Catwings - Úrsula K. Le Guin
La señora Juana Rayas no podía explicar por qué tenían alas sus cuatro hijos.
—Supongo que el padre fue uno de esos
que vuelan mucho de noche —dijo un vecino y se rió con voz burlona, mientras
revolvía el volquete.
—Tal vez tienen alas porque, antes de
que nacieran, yo soñé que sabía volar, que podía escaparme volando de este
barrio —dijo la señora Juana Rayas—. Thelma, tienes la cara sucia; lávate.
Rogelio, deja de golpear a Jaime. Jacinta, cuando ronroneas tienes que cerrar
un poco los ojos y acariciarme con las patas delanteras; sí, así está mejor.
¿Cómo está la leche esta mañana?
—Muy buena, mamá, gracias —le
contestaron los cuatro con alegría.
Ruedas de autos y de camiones que
pasaban todo el día, basura y más basura en las calles, perros hambrientos,
infinidad de zapatos y botas que caminaban, pisaban, pateaban, ningún lugar
seguro y tranquilo y cada vez menos para comer.
Así que las alas de sus hijos eran la
menor preocupación de la señora Rayas. Lavaba esas pequeñas alas todos los días
y también las caras y las patas y las colas de sus hijos, y de vez en cuando se
hacía preguntas sobre las alas pero tenía demasiado trabajo buscando comida y
criando a la familia como para pensar mucho en las cosas que no entendía.
Sin embargo, cuando el perro grande
persiguió a la pequeña Jacinta, la arrinconó detrás de la basura y se lanzó
contra ella con las mandíbulas abiertas y pobladas de dientes blancos, y
Jacinta, con un solo maullido desesperado voló y pasó por encima de la cabeza
del perro y aterrizó en un tejado, la señora Rayas entendió.
El perro se fue gruñendo con la cola
entre las patas.
—Baja ahora, Jacinta —llamó la madre—.
Bajen, chicos. Vengan por favor. Quiero hablar con todos.
—Chicos, antes de que ustedes nacieran
tuve un sueño, y ahora entiendo lo que quiere decir. Éste no es un buen lugar
para crecer, y ustedes tienen alas para escaparse volando a otra parte. Yo
quiero que lo hagan. Sé que estuvieron practicando. Vi a Jaime volando por
encima del callejón anoche, y sí, te vi a ti zambulléndote en picada, Rogelio.
Creo que ya están preparados. Quiero que cenen y se vayan muy lejos.
—Pero mamá... —dijo Thelma y se puso a
llorar.
—Yo no quiero irme —dijo la señora
Rayas—. Yo trabajo aquí. El señor Tomás Gatazo me propuso matrimonio anoche y
pienso aceptarlo. No quiero que ustedes, chicos, estén cerca.
Todos los chicos lloraron pero sabían
que así debe ser en las familias de los gatos. También se sentían orgullosos de
que su madre pensara que ya podían cuidarse solos. Así que cenaron todos juntos
del tacho de basura que había tirado el perro. Después, Thelma, Rogelio, Jaime
y Jacinta ronronearon sus adioses a su mamá y uno tras otro desplegaron las
alas y volaron hacia arriba, por encima del callejón, por encima de los techos,
lejos.
La señora Juana Rayas los miró
marcharse. Tenía el corazón lleno de miedo y de orgullo.
—Son chicos increíbles, Juana —dijo el
señor Tomás Gatazo con su voz suave, profunda.
—Los que vamos a tener juntos también
van a ser increíbles, Tomás —dijo la señora Rayas.
Thelma, Rogelio, Jaime y Jacinta volaban y veían abajo los techos y las calles de la ciudad, kilómetro tras kilómetro.
Una paloma vino, se acercó y voló con
ellos, mirándolos nerviosa, de vez en cuando, con el ojo chiquito, redondo.
—¿Qué clase de pájaros son ustedes, eh?
—preguntó finalmente.
—Palomas pasajeras —dijo Jaime con
rapidez.
Jacinta maulló de risa.
La paloma saltó en el aire, la miró con
los ojos muy abiertos, después se volvió y se alejó volando en una curva grande
y rápida.
—Ojalá pudiera volar así —dijo Rogelio.
—Las palomas son muy tontas —musitó
Jaime.
—Pero a mí me duelen las alas —dijo
Rogelio, y Thelma agregó:
—A mí también. Aterricemos en alguna
parte y descansemos un rato.
La pequeña Jacinta ya estaba bajando en
picada hacia el tejado inclinado de una iglesia.
Se aferraron a las estatuas del techo y
tomaron un poco de agua de las canaletas.
—Aquí estoy, sentada en la rama del gatopájaro —cantó Jacinta, que se había posado sobre una de las puntas.
