Doctor Bhumbo Singh - Avram Davidson

 La calle Trevelyan había tenido cuatro manzanas de longitud, pero en la actualidad sólo tiene tres, y en su extremo de popa está bloqueada por el linde de un paso superior. (¿Piensan que las palabras «Sin Salida» tienen un sonido siniestro?) El gran edificio del bloque 300 solía estar consagrado al culto de la Iglesia Episcopal Metodista de Mesopotamia (Sur) pero ya no está consagrado a nada y actualmente es un almacén de cola. El edificio pequeño condene la única tienda de comestibles y comidas preparadas al estilo de Bután fuera de Asia; su clientela es escasa. Y el pequeño edificio de madera alberga un minúsculo estudio sumamente oscuro y sucio que vende hechizos, aromas y cabezas contraídas. Sus clientes son todavía más escasos.

Los hechizos son caros, los aromas son exorbitantes y los precios de las cabezas contraídas (por muy de primer corte que sean) son simplemente excesivos.

El estudio, no obstante, tiene un alquiler bajo (tiene un techo bajo, además), no paga permiso de venta (abre, cuando abre, únicamente entre las siete de la noche y las siete de la mañana, horas en que no funciona la oficina municipal de licencias). Y no carece de las ventas suficientes para mantener al propietario, nativo de las islas Andamán, con las pocas, muy pocas cosas sin las que la vida sería insoportable para él: calamar con cari, que come, come y come, irregulares perlas rosadas, que colecciona y luce (a solas y durante la fase izquierda de la luna). También viven allí tupayas. Se dice que estos animales son parientes de los primates, y por tanto, se supone, del hombre. Verdad o mentira, no me importa. El propietario musita en sus diminutas orejas órdenes sumamente abominables y luego los suelta, con gran y siniestra confianza. Y con una risa diabólica.

Los hechos que relato a continuación, los relato a ciencia cierta, porque me los narró mi amigo el señor Solapado. Y jamás se ha sabido que el señor Solapado mintiera.

En cualquier caso, por lo menos, no a mí.

 

—Le deseo una buena noche sin luna, señorón Solapado —dice el propietario al acabar una encapotada y ceñuda tarde de mediados de noviembre—, y ciertamente una mala noche para los que han tenido la fortuna de provocar el sumamente justo descontento de usted.

El propietario se rasca el inmundo lóbulo de una oreja con un inmundo dedo.

(Esa época del año, a propósito, es el mes que fue eliminado del calendario juliano por Julián el Apóstata. Jamás ha aparecido en el calendario gregoriano: un buen detalle, además.)

—Y una buena noche para usted, doctor Bhumbo Singh —dice el señor Solapado—. En cuanto a ellos... Ja, ja!

Cruza sus menudas manos embutidas en guantes color lila sobre la empuñadura de su muleta. Incluso varios supuestos expertos han afirmado que la empuñadura (observada con una luz mucho menos mortecina que la de la tienda de Bhumbo Singh) es de marfil. Están equivocados: es de hueso, puramente hueso... O quizás habría que decir, impuramente hueso...

—¡Ja, ja! —repite (el doctor) Bhumbo Singh.

El no tiene derecho alguno, en realidad, a ese distinguido apellido, que ha tomado para deshonra de cierto tratante de caballos, un benevolente sij que en hora irreflexiva y con las constelaciones dispuestas malignamente tuvo la idea de adoptarle. Y ahora, el negocio.

—¿Un hechizo, sahib Solapado? —pregunta a continuación, mientras se frota la barbilla. Su barbilla lleva un tatuaje de apagado color azul que aterrorizaría los corazones y aflojaría las cuerdas de las entrañas de los más viles rufianes de Rangún, Labore, Peshawar, Pernambuco y Wei-hatta-hatta aún no colgados, si no fuera porque, claro está, casi siempre es totalmente invisible gracias al polvo, la pegajosa sustancia negra de los calamares con cari y un odio al agua semejante a la hidrofobia—. ¿Un hechizo, un hechizo? ¿Un bonito hechizo? ¿Una cabeza partida?

