Las arenas azules de la Tierra - Robert F. Young
Marte ha sido durante décadas el objetivo favorito de los autores de SF. Desde Wells a Bradbury, pasando por Rice Burroughs, han sido legión los astronautas literarios que han hecho volar (nunca mejor dicho) su imaginación hacia el sugestivo planeta rojo. Si un hipotético marciano leyera todo lo que los terrestres han escrito sobre su mundo, probablemente se partiría de risa... O, tal vez, como "venganza poética", escribiría un relato romo el que sigue.
NOTA: La historia que sigue llegó hasta mi por conductos hasta ahora inaccesibles, cuya naturaleza no puedo ni debo divulgar. Es, por lo que sé, la primera historia marciana de ciencia ficción que llega a la Tierra, y aunque siga su propio curso, hay muchas cosas que se pueden deducir de ella, como, por ejemplo:
1) Que los marcianos son muy parecidos a nosotros.
2) Que su civilización es muy parecida a la nuestra.
3) Que todo el tiempo que los escritores de ciencia ficción de la Tierra han empleado usando a Marte como espejo de los defectos de nuestra sociedad, los escritores marcianos de ciencia ficción lo han empleado a su vez usando a la Tierra como espejo de los defectos de la suya,
4) Que el asunto de las imitaciones ha sido tan explotado en Marte como en la Tierra, y que algunos escritores marcianos de ciencia ficción han empezado a parodiar a otros escritores marcianos de ciencia ficción.
5) Que esta misma historia está entre dichas parodias
La
nave descendió de la abismal inmensidad y se posó, como un obscuro pájaro sin
alas, sobre las arenas azules de la Tierra.
El
capitán Frimpf abrió la puerta. Salió a la centelleante luz del sol y llenó sus
pulmones con una bocanada de aire fresco. A su alrededor, llegando hasta el
ondulado horizonte, se extendían las arenas azules. En la distancia, los
destrozados edificios de una ciudad extinguida hacia mucho tiempo brillaban
bajo la luz como grandes alas de cristal coloreado. Más arriba, pequeñas nubes
redondas jugaban en el enorme campo de juegos del cielo.
Se
le nublaron los ojos. «La Tierra -pensó-. ¡La Tierra al fin!»
Los
tres hombres: que componían el resto de la tripulación salieron de la nave y se
detuvieron a su lado. Ellos también miraron el paisaje con ojos nublados.
-Azul
-suspiró Birp.
-Azul
-murmuró Fardel.
-Azul
-masculló Pempf.
-Azul,
naturalmente -acabó el capitán con suavidad-. ¿No han sostenido nuestros
astrónomos durante mucho tiempo que el color azul de la Tierra no puede ser
atribuido solamente a la capacidad para absorber la luz que tiene su atmósfera?
¡La superficie tenía que ser azul!
Y
agachándose, recogió un puñado de la extraña substancia que cayó por entre sus
dedos como humo azul.
-Las
arenas azules de la Tierra -murmuró reverentemente. Se enderezó y, quitándose
el casco, dejó que el aire limpio de la Tierra le acariciase el pelo, a la
brillante luz del sol. En la distancia, la ciudad dejaba escapar un sonido
semejante al de muchas campanas de cristal, el viento le trajo aquel sonido por
encima de las arenas azules, y él pensó en los cálidos veranos de Marte y en
sus largos y perezosos días, y en sus tardes calurosas, en las que se tomaba un
refresco en el porche de la abuela Frimpf.
Sintió
que alguien respiraba sobre su cuello y se volvió, irritado.
-¿Qué
le ocurre, Birp?
Birp
se aclaró la garganta :
--Lo
siento, señor -dijo-. Pero ¿no cree usted que...? Quiero decir, señor, que ha sido
un largo viaje, y Pempf, Fardel y yo estamos un poco se..., quiero decir que
estamos un poco tensos y que pensamos...
Pero
ante la expresión de reproche que vio en los ojos del capitán, dejó la frase en
suspenso.
-Muy
bien -dijo éste fríamente-. Abrid una caja de esa bazofia, pero sólo una,
¿entendido? Y si encuentro una sola botella vacía estropeando este paisaje
virgen os daré con ella en la cabeza.