—Allá parece diferente —dijo Thelma,
señalando con el hocico hacia el oeste—. Parece más suave.
Todos miraron con ansias hacia ese lugar, pero los gatos no ven bien a la distancia.
—Bueno, si es diferente, probemos por ahí —dijo Jaime y salieron volando otra vez. No podían volar sin cansarse; no volaban con facilidad, como las palomas. La señora Rayas siempre se había ocupado de que comieran muy bien y estaban bastante rellenitos, así que tenían que agitar mucho las alas para mantener ese peso por encima del suelo.
Habían aprendido a planear sin agitar las alas, dejando que el viento los sostuviera, aunque para Jacinta era difícil y se tambaleaba mucho cuando lo hacía.
El sol desapareció. Las luces de la
ciudad llegaron hasta ellos; largos hilos y cadenas de luces que se extendían
hacia la oscuridad. Hacia esa oscuridad volaron, y cuando abajo y alrededor
sólo quedó una luz que parpadeaba sobre la colina, descendieron suavemente
desde el aire y aterrizaron en el suelo.
Un suelo suave, extraño. El único suelo
que ellos conocían era el pavimento, el asfalto, el cemento. Lo que tocaban era
todo nuevo: polvo, tierra, hojas muertas, pasto, ramitas, hongos, gusanos. Y
tenía un olor muy pero muy interesante. Un arroyuelo corría cerca. Oyeron la
canción del agua y fueron a beber porque tenían mucha sed. Cuando terminó,
Rogelio se quedó acurrucado en la orilla con el hocico casi en el agua y los
ojos muy abiertos, mirando.
—¿Qué es eso que hay en el agua? —susurró.
Los otros se le acercaron y miraron. Lo
único que distinguían era algo que se movía, a la luz de las estrellas, un
parpadeo plateado, un brillo. La garra de Rogelio salió disparada...
—Creo que es la cena —dijo.
Después de cenar, se acurrucaron juntos
otra vez bajo un arbusto y se durmieron. Pero cada tanto, primero Thelma,
después Rogelio, luego Jaime y por último la pequeña Jacinta, levantaban la
cabeza, abrían un ojo, escuchaban un momento, siempre en guardia. Sabían que
estaban en un lugar mucho mejor que el callejón, pero también sabían que todo
lugar es peligroso, sea uno pez o gato. Incluso si uno es un gato con alas.
—¡Injusto! —estuvo de acuerdo el pinzón.
—¡Intolerable! —aulló la urraca.
—No veo por qué —dijo el ratón—. Ustedes
siempre tuvieron alas. Ahora las tienen ellos. Yo no veo nada injusto.
Los peces del arroyo no dijeron nada.
Los peces nunca hablan. Hay muy poca gente que sepa lo que piensan los peces
sobre la injusticia o sobre cualquier otra cosa.
—Yo estaba trayendo una ramita al nido
esta mañana y un gato, sí, un gato voló hacia abajo, un gato voló hacia
abajo desde la Casa Roble, y sonrió en el aire —dijo el tordo y todos
los otros pájaros cantores exclamaron:
—¡Impresionante! ¡Nunca se vio nada igual!
¡No está permitido!
—¿Por qué no cavan algunos túneles?
—dijo el ratón y se fue al trotecito.
Los pájaros tenían que aprender a
convivir con los gatitos voladores. En realidad, la mayor parte de los pájaros
estaba más asustada y furiosa que en peligro, pues volaban mucho mejor que
Rogelio, Thelma, Jacinta y Jaime.
Las plumas de los pájaros nunca se
enredaban en las ramas de los pinos.
Los pájaros nunca se golpeaban contra
los troncos de los árboles y, cuando los perseguían, podían escaparse volando
más rápido o con alguna otra pirueta evasiva.
Pero estaban alarmados por sus hijitos y
tenían razón. En esa época del año, muchos pájaros tenían huevos en los nidos;
cuando se abriera el cascarón de los polluelos, ¿cómo harían los pájaros para
salvar a sus pichones de los gatos que volaban y podían posarse en las ramas
más finas o entre las hojas más tupidas de los árboles?
—Esto no va...
Los gatitos voladores habían anidado en
un agujero del tronco de un viejo roble, por encima del nivel del coyote y el
zorro, un agujero demasiado pequeño para que pudieran entrar los mapaches.
Thelma y Jacinta estaban lavándose el cuello y hablando de las aventuras del
día cuando oyeron un llantito lastimoso al pie del árbol.
—¡Jaime! —exclamó Jacinta.
Él estaba acurrucado entre los arbustos,
todo lastimado, todo sangrante; arrastraba una de las alas por el suelo.
