada de su pasado...
—Yo no me permito juzgar el pasado
de una mujer...
—A los veintitrés años, Sonia
Lipchitz ya ha tenido numerosos protectores... El último le dejó una cierta
fortuna que ella ha dilapidado en menos de dos años...
—Lo que prueba que no soy
interesado, porque, en ese caso, habría llegado demasiado tarde...
—No ignora que su tío, el conde
Adalbert d'Oulmont —se tiene, en su familia, gusto por los nombres originales—,
no ignora, digo, que bajaba cada mes a París por algunos días, en el hotel del
Louvre...
—Para vengarse de la vida austera
que se cree obligado a llevar en Bruselas...
—¡Sea!... Su tío, antiguo
acostumbrado al hotel, reservaba siempre el mismo apartamento, el 318... Cada
mañana montaba a caballo, en el Bois, almorzaba a continuación en un cabaret de
moda y luego se encerraba en su apartamento hasta las cinco...
—¡Debía necesitar reposo!
—replicaba cínicamente el joven— ¡A su edad!...
—A las cinco hacía subir al
peluquero y a la manicura y...
—Y frecuentaba a continuación,
hasta las dos de la mañana, los lugares en los que se encuentran mujeres
hermosas...
Porque si el conde d'Oulmont, en
cierta época de su vida, había sido un diplomático distinguido, era forzoso
admitir que con la edad se había identificado poco a poco con el repertorio de
viejos verdes y que no le faltaba ni la peluca.
—Y le ayudó varias veces con sus
subsidios...
—Y con sus lecciones de moral...
Una cosa compensa la otra...
—Dos días antes del drama, en un
bar de los Champs Elysées, usted le presentó a su amante Sonia Lipchitz...
—Como usted le hubiese presentado a
su mujer...
—¡Perdón! Tomaron el aperitivo los
tres y luego, bajo el pretexto de una cita de negocios, usted les dejó solos...
En este momento, usted estaba, usted y Sonia, como se dice, a dos velas.
Después de haber vivido largo tiempo en el hotel Berry, cerca de los Champs
Elysées, en donde dejó a una ardiente coqueta, cuesta verle ahora yendo a parar
a un hotel más que modesto del bulevar Batignolles...
—Hay que creer que Sonia no le
gustó a su tío, que la dejó inmediatamente después de cenar para ir a un
pequeño teatro...
—Dos días después, el viernes,
hacia las tres y media, el conde d'Oulmont era asesinado en su apartamento, en
donde, como de costumbre, echaba la siesta... Según el dictamen del forense,
fue abatido por un golpe violento propinado por medio de un tubo de plomo o una
barra de hierro...
—Ya he sido registrado... —contestó
socarronamente el joven.
—¡Lo sé! E incluso tenía una
coartada. Me enseñó, al día siguiente, su carnet de apuestas, porque usted es
un aficionado a las carreras... La tarde de la muerte, estaba en Longchamp y
apostó a dos caballos en cada carrera... Tickets de la Mutua, encontrados en su
abrigo, lo han establecido así y camaradas suyos le vieron una o dos veces en
el transcurso de la tarde...
—Lo que no impide que hubiese
tenido tiempo, en el curso de la reunión, de subir a un taxi y llegar hasta su
tío...
—Conoce lo bastante el hotel del
Louvre para saber que no se presta atención a las idas y venidas de los
clientes habituales... Sin embargo, un botones cree acordarse...
—¿No le parece que es demasiado
vago?
—Una suma de treinta y dos mil
francos en billetes franceses le fue robada a su tío.
—¡De tenerlos, hubiera tenido
tiempo de pasar la frontera!
—También lo sé. No se encontró nada
en su hotel. ¡Mejor! Dos días más tarde, su amante empeñaba sus dos últimos
anillos en el Crédito Municipal y usted vive ahora de los cinco mil francos que
ella recibió a cambio...
¡Ése era todo el asunto! Dicho de
otra manera, casi el crimen perfecto. La coartada era de las que no se pueden
contradecir con éxito. Gente había visto a Jehan en las carreras aquella tarde.
Pero, ¿a qué hora?
Había jugado. Pero, en ciertas
carreras, su amante había podido jugar por él y no hay mucha distancia entre
Longchamp y la calle Rivoli.
¿Un tubo de plomo, una masa de
hierro? Todo el mundo puede procurarse uno y desembarazarse de él sin
dificultad. Y todo el mundo, con un poco de habilidad, puede introducirse en un
gran hotel sin hacerse notar.