Birp,
que había salido disparado hacia la nave, se paró en seco al oír la advertencia
del capitán.
Pero
¿qué haremos, entonces, señor? Si las ponemos otra vez en la nave tendremos que
gastar mucho combustible para despegar, y ya andamos con las reservas justas.
El
capitán reflexionó unos instantes. No era un gran problema y lo resolvió en
seguida -sin muchas dificultades.
-Enterradlas
-contestó.
Mientras
la tripulación se tragaba su cerveza, el capitán permaneció mirando hacia la
distante ciudad. Se imaginó a sí mismo contando todo aquello a su esposa cuando
volviese a Marte, y se imaginó a sí mismo sentado ante la mesa del comedor
describiendo las torres de cristal, las agujas centelleantes y los ruinosos
edificios.
A su pesar, vio también a su esposa. Sentada al otro extremo de la mesa, escuchaba y comía, pero más tragaba que escuchaba. ¡Cielos!, estaba más gorda ahora que cuando él habla partido. Por milésima vez se preguntó por qué las esposas tenían que engordar tanto..., tanto, que a veces sus maridos tenían que sacarlas en carretones.
¿Por qué no se levantaban y se movían de vez en cuando
en lugar de abalanzarse en manada sobre cualquier electrodoméstico que los
fabricantes lanzaran al mercado? ¿Y por qué tenían que comer, comer y tragar
todo el tiempo?
El
rostro del capitán palideció al pensar en la factura del mercado que tendría
que pagar a su vuelta, y este pensamiento le trajo otros sobre cosas igualmente
angustiosas, tales como los impuestos sobre las rentas personales, la
carretera, el árbol, el gas, la hierba, el aire, la primera guerra mundial, la
segunda guerra mundial, la tercera guerra mundial, la cuarta guerra mundial...
Suspiró.
¡Era como para darse a la bebida, aquello de tener que pagar por guerras en las
que habían luchado el padre, el abuelo, el bisabuelo y el tatarabuelo! Miró con
envidia a Birp, Pempf y Fardel. A ellos no les preocupaban sus impuestos. No
les preocupaba nada. Bailaban alrededor de la caja vacía de cerveza como unos
auténticos bárbaros, y habían compuesto ya una canción soez sobre las arenas
azules de la Tierra.
El
capitán Frimpf escuchó las palabras y poco a poco se le fueron calentando las
orejas.
-¡Bueno,
ya está bien! -dijo bruscamente-. Enterrad la botellas, quemad la caja y volved
a la nave. Mañana será un día muy duro.
Obedientes,
Birp, Pempf y Fardel enterraron las cuatro filas de pequeñas botellas en la
arena azul, cubriendo, uno por uno, aquellos pequeños soldados muertos. Después
de quemar la caja y de dar las buenas noches al capitán entraron en la nave.
El
capitán se quedó fuera. Salía la luna. ¡Y qué luna! Su mágico resplandor
convirtió la llanura en un extenso mantel azul obscuro, y la ciudad en un
candelabro de plata.
El
misterio de aquellos edificios vacíos y de aquellas calles abandonadas cruzó la
llanura y penetró hasta la médula de sus huesos. ¿Qué había pasado con los
habitantes de la ciudad?, se preguntó. ¿Qué les había sucedido a los habitantes
de las otras ciudades que había visto cuando la nave había entrado en órbita?
Sacudió la cabeza. No lo sabia y probablemente no lo sabría nunca. Su propia ignorancia le entristeció y, de pronto, encontró irresistible el patetismo de la llanura y el ininterrumpido silencio de la noche. Volvió a la nave y cerro la puerta tras él.
Estuvo largo tiempo tendido en la obscuridad de su camarote, pensando en
las personas de la Tierra, en la civilización que habla venido y se había ido,
sin dejar tras de sí más que un puñado de cristales. Finalmente, se quedó
dormido.
Cuando
salió, a la mañana siguiente, había veinticuatro árboles de cerveza frente a la
nave.