—Fue Lechuza —dijo cuando sus hermanas
lo ayudaron a subir despacio por el tronco del árbol hasta el agujero que era
su hogar—. Me escapé justo a tiempo. Ella me atrapó pero yo la arañé y tuvo que
soltarme durante un momento.
Y justo en ese instante, llegó Rogelio y
se metió a tropezones en el nido con los ojos redondos y negros y llenos de
miedo.
—¡Me persigue! —exclamó—. ¡Lechuza!
—Ahora sabemos cómo se sienten los
pájaros chiquitos —dijo Thelma, con amargura.
—¿Qué va a hacer Jaime? —susurró
Jacinta—. ¿Podrá volar de nuevo alguna vez?
—Será mejor que no vuele nunca —dijo una
voz suave, grande, del otro lado de la puerta. Lechuza estaba sentada ahí,
esperando.
Apenas salió el sol, Thelma se asomó
afuera. Lechuza ya no estaba.
—Pero va a volver esta noche —dijo
Thelma.
Desde ese día, tuvieron que cazar de día
y esconderse en el nido toda la noche porque Lechuza piensa despacio pero
piensa mucho.
Jaime estuvo enfermo muchos días. No
podía cazar. Cuando se recuperó, estaba muy flaco y no podía volar mucho porque
el ala izquierda le había quedado dura y lastimada.
Nunca se quejaba. Se quedaba sentado
horas junto al arroyo, con las alas plegadas, pescando. Los peces tampoco se
quejaron. Los peces nunca se quejan.
Una noche a principios del verano, los gatitos estaban todos acurrucados en su agujero, cansados y algo tristes. Una familia de mapaches discutía en voz muy alta en el árbol de al lado. Thelma no había encontrado nada para comer en todo el día, excepto una musaraña que le había provocado una gran indigestión.
Un coyote le había robado a Rogelio el ratón de campo que había estado a punto de cazar esa tarde. La pesca de Jaime tampoco había sido buena. La Lechuza seguía volando junto a ellos con alas silenciosas, sin decir nada.
Dos mapaches jóvenes del árbol de al
lado habían empezado a pelearse y se insultaban y se gritaban. Los otros
mapaches continuaron la pelea y chillaron y se arañaron y se dijeron palabras
fuertes.
—Me siento otra vez en el viejo callejón
—hizo notar Jaime.
—Sí —dijo Jaime—. A mí me corrió un Zapatos
una vez.
—¿Te acuerdas de las Manos? —preguntó
Rogelio.
—Sí —dijo Thelma—. Una Manos me agarró
una vez. Cuando yo era muy chiquita.
—¿Y qué te hizo... la Manos? —preguntó
Jacinta.
—Me apretó. Me dolía. Y la Manos
gritaba: "¡Alas! ¡Alas! ¡Tiene Alas!", gritaba siempre eso con una
voz muy tonta. Y me apretaba.
—¿Y qué hiciste?
—La mordí —dijo Thelma, con cierto
orgullo—. La mordí y me soltó y yo corrí otra vez hacia mamá, detrás del
volquete. Entonces todavía no sabía volar.
—Yo vi una hoy —dijo Jacinta.
—¿Una qué? ¿Una Manos? ¿Un Zapatos?
—dijo Thelma.
—¿Un ser humano? —dijo Jaime.
—¿Un ser humano? —dijo Rogelio.
—Sí —dijo Jacinta—. Y sé que la cosa
también me vio a mí.
—¿Te persiguió?
—¿Te pateó?
—¿Te tiró cosas?
—No. Solamente se quedó ahí y me miró
volar. Y se le pusieron los ojos redondos, como los nuestros.
—Creo que éste es el tipo correcto —dijo
Jacinta.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Rogelio,
con una voz que sonaba parecida a la de su madre.
—Porque corrió y volvió con un plato
lleno de cena —dijo Jacinta—. Y lo puso en ese tronco cortado grande que hay al
borde del campo, el campo donde asustamos a las vacas ese día, ya sabes. Y
después se alejó bastante y se quedó ahí, y lo único que hacía era mirarme. Así
que yo volé y me comí la cena. Era una cena interesante. Como la que a veces
teníamos en el callejón, pero más fresca. Y —agregó Jacinta, que sonaba como su
madre—, yo pienso volver ahí mañana y ver qué hay en el tronco.
—Ten cuidado, Jacinta Rayas —dijo
Thelma, que sonaba todavía más como su madre.
La nena de la granja que estaba más allá de la colina también la esperaba, sentada a unos veinte metros del tronco cortado, muy quieta. Se llamaba Susana Marón y tenía ocho años. Vio cómo Jacinta salía volando del bosque, flotaba como un picaflor gordo sobre el tronco, después se posaba, plegaba las alas con cuidado y comía. Susana Marón retuvo el aliento. Se le pusieron los ojos redondos.