—Vergüenza para sus cursis hechizos —dice tranquilamente el señor Evelyn (dos «es») Solapado—. Sólo son aptos para brujas, magos y niños o niñas exploradores. En cuanto a sus cabezas partidas, contraídas o lo que sea: Jo, jo.

Pone la punta de su índice derecho en el orificio derecho de su nariz. Guiña un ojo.

El doctor Bhumbo Singh ensaya una mirada de reojo, pero no pone el corazón en ello.

—Son anormalmente caras en estos tiempos, incluso al por mayor —se lamenta.

Y acto seguido desiste de mojigangas comerciales y se limita a esperar.

—He venido a por un aroma, doctor —dice Solapado, alejando con la punta de su maleta un grillo que ha huido de los víveres para alimentar a las tupayas.

Los rojos ojillos del doctor Bh. Singh brillan como los de un hurón salvaje en época de celo. Solapado baja y sube la cabeza rápida, vivamente, y produce un chasquido con sus fruncidos labios.

—Un aroma, sutil, lento, penetrante. Un aroma vil. Un aroma enigmático. Un aroma que parezca provenir de cualquier parte, pero un aroma que no deje rastro en cuanto a su procedencia. Un aroma diabólico. Un aroma que en un momento dado, y con infinito alivio, disminuya..., disminuya..., que casi desaparezca..., y que luego, alzándose como un fénix de sus fragantes cenizas, resurja en forma de pestilencia, peor, mucho peor que antes...

»Un aroma más que repugnante.

Un ligero escalofrío recorre el inmundo y magro cuerpo del doctor Bhumbo S. (Él no tiene derecho a ese título, pero ¿quién osaría negárselo? ¿La Asociación de Médicos? La última tribuna que ambas partes podían haber ocupado juntas, incluso en combate, también fue ocupada por Alberto Magno.) Su lengua sobresale. (Es cierto que el doctor puede, si se le provoca, tocar con ella la punta de su más bien retroussé nariz; también es cierto que él puede, y lo hace, cazar moscas con su lengua igual que un sapo o un camaleón. El señor Solapado no ha considerado conveniente comunicármelo, no a mí.) Su lengua retrocede.

—En pocas palabras, apreciadísimo cliente, es preciso un aroma que enloquezca a los hombres.

—¿«Hombres», doctor Bhumbo Singh? ¿«Hombres»? No he dicho nada de hombres. La palabra nunca ha salido de mi boca. El concepto, de hecho, jamás se ha formado en mi mente.

Bhumbo se estremece, en lo que podría ser un espasmo de malaria, pero que seguramente es risa silenciosa.

—Tengo el producto preciso —dice—. Exactamente lo que busca. El precio es meramente pro forma, el precio es mínimo, el precio es mil quinientas piezas de oro, de la acuñación del Gran Golconda. Por onza.

Las cejas de Solapado se alzan, descienden, caen.

—¿«De la acuñación del Gran Golconda»? Caramba, hasta los escolares saben que el oro de Golconda era tan excesivamente puro que podía comerse como mermelada, lo que justifica que queden tan pocas monedas de ese tipo. Vaya, vaya, doctor Bhumbo Singh, si trata y cobra así a sus apreciadísimos clientes, no me extraña que tenga tan pocos.

Un grumo de suciedad, enmarañado con telarañas, flota lentamente tras soltarse del invisible techo y cae al incalificable suelo. Se lo ignora. El comerciante se encoge de hombros.

Ni siquiera para mi propio hermano, caballero, estoy dispuesto a preparar el aroma por menos dinero. —Considerando que el «propio» (y único) hermano de Bhumbo, Bhimbo, ha pasado los últimos siete años y medio cargado de cadenas en el sexto subsolano de la prisión secretamente dirigida por esa vieja obesa, fea y diabólica, Fátima, la begun viuda de Oont, sin que Bhumbo haya ofrecido ni siquiera dos rupias para ajos, esta es probablemente la verdad—. No obstante, dado mi gran respeto y consideración por usted y mi deseo de mantener la relación, no le exigiré que compre una onza entera. Le venderé el aroma por gramos, o una cantidad ínfima.