Este
nombre surgió en el acto en la mente del capitán Frimpf. Nunca había visto
árboles de cerveza, y nunca había oído hablar de ellos, pero ¿qué otro nombre
podía darse a un grupo de grandes plantas leñosas con botellas de líquido
ambarino colgando de sus ramas y listas para ser recogidas como frutos maduros?
Algunos
de los frutos habían sido ya arrancados. Y había un semillero en el flamante
huerto: por la hilera de montículos que habla al borde del huerto se podía
deducir que habían sido plantadas nuevas semillas.
El
capitán estaba mudo de asombro. ¿Cómo era posible que un terreno -incluso un
terreno de la Tierra- hiciera crecer, de unas botellas vacías y en una sola
noche, árboles de cerveza? Empezó a vislumbrar lo que les podía haber ocurrido
a los habitantes de la Tierra.
Pempf
vino hacia él con una botella en cada mano.
-Pruebe,
señor -dijo entusiasmado-. ¡Nunca habrá probado nada semejante!
El
capitán le detuvo con una mirada penetrante.
-Soy
un oficial, Pempf. ¡Y los oficiales no beben cerveza!
-Lo...
lo olvidé, señor. Lo siento.
-¡Ya
lo creo que debe sentirlo! ¡Usted y los otros dos! ¿Quién les dio permiso para
comer..., quiero decir beber frutos de la Tierra?
Pempf
inclinó la cabeza lo suficiente como para demostrar que estaba arrepentido,
pero no tan arrepentido como debía, de acuerdo con su graduación.
-Nadie,
señor. Creo..., creo que perdimos la cabeza.
-¿No
tienen la menor curiosidad por saber cómo han crecido esos árboles? Usted es el
químico de la expedición. ¿Por qué no está analizando el suelo?
-No
sería de ninguna utilidad, señor. Un suelo como éste, capaz, con sus
propiedades, de hacer crecer árboles de botellas vacías, es el producto de una
ciencia con un millón de años de adelanto sobre la nuestra. Además, señor, no
creo que el suelo sea el único responsable. Creo que la luz del sol, al
reflejarse en la superficie de la Luna, se combina con ciertas radiaciones
lunares y da a la luz de Luna resultante la facultad de fecundar y multiplicar
cualquier cosa plantada en este planeta.
El
capitán le miró.
-¿Cualquier
cosa, dice usted?
-¿Por
qué no, señor? Plantamos botellas vacías de cerveza y han salido árboles, ¿no?
-Hummm
-murmuró el capitán.
Se
volvió bruscamente y entró otra vez en la nave. Pasó el día en su camarote,
pensando. Olvidado completamente del apretado plan del día. Después de la
puesta del sol salió y enterró detrás de la nave todos los billetes de Banco
que había traído consigo. Sentía no tener más, pero en realidad no importaba,
porque tan pronto diesen fruto los árboles tendría todas las semillas que
quisiera.
Aquella
noche, por primera vez en muchos años, durmió sin soñar con la factura del
mercado y con los impuestos.
Pero
a la mañana siguiente, cuando salió afuera y dio apresuradamente la vuelta a la
nave, no encontró ningún árbol de billetes floreciendo bajo el sol. No encontró
más que los pequeños montículos que él mismo había dejado la noche anterior.
Al
principio, la decepción le dejó aturdido. Luego pensó: «Quizá el dinero lleve
más tiempo. ¡Probablemente sea tan difícil de hacer crecer como de
conseguirlo.» Volvió al otro lado de la nave y miró hacia el huerto. Los
árboles eran tres veces más grandes que el día anterior y formaban ya un
pequeño bosque. Perplejo, caminó por los claros salpicados de sol y mirando con
envidia los grandes racimos de frutos de ámbar.
Un
rastro de tapones le llevó hasta un claro en el que crecía un nuevo sembrado.
Crecía a ojos vistas. Pempf, Fardel y Birp bailaban alrededor como ninfas
barbudas de los bosques, esgrimiendo botellas y cantando a voz en grito. La
canción obscena sobre las arenas azules de la Tierra tenia ahora una segunda
estrofa.