Al día siguiente, cuando Jacinta y
Rogelio salieron volando del bosque y revolotearon sobre el tronco cortado con
mucha cautela, Susana estaba sentada a unos quince metros y junto a ella estaba
su hermano de doce años, Javier, que no le había creído ni una sola palabra ese
cuento de los gatos que volaban. Ahora también él tenía los ojos perfectamente
redondos y retenía el aliento.
Jacinta y Rogelio bajaron a comer.
—No dijiste que eran dos —susurró Javier
en el oído de su hermana.
Jacinta y Rogelio estaban sentados sobre
el tronco lamiéndose los bigotes después de comer.
—No dijiste que eran dos —le susurró
Rogelio a su hermana.
—¡No sabía! —dijeron las dos hermanas en
un susurro—. Ayer había uno. Pero son lindos, ¿no?
Jacinta vino volando con valentía
desde el bosque y aterrizó sobre el tronco. Rogelio la seguía. Después...
—Ah, mira —susurró Susana.
Después, llegó Thelma, que volaba muy
despacio, con una expresión de disgusto en la cara. Y al final...
—¡Mira, mira! —susurró Susana.
Al final, llegó Jaime, volando bajo y
mal. Aleteó sobre el tronco, aterrizó encima y empezó a comer. Y comió y comió
y comió. Hasta le gruñó una vez a Thelma, que inmediatamente se fue al otro
plato.
Los dos chicos miraron a los cuatro
gatos con alas.
Jacinta, que ya estaba llena, se lavó la
cara y miró a los chicos.
Thelma terminó el último pedacito de
alimento para gatos, se lavó la mano izquierda y miró a los chicos.
De pronto, levantó vuelo desde el tronco
y fue directamente hacia ellos.
Los dos chicos se agacharon cuando la
gata les pasó por encima.
Ella dio una vuelta en el aire sobre las
dos cabezas y después volvió al tronco.
—Una prueba —explicó a Jacinta, Jaime y
Rogelio.
—Si lo hace de nuevo —dijo Javier a
Susana—, no la atrapes. Eso la asustaría.
Se quedaron sentados, muy quietos. Los
gatos también se quedaron sentados, no se movían. Las vacas comían pasto muy
cerca. El sol brillaba.
—Mish —dijo Susana con una voz suave,
aguda—. Mish, miiiisssh, mish, mish, gatito, mishito con alas, gatito con alas,
alagato...
Jacinta saltó del tronco al aire, dio
una vuelta entera boca abajo por encima de Susana y aterrizó sobre su hombro.
Se sentó ahí, se aferró con fuerza y ronroneó en la oreja de Susana.
—Yo nunca, nunca, nunca te voy a atrapar
ni ponerte en una jaula ni hacerte nada que tú no quieras que te haga —le dijo
Susana a Jacinta—. Te lo prometo. Javier, tú también.
—Rrr —dijo Jacinta.
—Yo también te lo prometo. Y nunca le
vamos a contar esto a nadie —dijo Javier casi con ferocidad—. ¡Nunca! Porque...
ya sabes cómo es la gente. Si la gente los ve...
—Lo prometo —dijo Susana, y ella y
Javier se dieron la mano para sellar la promesa.
Rogelio voló con gracia y aterrizó en el
hombro de Javier.
—Rrrr —dijo Rogelio.
—Podrían vivir en el viejo granero —dijo
Susana—. Ahí nunca entra nadie. Solamente nosotros. Y está ese palomar cerca
del techo, con todos esos agujeros en la pared por donde entraban y salían las
palomas.
—Podemos llevar paja ahí arriba y
hacerles un buen lugar para dormir.
—Rrrr —dijo Rogelio.
Con suavidad, con dulzura, Javier
levantó la mano y acarició a Rogelio entre las alas.
—Aaah —dijo Jaime, que estaba mirando.
Saltó del tronco y fue trotanto hacia los chicos. Se sentó cerca de los zapatos
de Susana. Con suavidad, con dulzura, Susana se estiró y acarició a Jaime bajo
el mentón y entre las orejas.
—Rrrr —dijo Jaime y babeó un poco el
zapato de Susana.
—¡Ah, bueno! —dijo Thelma, que había
terminado con lo que quedaba de la carne fría. Se alzó por el aire, voló con
gran dignidad, se sentó en la falda de Javier y dijo:
—Rrr, rrr, rrr.
—Ah, Javier —susurró Susana—, tienen las
alas tan suaves...
—Ah, Jaime —susurró Jacinta—, tienen las manos tan dulces.
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