—¡Trato hecho, señorón Bhumbo, trato hecho! —exclama el señor Solapado.

Golpea con la muleta el inmundo, muy inmundo suelo.

Las tupayas emiten agudos gañidos de irritación y Bhumbo les da grillos. Los animales se calman, aparte de hacer ruidos no orales, crujientes.

Cerca, en el paso superior, un camión o un autocamión pasa estruendosamente; como resultado de ello el frágil edificio tiembla, y al menos una cabeza contraída va de un lado a otro y hace rechinar sus dientes. Nadie presta atención al hecho.

—Tenga el placer de volver aquí, pues, effendi Solapado, por (o quizás un poco después) los Gules de Diciembre —dice Bhumbo Singh. Después duda un poco—. «Diciembre», así llaman los cristianos al siguiente medio mes. «Diciembre», ¿no es cierto?

Eevelyn Solapado (dos «es») se levanta para marcharse.

—Muy cierto. Celebran una importante fiesta a ese respecto.

—¿Ah, sí, ah, sí? —exclama Bhumbo Singh—. No lo sabía... ¡Qué importante es ser sabio!

Acompaña a su cliente a la sucia, muy sucia puerta con numerosas reverencias, homenajes y genuflexiones. El cliente, tras poner el pie superficialmente una vez en el desagradable cuello de Bhumbo, se ha ido ya cuando se produce la última reverencia.

Desaparecido, desaparecido ya, y el distante eco del silbato de hojalata (con el que tiene la costumbre de tocar las notas de adorno del Lamento por sahib Nana cuando recorre como una araña esos caminos húmedos y oscuros) desaparecido ya igualmente...

 

En las siguientes semanas, tanto Bhumbo Singh como su mismo simulacro son vistos en infinidad de sumamente diversos lugares. Los mataderos de reses lo conocen breves momentos; igual que carderías y curtidurías. Se le ve lanzar puñados de las Semisilentes Arenas del Hazramawut (o Cortejos de la Muerte) a las ventanas de Abdulahi El-Ambergrisi (que también vende asafétida). Y el Abdulahi (un yazid de los yazidí) abre, vacila, se retira, lanza mediante una red de muy largo asidero una ampolla de no-se-sabe-qué. Se observa de reojo que el Bhumbo (y si no es él, ¿quién es?) se escabulle bajo el descargadero del viejo mercado de pescado (condenado, desde entonces, por la Junta de Salud). Visita también los cobertizos de uno o dos y nunca más de tres extranjeros que en tiempos viajaron por el mar en climas tropicales y que ahora viven en derrumbadas barracas en extremos opuestos de abandonados vertederos y que muestran su arruinado semblante sólo a los semblantes de las arruinadas lunas.

Y por las noches, cuando la luna está oscura, Bhumbo deambula por fábricas de ungüentos, en busca de moscas.

De vez en cuando murmura, y si uno se atreviera a ponerse muy cerca, le oiría calcular sensatamente de esta forma:

—¡Con esa y con esa cantidad de doradas piezas de oro! Con algunas me compraré más perlas rosadas irregulares y con otras me compraré más calamar con cari y otras las reservaré para contemplarlas y otras, ¡no!, ¡sólo otra!, la entregaré a Iggulden el batidor de oro para que me haga una hoja de oro blanda, ancha y fina: la mitad la pondré como una máscara de estrangulamiento en la cara de cierto «explotador» de bienes raíces y con la otra porción La-Que-Prepara-Confituras preparará dulces calientes y empanadas y pasteles para mí y cuando esto se haya fundido como amarilla mantequilla lo comeré y no invitaré ni a uno a disfrutar conmigo y después lameré mis doce dedos hasta que estén un poco limpios...