Al
verle se detuvieron en seco, y al advertir la expresión del capitán dieron por
terminada la fiesta. Este se preguntó si habrían dormido aquella noche. Lo
dudaba. Pero hubiesen dormido o no, estaba claro que la disciplina se relajaba
rápidamente. Si quería salvar la expedición tenia que actuar con prontitud.
Pero,
por alguna razón, su iniciativa parecía haberle abandonado. La idea de salvar
la expedición le hizo pensar en la vuelta a Marte, y la vuelta a Marte le hizo
pensar en su gruesa esposa, y su gruesa esposa le hizo pensar en la factura del
mercado, y ésta en los impuestos, y el recuerdo de los impuestos, por una razón
inexplicable, le hacía pensar en el pequeño armario de licores de su camarote y
en la botella de whisky por descorchar que permanecía sola en su repisa.
Decidió
aguardar hasta mañana para reprender a la tripulación. Seguramente por entonces
sus árboles de billetes habrían surgido ya de la tierra, dándole una idea de
cuánto debía esperar para recoger su primera cosecha de dinero y plantar la
segunda. Cuando su fortuna estuviese asegurada podría encararse mejor con el
problema de los árboles de cerveza.
Pero
a la mañana siguiente los montículos, en la parte de atrás de la nave, estaban
igual. El huerto de cerveza, por el contrario, era algo digno de verse. Se
había extendido hasta la mitad de la llanura, en dirección a la ciudad muerta,
y el viento. en las ramas cargadas de frutos, hacía un sonido semejante al de
una planta embotelladora en plena producción.
En la mente del capitán quedaban muy pocas dudas sobre la suerte que habían corrido los habitantes de la Tierra. Pero ¿qué había ocurrido con los árboles que dichos habitantes habían plantado? No era un tipo obtuso, y la respuesta llegó en seguida. Los habitantes de la Tierra habían llevado a cabo una función semejante a la de las abejas en Marte: al beber el fruto líquido habían fecundado el caparazón de cristal que le recubría, y estos caparazones fecundados y plantados hablan producido nuevos árboles.
«Una
ecología muy agradable», pensó el capitán.
Pero
como todas las buenas cosas se había extinguido. Una por una, todas las
personas se habían convertido en activos fecundadores, y, finalmente, habían
muerto agotados, y los árboles, incapaces de reproducirse por sí solos, se
hablan extinguido.
Un
destino trágico, sin duda. Pero ¿era acaso más trágico que morir a causa de los
impuestos?
El
capitán pasó el resto del día tratando de encontrar un medio de fecundar el
dinero. Sus ojos se desviaban cada vez con más frecuencia hacia la puerta del
pequeño armario de los licores. Al atardecer, Birp, Pempf y Fardel aparecieron
solicitando una audiencia.
Fardel
fue quien habló.
-Señor
-dijo-. Lo hemos decidido. No vamos a volver a Marte.
El
capitán no se sorprendió, pero no pudo dejar de mostrarse irritado.
-¡Volved
a vuestro huerto y dejadme en paz! -dijo, dándoles la espalda.
Cuando
hubieron salido fue hasta el armario de los licores y abrió la puerta. Cogió la
única botella que quedaba. Sus dos compañeras habían quedado vacías hacía
tiempo, y habían sido arrojadas por el dispositivo de eliminación. Ahora
flotaban, en órbita, en algún lugar entre la Tierra y Marte.
-Ha
sido una suerte que salvara una –dijo, y la fecundó. Luego salió,
tambaleándose, y la enterró , detrás de la nave, y se sentó para ver cómo
crecía.
Quizá
sus árboles de dinero crecieran, o quizá no. Si no crecían no volverla a Marte.
Estaba harto de su gruesa. esposa, estaba harto de la cuenta del mercado y de
los impuestos sobre las rentas personales, la carretera, el árbol, el gas, la
hierba y el aire, y de los de la primera, segunda, tercera y cuarta guerras
mundiales. Y sobre todo estaba. harto de ser un honorable oficial con la boca
seca.
Salió
la Luna y él pudo ver, encantado, cómo los primeros brotes de su árbol de
whisky surgían de las arenas azules de la Tierra.
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