¿El golpe de los anillos empeñados
a los dos días? ¿El carnet de apuestas de d'Oulmont?
—Usted mismo admite —decía este
último— que mi buen tío recibía a veces mujeres en su cuarto. ¿Por qué no busca
por ese lado?
Y, lógicamente, no había ni una
fisura en su razonamiento. Tenía tan poco que, cuando se presentó en el Quai
des Orfevres, tras dos interrogatorios, y había manifestado el deseo de
volver a Bélgica, se había visto obligado, a falta de elementos suficientes, a
darle la autorización.
He aquí el porqué, desde hacía doce
días, Maigret empleaba su vieja táctica: hacer seguir a su hombre paso a paso,
minuto a minuto, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hacerlo
seguir ostensiblemente a fin de que el hastío, si se producía en uno de los dos
campos, se produjese a su lado.
He aquí por qué también, aquella
mañana, había tomado sitio en el compartimento, frente al joven que, al verle,
había esbozado un saludo y que estaba obligado, durante horas, a representar la
comedia de la desenvoltura.
¡Crimen vicioso! ¡Crimen sin
excusa! ¡Crimen tanto más odioso en cuanto que cometido por un pariente de la
víctima, por un muchacho instruido y sin taras aparentes! ¡Crimen a sangre fría
también! ¡Crimen casi científico!
Para los jurados, esto se traduce
por una cabeza que cae. Y aquella cabeza, un poco pálida, cierto, apenas
coloreada en los pómulos, se levantó para la inspección aduanera.
Faltó poco para que hubiese protestas
en el compartimiento. Maigret había dado órdenes por teléfono y, para la
pareja, el registro fue minucioso, tan minuciosos que se hacia indiscreto.
Resultado: ¡nada! Jehan d'Ouldmont
sonreía con su pálida sonrisa. Sonreía a Maigret. Sabía que era su enemigo. Se
percataba también de que era una guerra de usura, pero una guerra en la que su
cabeza estaba en juego.
Uno lo sabía todo: el asesino.
Cuándo, cómo, en qué minuto, en qué circunstancias había sido cometido el
crimen.
Pero el otro, Maigret, que fumaba
su pipa, a despecho de los gemidos de su vecina, a la que molestaba el tabaco,
¿qué sabía? ¿qué había descubierto?
¡Guerra de agotamiento, sí! Pasada
la frontera, Maigret carecía del derecho de intervenir y se acababan de divisar
los primeros caseríos de Borinage.
Entonces, ¿por qué estaba allí?
¿Por qué se obstinaba? ¿Por qué en el vagón restaurante, a donde la pareja iba
a tomar el aperitivo, se instalaba en la misma mesa, amenazador y silencioso?
¿Por qué en Bruselas, iba al
Palace, en donde Jehan d'Oulmont y su amante tomaban un apartamento?
¿Había descubierto Maigret una
fisura en la coartada? ¿Había olvidado Jehan d'Oulmont algún detalle que le
había traicionado?
¡Claro que no! En ese caso, le
hubiese arrestado en Francia, le hubiese entregado a los tribunales franceses,
lo que comportaba, sin disputa, la pena de muerte...
Y Maigret, en el Palace, ocupaba la
habitación contigua. Maigret dejaba su puerta abierta, bajaba detrás de la
pareja al restaurante, paseaba tras ellos a lo largo de los escaparates de la
calle Neuve, entraba en la misma cervecería, siempre obstinado y tranquilo en
apariencia.
Sonia estaba casi tan febril como
su compañero. Al día siguiente no se levantó hasta las dos y la pareja almorzó
en su habitación. Y oían el sonido del teléfono, porque Maigret encargaba el
almuerzo.
Un día... Dos días... Los cinco mil
francos debían acabarse... Maigret seguía allí, con la pipa en la boca, las
manos en los bolsillos, sombrío y paciente.
Pero ¿qué sabía? ¿Quién hubiera
podido decir lo que sabía?
¡En verdad Maigret no sabía nada!
Maigret "sentía". Maigret estaba seguro del caso, hubiera apostado su
apellido a que tenía razón. Pero en vano había dado vueltas cien veces al
problema en su cabeza, había interrogado a los choferes de París y en
particular a los especialistas en carreras.
—¡Ya sabe! Vemos tanto... ¿Tal
vez...?
Tanto más cuanto que Jehan
d'Oulmont no tenía nada de particular y que las gentes a las que enseñaba su
fotografía reconocían inmediatamente a algún otro.
El olfato no bastaba. La convicción
tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién
se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a
veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se
atiborró de cerveza.