Luego se ríe... Un sonido como de burbujeo de espesa grasa caliente en las fétidas ollas de un festín caníbal.

 

Mientras tanto, ¿qué se ha hecho del señor Solapado?

El señor Solapado mientras tanto hace visitas igualmente; pero de carácter más sociable: el señor Solapado llama antes de entrar.

—Oh. Soli. Eres tú —dice una mujer por la abertura de la bien encadenada puerta—. ¿Qué quieres?

—Gertrude, te he traído, siendo principios de mes, la suma de que me despluman las condiciones de nuestro documento de divorcio —dice él—. Como de costumbre.

Mete el dinero por la grieta o hendidura entre la jamba y la puerta. Ella lo recoge con rapidez y pregunta:

—¿Esto es todo lo que voy a obtener? Como de costumbre.

—No —suspira él—. Temo que no. Es, sin embargo, todo lo que vas a obtener este o cualquier otro mes del año. Es el importe de la extorsión que sufro por parte de la combinación, no digo «confabulación», de nuestros abogados y el juez del tribunal. Gertrude: buenas noches.

Da media vuelta y se va. Ella emite un sonido que brota entre el paladar y los senos paranasales, el sonido que la experiencia le ha enseñado a emitir a modo de menosprecio. Después: clunch-clunch... clac-clac..., los cerrojos nocturnos. Clank. La puerta.

El señor Solapado, una hora más tarde, bañado, rociado con agua de ron de laurel y vestido con lo mejor de lo mejor de su vestuario. Escupe en sus relucientes zapatos. Sombrero, guantes y bastón en una mano. Flores en la otra.

—Eevelyn —dice ella, con una mano en su resplandeciente, rutilante corazón—. Qué encantadora sorpresa. Qué flores tan bonitas. Oh, qué agradable.

—Puedo entrar. Querida mía.

—Claro que sí. No necesitas decirlo. Ahora no estaré sola. Un rato. Eevelyn.

Se besan.

Solapado lanza una amplia mirada.

—¿Interrumpo tu cena? —pregunta después.

Ella observa el piso. Su expresión es de moderada sorpresa.

—¿Cena? Oh. Un simple plato de ensalada de langosta con

un corazón de lechuga helado como un iceberg. Perifollo. Berro. Unas cucharaditas de caviar. Mantequilla dulce, sólo un poquito. Un huevo duro, finamente cortado. Kümmelbrot. Y una pequeñísima botella de Brut. Demasiado. Pero ya sabes cómo me mima Anna. Cenarás conmigo.

Él mira alrededor, otra vez. Cristal. Tapices. Petit point. Watteau. Muebles estilo Chippendale. Pregunta:

—¿Estás esperando?

—Oh, no. No. Ahora no. Pondremos música. Oiremos música.

Así lo hacen.

Bailan.

Cenan.

Beben.

Conversan.

Y...

No lo hacen.

—¡Cielos, qué hora es ya? Debes irte, Eevelyn.

—Entonces, ¿esperas...?

Cómo rutilan sus dedos cuando ella los alza para indicar lo que las palabras solas no pueden indicar.

—Eevelyn. No espero a nadie. Debes saberlo. Nunca. Debes saberlo... Vete, mi más dulce y querido.

Él coge sombrero, guantes, bastón.

—¿Cómo es posible que yo nunca..?

Ella le pone en los lívidos labios sus dedos revestidos de anillos.

—Chist. Oh. Chist. El hombre más noble, amable y generoso que conozco no gruñirá. Él entenderá. Paciencia. Un beso antes de separarnos.

El isleño de Andamán atisba un momento por las viscosas hendiduras de los ojos. Que ahora se abren al reconocer.

—¡Sahib Solapado!

—¿Y quién esperaba que fuera? ¿La gruesa Fátima, quizá?

 

El isleño se estremece como si tuviera fiebre palúdica.

