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La zambullida - Roald Dahl

     En la mañana del tercer día, el mar se calmó. Incluso los pasajeros más delicados —aquellos que no habían sido vistos a bordo desde que el barco emprendió el viaje— salieron de sus camarotes y se arrastraron hasta la cubierta superior, donde el camarero les atendió amablemente, proporcionándoles sillas extensibles para tumbarse y mantas con que envolverse las piernas, bajo los rayos del pálido sol de enero. Los dos primeros días habían resultado bastante agitados, y aquella repentina calma y la sensación de comodidad que trajo consigo creó una atmósfera más jovial en todo el buque. Cuando anocheció, los pasajeros, con doce horas de buen tiempo detrás de ellos, empezaban a sentirse confiados, y a las ocho, el comedor principal estaba lleno de gente que comía y bebía con el aire complacido y tranquilo de un experto lobo de mar. La cena no había llegado a su mitad criando los pasajeros se dieron cuenta, a causa de una leve fricción entre sus cuerpos y los asientos...

Declaro abierta la sesión - William North Jayme

     Trevor   MacIntosh llevaba un smoking . Estaba subiendo la escalinata de mármol que conducía a la gran biblioteca cupulada donde iba a celebrarse la reunión mensual del Club de los Ciento. Allí, dentro de unos minutos, MacIntosh empezaría a poner en práctica su asombroso plan. Desde luego, el plan era improbable, descabellado, cínico… como el propio MacIntosh hubiera sido el primero en admitir. En cuanto a los demás, hubieran dicho que el plan era irrealizable, que MacIntosh no estaba bien de la cabeza. Eso es lo que los otros miembros hubieran dicho. Pero ni siquiera conocían el proyecto. Desde que se le ocurrió la primera idea, hacía unos meses, MacIntosh no la había compartido con nadie. Como resultado de ello, descubrir si podía ser llevada a la práctica se había convertido para su existencia en algo tan importante como el agua. Le hubiera gustado haber tenido un poco de agua. Ahora que el momento crucial estaba próximo, descubrió que los nervios emp...

Adiós, Mr. Bliss - Joseph Payne Brennan

      El 30 de junio, un día antes de que la Biblioteca Lockridge cerrara sus puertas durante los meses de verano, Mr. Bliss, bibliotecario jefe, hizo acudir a su despacho a Miss Quinby para informarla de que sus servicios no serían ya necesarios al terminar el año. Miss Quinby se sentó en silencio, con los fatigados ojos llenos de lágrimas. Había servido fielmente a la Biblioteca Lockridge por espacio de treinta y cinco años. Al cabo de otros cinco años hubiera podido jubilarse con una pensión. Mr. Bliss jugueteó con su pisapapeles. —No hay por qué tomárselo así, Miss Quinby. Tiene usted seis meses para encontrar otro empleo. Con su experiencia, estoy convencido de que no será problema. Miss Quinby no dijo nada. Mr. Bliss carraspeó. Su voz sonó ligeramente irritada. —En realidad, creo que me estoy portando de un modo muy generoso con usted. Tendrá sus dos meses de vacaciones pagadas, y luego otros cuatro meses para buscar empleo. Seguramente… —Preferiría q...