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El enemigo - Antón Chéjov

Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:   «Duerme, niño bonito, que viene el coco...»   Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.   La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.   El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.   Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.   «Duerme, ni...

El regalo de reyes - Eduardo Vaquerizo

Soñar con la frente marchita las nieves del tiempo platearon su sien. El tango sonaba en el gramófono que había sido fagocitado aquella mañana. Últimamente absorbía también antigüedades. La cualidad aceitosa de la música, repleta de chasquidos y lloros, era un contraste con la tremenda calidad del amplificador Luxman que tenía integrado en la parte superior de la espalda que reproducía el compacto de Wagner por medio de los altavoces Infinity que le crecían cerca de las orejas. Antes se podía mover. Echaba de menos aquel período en que se medio arrastraba hasta el ascensor, bajaba al garaje y se integraba un rato con el BMW.  Recordaba el sol de la sierra calentando el interior en una mañana helada de noviembre mientras el vehículo engarzaba una curva con otra como el trazo de una escritura fluida. Nunca había pensado en que lo suyo fuese en realidad una enfermedad. Disfrutaba de los aparatos electrónicos desde su infancia. En su haber figuraban varias radios antiguas, de válvulas,...

Un día perfecto para el pez plátano - J. D. Salinger

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo.  En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.   No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.   Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. T...

Colinas como elefantes blancos - Ernest Hemingway

 Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.         —¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.         —Hace calor —dijo el hombre.         —Tomemos cerveza.         —Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.         —¿Grandes? —...

El amo a muerto - Harry Bates

1 Desde su posición en lo alto de la escalera, sobre el piso del museo, Cliff Sutherland estudió con cuidado cada línea y sombra del gran robot, y luego se volvió y miró pensativamente a la masa de visitantes llegados de todas partes del Sistema Solar para ver a Gnut y la nave, y oír, una vez más, su asombrosa y trágica historia. Sutherland había acabado por sentir un interés casi de propietario en la exhibición, y no sin motivo. Había sido el único fotógrafo de prensa que se hallaba en los terrenos del Capitolio cuando habían llegado los visitantes de lo Desconocido, y había obtenido las primeras fotografías profesionales de la nave.  Había contemplado de cerca cada acontecimiento de los siguientes y locos días. Después, había fotografiado muchas veces al robot de dos metros y medio de alto, la nave, y al apuesto embajador muerto, Klaatu, y su imponente tumba Y, dado que aquel acontecimiento seguía teniendo una enorme importancia como noticia para miles de millones de person...