—¡Ah, Sirviente de la Sabiduría, no la mencione ni indirectamente! ¿Acaso no metió ella a mi miserable y temo que ya destrozado hermano en una oscurísima mazmorra, simplemente por el azar de habérsele escapado una ventosidad en su jardín más externo? ¡Maligna hembra!

Solapado se encoge de hombros.

—Bien, así sea. O así no sea... Bueno, Bhumbo Singh, he traído algunas monedas de oro metidas, de acuerdo con la costumbre, en... ¡Ejem, ejem! —Solapado tose—. No necesito decirlo.

Y levanta la cabeza y mira alrededor, ansioso.

Al instante el propietario de la tienda echa a caminar de un lado a otro arrastrando los pies.

—«Hacer sufrir de impotencia al virrey de Sindh.» No. «Imponer la plaga de las almorranas al antipapa de...» No. «La cabeza de lord Lovat, con boina escocesa y gaita», no. No. Ah. Ah.

Alza un minúsculo recipiente, al mismo tiempo empieza a leer la etiqueta (garabateada en envilecidísimo prácrito) y va a abrirla...

—¡Alto! ¡Alto! ¡Por misericordia, no lo abra!

El hombre moreno deja en silencio el potecito, no mayor que un pulgar o (digamos) del tamaño más pequeño posible de trufas españolas. Mira el objeto contiguo en el desordenado mostrador repleto de telarañas.

—«Causará tumores en la piel de la frente del favorito del Gran Bastardo de Borgoña», ¡ah!

Solapado está al borde de la exasperación.

—Bhumbo. Cálmese. Cálmese. Deje de parlotear. Deje ese hechizo. Déjelo, digo, señor. Déjelo... Bien. Coja lo que tenía antes en la mano. Sí... ¡Y por amor de Kali, dé grillos a esas musarañas!

El isleño de Andamán continúa perdiendo el tiempo a pesar de todo, por lo que el mismo Solapado, tras un sonido bucal de impaciencia, cumple sus propias órdenes. Y además dedica al individuo una penetrante mirada de reproche, le aconseja que a partir de ahora use una clase de opio mejor o peor, y coloca en sus manos lo que contiene el oro.

—He pesado el preparado, no tengo duda alguna. En consecuencia cuente las monedas para que...

Pero su proveedor rechaza la exigencia.

—Es suficiente, suficiente, sahib Solapado. Por el peso, creo que es correcto. Perdone mi cotorreo: el martilleo, como ustedes dicen. —La voz y las maneras son bastante crispadas ahora—. Le ofrecería unas tazas de té, pero mis toscos brebajes no tienen la finura precisa para su exquisito paladar, y no consigo encontrar el Lipton's.

Solapado recorre el inmundo cubil con la mirada. (Sería preferible recorrerlo con una escoba.)

—Y también se le habrá terminado la leche de víbora, me atrevería a decir. Qué pena. —Contempla una vez, contempla dos veces el oscuro lugar, sucio más de lo soportable, ciertamente imposible describir su desorden—. Ah, la inmemorial sabiduría de Oriente... Bhumbo: le deseo buenas Gules.

El otro inclina la cabeza.

—¿No vivo únicamente para proveerle de aromas, sahib? —inquiere.

E inicia la imprescindible serie de postraciones. En ese momento oye el sonido del silbato de hojalata.

 

Algún tiempo después de eso.

La nariz de Anna está muy roja, su voz es muy apagada.

—Siemprre mi señorra gustaba cosas bonitas —dice—. Diamantes, ella gustaba. Perrlas, ella gustaba. «Kaviarr, sólo puedo comerr un bocado, pero debe serr el mejorr», me decía ella.

—Sí, sí, sí —conviene Solapado—. Muy cierto, muy cierto. Qué golpe para ti. Para ti y para mí.

Desea que Anna retuerza menos el pañuelo y lo use más.

—Siemprre mi señorra erra muy particularr —prosigue Anna—. «Anna, ¿cómo te atrreves? ¿No lo hueles?», prre-gunta ella. «Mirre debajo de donde quierra.» La dejo mirrar debajo de vitrrina derecha: nada. La dejo mirrar debajo de vitrrina izquierrda: nada. «Bien, pues, señorra, ¿porr qué de prronto mi cocina no serr bonita y limpia? Venga a verr.» Ella viene, ella mirra, mirra, mirra. Nada. Huele, huele, huele. «Qué barrbarridad, mío Dios, qué olorr tan espantoso», ella dice. Y dice y dice...

—Dios, Dios. Sí, sí. No te aflijas, donde está ahora cuidarán bien de ella...

Anna (violentamente):

—¿Qué? ¿Cuidarr de mi señorra mejorr que yo? Yo visito, llevo mi especial grumpskentorten: ella grrita, sólo eso. «Señorra, señorra, ¿no «reconoce a Anna? ¿Anna? Señorra Gortru-de, señorra Gortrude: ¡soy Anna!». Pero ella sólo chilla. Y chilla y chilla.

Anna hace una demostración, puños cerrados, las cuerdas vocales, saliéndosele del cuello, la voz un agudo chillido triturante. Solapado le ruega que desista.

Después, Solapado, con cierto alivio, regresa a su casa. El hombre es, ciertamente, un ser social. Pero a veces, pese al Autor del Génesis (cree Solapado), es conveniente estar solo. Solapado tiene sus rosas; las poda. Solapado tiene sus Calendarios Newgate; coteja la información. Solapado tiene primeras ediciones (Mather, de Sade, von Sacher-Masoch); las lee. De vez en cuando alza los ojos. Descubre, al cabo de un rato, que alza los ojos con más frecuencia que los baja. Luego baja los ojos más que lo normal. Primero levanta el pie derecho y lo mueve hacia un lado. Baja el pie. Luego levanta el pie izquierdo y lo mueve hacia un lado. Baja el pie. Después, habitación tras habitación y armario tras armario, recorre la casa, con las ventanas nasales dilatadas.

—No es lo que pienso —dice firmemente—. No, es... lo que pienso.

 

Algún tiempo después de eso.

Solapado se halla en otro lugar, y un lugar que no le gusta demasiado. Saca horóscopos de forma interminable, no se permite el uso de lápices y por eso utiliza tizas. Los efectos son ciertamente de gran colorido pero es muy difícil obtener detalles finos. Solos y por parejas, la gente pasa por allí y, fingiendo no mirar, miran. Solapado no les hace caso. Pero ahora, de pronto, observa a alguien que se ha detenido... Observa, eso hace. Ese hombre está mirándole abiertamente, sin fingir. Sonríe.

Solapado lo mira fijamente. Se sobresalta. Habla.

—Oh, Dios mío. Oh. Oh. Bhumbo Singh. Me dijeron que él..., me dijeron que usted había muerto. Me lo demostraron. Lo habían apretado entre la pared interior y exterior de mi casa. Eso fue lo que me volvió loco. Eso fue lo que yo... No lo que yo había pensado. No lo que yo había comprado. Un error. Debí decírselo: Bhumbo Singh está vivo.

Se dispone a levantarse, es detenido por una mano morena y amable.

—Oh, no, sahib y effendi o effendi Solapado. Bhumbo ha muerto.

Solapado lanza un suave chillido, retrocede lentamente.

—Yo soy Bhimbo, único hermano, gemelo del desleal antedicho. Quien, por desgracia y a despecho de los lazos uterinos que nos unían, me dejó languidecer en la mazmorra más profunda de Su Alteza Bibi Fátima, viuda begun de Oont, durante siete años, seis meses, una semana, y varios días, en vez de pagar rescate por mi delito (completamente inintencionado, se lo aseguro: jamás como legumbres antes de traficar lo que sea en el patio más exterior de una descendiente de Timur el Terrible). Estuve en el sexto subsolano de su ahora ilegal prisión, del que fui liberado por el nuevo gobierno independiente, que Kali los bendiga con todos sus pares de manos. De ahí vine aquí. Y le forcé, a mi hermano natal Bhumbo, a ser mordido en el corazón por hambrientas tupayas encerradas en un pote de calamares que sostuve sobre su desleal corazón. Cómo chilló él...