A la lluvia la había reemplazado
una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les
quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían
que echar mano del "tesoro escondido".
Era una vida agotadora y, por la
noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación.
Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo se dejan aplastar antes
que retroceder.
La gente, a su alrededor,
continuaba sin darse cuenta de nada. Se servía al pálido Jehan d'Oulmont como a
un cliente cualquiera sin percatarse de que su cabeza no estaba muy segura
sobre sus hombros. En un dancing, alguien invitó a Sonia; luego desapareció, la
volvió a invitar una hora más tarde y jugó tercamente con su bolso. Ese
alguien, que parecía un joven de buena familia, hizo de lejos una señal de
amistad a d'Oulmont.
Era poca cosa. Transcurría ya el
tercer día en Bruselas. Y sin embargo, en aquel minuto, Maigret tuvo por fin la
esperanza de triunfar.
Lo que hizo entonces era tan poco
corriente en él que la señora Maigret se hubiese quedado de una pieza. Se
dirigió hacia la bar de la boîte y se tomó varias copas en compañía de
mujeres que le asaltaban; pareció divertirse mas allá de los límites admitidos
y acabó, casi vacilante, por invitar a Sonia a bailar.
—¡Si puede tenerse en pie! —dijo
secamente.
Dejó su bolso sobre la mesa,
dirigió una ojeada a su amante, pero éste a su vez salió a bailar con una de
las señoras de la casa.
En aquel momento, mientras las dos
parejas estaban mezcladas entre las demás, bajo una luz anaranjada, ¿quién
hubiera podido prever lo que iba a pasar?
Maigret, acabado el baile, no
estaba solo. Un hombrecillo vestido de negro le acompañaba hasta la mesa de la
pareja y era él quien pronunciaba:
—¿Señor Jehan d'Oulmont?... Sin
ruido... Sin escándalo... Estoy encargado por la Sûreté belga de
detenerle...
El bolso seguía allí, sobre la
mesa. Maigret parecía pensar en otra cosa.
—De una orden de extradición...
Entonces la mano de d'Oulmont
alcanzó el bolso. Luego, de repente, el joven se incorporó, apuntó sobre
Maigret un revólver y...
—He ahí uno que no irá al paraíso
—farfulló.
Una detonación. Maigret seguía de
pie, con las manos en los bolsillos. Jehan, con el revólver en la mano, se
asustaba. Los bailarines huían. El habitual maremágnum...
—¿Comprende? —decía Maigret al jefe
de la Sûreté de Bruselas—. Yo carecía de pruebas. ¡Sólo tenía indicios!
Y le sabía tan inteligente como yo...
"Que había matado a su tío, yo
era incapaz de demostrarlo. Y sin duda hubiese escapado al castigo si...
—Si no hubiese sido antiguo
estudiante de Derecho y si la pena de muerte hubiese existido realmente en
Bélgica... Me explico... En Francia, mató a su tío por necesidad de dinero...
Sabía que allí su cabeza estaba en juego... Refugiado en Bruselas, está seguro
de la extradición si el crimen llega a ser probado... ¡Y yo continúo detrás de
él! Dicho de otra forma, tal vez tengo indicios o pruebas... No tiene
salvación...
"O más bien sí... Una cosa
puede salvarle de la guillotina, una cosa que ya salvó al asesino Danse... El
que comete una nueva muerte, antes de efectuarse la extradición, será juzgado
por la Justicia belga que no conoce la pena de muerte, pero que le enviará a la
cárcel para el resto de sus días...
"Este es el dilema en el que
he querido arrinconarle siguiéndole paso a paso. Carecía de arma. El gesto de
su amante, esta noche, mientras la pareja estaba en las últimas, me ha hecho ver
que habían conseguido, gracias a la complicidad de un antiguo camarada,
procurarse una, que se encuentra en el bolso.
"Durante el baile, un agente
ha cambiado el revólver cargado de balas por uno cargado con salvas...
"Jehan d'Oulmont, asustado,
que se juega la cabeza, prefiere cadena perpetua en Bélgica y dispara...
¡Había comprendido, sí! Había
comprendido que un segundo crimen salvaba la vida al asesino del anciano conde
d'Oulmont.
Por lo demás, la sonrisa sarcástica
del joven proclamaba:
—¡Ya ve como no tendrá mi cabeza!
¡Su cabeza, no! ¡Lo que no impide
que ya no pueda hacer daño!
¡Y que, por fin, Maigret tenía derecho a pensar en otra cosa!
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