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Los que se alejan de Omelas - Úrsula K. Le Guin

Con un clamor de campanas que impulsó a las golondrinas a levantar el vuelo, el Festival del Verano llegaba a la ciudad de Omelas, que descollaba radiante junto al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos destellaban con banderas. En las calles, entre las casas de rojos tejados y pintadas tapias, entre los viejos jardines donde crece el musgo y bajo los árboles de las avenidas; frente a los grandes parques y los edificios públicos desfilaba la multitud.    Decorosos ancianos con largas túnicas rígidas malva y gris;  graves y silenciosos artesanos, alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En otras calles, la música sonaba más veloz, un trémulo de batintines y panderetas y la gente iba bailando; la procesión era una danza. Los niños correteaban de una parte a otra y sus gritos se alzaban sobre la música y los cantos como el vuelo cruzado de las golondrinas.    Todos los desfiles serpenteaban hacia el norte de la ciudad, donde en la gra...

El disco - Jorge Luis Borges

Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque.  Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando.  Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque? Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe...

Dominio - José Luis Zárate

  Con una lengua experta. Eso era la primera condición para ser admitidos en su lecho. Y el juego que involucraba sumisión y trajes degradantes, estrechos y húmedos, resbalosos de aceite. Los ojos eran cubiertos con dos esferas desorbitadas. Ella, por supuesto, no llevaba más que el delgado fuelle, y ellos tenían que hacer cada cosa que ella quisiera. -Si digo salta, tú debes decir ¿hasta dónde? Increíblemente había quien deseara todo ello, gente de noble cuna, duques y príncipes que deseaban enfundarse el humillante traje. Ella debía conformarse con ello. A veces, cerrando los ojos, imaginando, recobraba las épocas pasadas y al lejano, añorado, perdido Sapo al que nunca debió darle un beso.

La negra sombra del caballo - Roger Zelazny

 En la gran sala de la  Casa de la Muerte una sombra enorme se proyecta contra el muro, detrás del trono de Anubis. Podría pensarse que se trata de un motivo decorativo, un alto relieve, un fresco, si no fuera porque es totalmente negra y parece contener en sí misma algo de una profundidad infinita. Además, está animada por un imperceptible movimiento. Se trata de la sombra de un monstruoso caballo, y de ningún modo se ve afectada por los estallidos de luz que emiten los dos braseros que arden a una y otra parte del trono. No hay nada en la gran Sala capaz de proyectar una sombra tan grande, pero el que pudiera haber estado con el oído atento en tal lugar podría haber percibido el ruido de una respiración ligera. Con cada espiración audible, las llamas se repliegan, para alzarse a continuación. Se desplaza lentamente a través de la sala y vuelve a posarse en el trono, haciéndose así completamente visible a la mirada a cualquiera que en la Sala hubiera tenido ojos para ...

Las noches de las guitarras rotas - Amparo Dávila

Una tarde de sábado, de esas en las que uno sale a comprar cualquier cosa, o simplemente a vagar horas y horas por el centro de la ciudad y se detiene en cada aparador observando cuidadosamente todos y cada uno de los objetos como si entre ellos se fuera a encontrar una ganga, o alguna otra cosa largo tiempo buscada, mis hijas y yo caminábamos por el pasaje que se encuentra detrás de la Catedral, rumbo al expendio de los herbolarios. Al pasar frente a un comercio de instrumentos musicales donde había violines, chelos, bongos, maracas y, especialmente, guitarras de todos los tamaños, clases y precios, mis niñas se detuvieron embelesadas: — ¡Mira qué linda guitarrita! — exclamó Jaina—. Cómpramela, Shábada. —No puedo ahora, mi vida. —Sí, Shábada, cómpranos una —pidió también Loren. —No traigo dinero, niñas. —Entonces, ¿con qué vas a pagar todas las hierbas que compres? (Jaina sabe muy bien que entre mis grandes aficiones está la de comprar toda hierba, semilla, raíz o corteza qu...

En estado latente - A. E. Van Vogt

  Vieja era la isla. Hasta la cosa que yacía en el canal exterior, expuesta al rudo ir y venir del mar abierto, nunca había adivinado, cuando se hallaba viva, millones de millones de años atrás, que aquí se encontraba un trecho protuberante que databa de una remotísima edad geológica. La isla medía aproximadamente tres millas de largo y, en su punto más ancho, media milla de costa a costa. Allí donde se hallaba una laguna azulada asumía una forma nítidamente serpenteante. Los escuetos y largos arrecifes salientes, donde se remansaban las espumas de las olas, se extendían hasta la punta de la isla. Hubiérase dicho que, con aquella morfología, la naturaleza intentaba trazar la figura de un hombre gigantesco con la cintura doblada, tratando de tocarse los pies sin lograrlo. A través del canal formado por esa brecha, entre los pies y las manos del gigante, batía el oleaje del mar. El mar se oponía al canal. Con interminable paciencia se afanaba por derruir la muralla de rocas, y ...