Menea la cabeza, las pasiones pugnando.

Solapado medita un instante, ignorando al hacer tal cosa la conducta de un vecino que está ahora, como tantas otras veces, recitando lo que según él son los completos Cantos de Ossian en gaélico original. De memoria. En voz alta. Y detalladamente.

—Bien, pues, entiendo por qué llevó a la muerte a su hermano. Naturalmente. Pero ¿por qué, oh, por qué, Bhimbo, lo metió entre las paredes internas y externas de mi casa? ¿Con resultados tan fatales para mi persona? ¡Y, oh, el negro torbellino!

Un encogimiento de hombros. Una mirada de apacible sorpresa.

—¿Por qué? Bien, sahib, tenía que meterlo en alguna parte. Yo pensaba regresar a mis islas natales, para iniciar allí un movimiento por la independencia que quizás hubiera conducido, ¿quién sabe y por qué no?, a mi conversión en presidente vitalicio. Pero en la desaseada tienda de mi hermano Bhumbo me demoré demasiado, buscando sus irregulares perlas rosadas. Mientras me hallaba en ello llegaron allá los hombres llamados Inspectores de Edificios y Bienestares. «Este tiene que estar chiflado», dijo uno. «¡Mirad, vaya lugar!»

Bhimbo ríe serenamente.

Solapado abre la boca. Luego piensa. Luego dice:

—«Huida», sí. Bhimbo, tenemos que unir nuestras sabias cabezas, gastarles una jugarreta. Yo no puedo hacerlo solo. Asegurar nuestra liberación de...

Los rufos e ictéricos ojos de Bhimbo se agrandan.

—¡Pero, sahib, ya estoy liberado! Para un hombre, señor, que ha pasado siete años y medio, más, en la mazmorra más profunda de la terrible y gruesa Fátima, la tirana (ya depuesta), ¿qué es este lugar sino un hotel? Considérelo, sahib. Ropa limpia. Camas limpias. Tres veces por día, comida limpia..., servida por criados. Más tentempiés. ¡Cuánto me gustan los tentempiés, sahib! Y además, una vez por semana, uno de los gurús, el llamado Shrink, habla conmigo en su sagrado despacho. ¡Qué honor! A decir verdad, es imposible conseguir savia de palmera, pero cierto sirviente (a cambio de sencillos hechizos: mujeres, juego) trae un sabroso vino llamado Ripple, oculto en botellas de medicamentos. No hay hojas de betel, pero sí tombac, sahib. Y además, cine hablado en las cajas armario. ¡Qué entretenido! ¡Cuántos crímenes! ¡Y también bañeras con ducha! ¡Deportes! Tres veces por semana, ¡trabajos manuales terapéuticos! ¡Qué diversión!

Bhimbo alza la voz, un poco, para hacerse oír superando no sólo el ruido del bardo ossiánico sino también la del hombre que, gritando las palabras «¡Hola, Joe!» en entrecortados ataques, estará insoportable al menos durante un cuarto de hora.

—Sé cómo llaman a este lugar los suyos, sahib. Pero, ¿sabe cómo lo llamo yo? Yo lo llamo paraíso, sahib.

El señor Solapado se entristece de nuevo y ve otra vez cómo se aproxima el negro torbellino. Huele de nuevo el inefable, diabólico olor... ¿El olor que compró él? ¿El olor que no compró? No importa. Se agarra a la mesa para un instante más de contacto con la realidad, y pregunta:

—Pero ¿no le preocupa de ningún modo estar rodeado de locos eternamente?

Bhimbo le mira. Su rojiamarillenta mirada es paciente y amable.

—Ah, sahib. ¿No sabe la Única Gran Verdad? Todos los hombres están locos.

La inmemorial sabiduría del Oriente está en su voz, y en sus ojos.

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