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Esculturas de Hielo - David B. Silva

  Creí que lo había olvidado. Desde entonces, la primavera, el verano y el otoño han venido y se han marchado, y supongo que me resultó fácil engañarme y creer que el pasado era, por fin, algo que pertenecía a los fríos e imposibles días del ayer. Ojos que no ven, corazón que no siente. Pero las cosas inconclusas tienen la manía de revolotear alrededor de nuestra vida hasta que ya no podemos pasarlas por alto. Supongo que ésa fue la razón que me hizo revelar el carrete. Supongo que ésa fue la razón por la que no me sorprendió la fotografía que siempre supe que estaría allí. El ayer jamás abandona nuestra alma. Simplemente, finge haberse marchado hasta que está listo para regresar... En verano, Eagle Peak era una suave nube blanca colgada en el centro del universo, en algún punto entre el cielo y la tierra. Si inhalabas aquel aire, te helaba el alma. Si formabas un cuenco con tus manos y bebías el agua de su lago, te recordaba cuán vivo estabas.  Cada soplo era el aroma de pino...

Historia del demoniaco pacheco - Jan Potocki

  —Nací en Córdoba, donde mi padre vivía en una situación más que holgada. Mi madre murió hace tres años. Mi padre pareció primero echarla mucho de menos, pero, al cabo de algunos meses, con ocasión de un viaje que hizo a Sevilla, se enamoró allí de una joven viuda, llamada Camila de Tormes. Esa persona no gozaba de muy buena reputación, y varios de los amigos de mi padre trataron de alejarlo de su trato; mas, a pesar de las molestias que ellos se tomaron, la boda se celebró dos años después de la muerte de mi madre. La ceremonia se hizo en Sevilla, y, al cabo de unos cuantos días, mi padre volvió a Córdoba, con Camila, su nueva mujer, y una hermana de Camila, llamada Inesilla. »Mi nueva madrastra respondió perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y sus comienzos en la casa consistieron en querer inspirarme amor. No lo consiguió. Me enamoré, sin embargo, pero fue de su hermana Inesilla. Mi pasión no tardó en hacerse tan fuerte que fui a arrojarme a los pies de mi pad...

El hombre de arena - E. T. A. Hoffmann (parte 7)

Encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos: —¡Suelta! ¡Suelta de una vez! —¡Infame! —¡Miserable! —¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Este no era el trato! —¡Yo hice los ojos! —¡Y yo los engranajes! —¡Maldito perro relojero! —¡Largo de aquí, Satanás! —¡Fuera de aquí, bestia infernal! Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él.  Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes. Pero al instante Coppola, co...

El hombre de arena - E. T. A. Hoffmann (parte 6)

  —¡Separarnos, separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida. El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico. —¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba Nataniel. Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo: —¡Ah…, ah…! —¡Sí, amada estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre! —¡Ah…, ah…! —replicó Olimpia alejándose. Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor. —Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo este sonriendo —: así que, si le complace conve...

El hombre de arena - E. T. A. Hoffmann (parte 5)

  Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible.  Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir. Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzar...