Cuarentena - William Voltz

El conejo dormitaba al sol del crepúsculo de­lante de su madriguera. Formaba una peluda bola, de la que sólo destacaban las orejas.

Ignoraba yo cuántos conejos había en la isla. Posiblemente los habían importado antes de mi lle­gada, para que tuviera ocasión de practicar la caza. Observé al pequeño animal por entre los árboles. Ofrecía una imagen plácida. Noté en mi cerebro, cual tenues latidos, los débiles y primitivos impul­sos mentales del roedor. Eran unas sensaciones ins­tintivas, de las que se adivinaba fácilmente la pere­zosa tranquilidad que gozaba.

Extraje una flecha metálica del carcaj. No me habían dejado armas de fuego.

Si esforzaba el oído, percibía el murmullo de las olas. El sol se hundía en el horizonte y formaba una centelleante cinta sobre el agua. En las ramas de los árboles gorjeaban algunos pájaros. Estaban tan acostumbrados a verme, que apenas demostra­ban temor. Yo era parte de su soledad, igual que ellos lo eran de la mía.

Tensé el arco. Resulta sorprendente lo que uno llega a aprender cuando no tiene otra solución. Con gesto sereno apunté contra el animal.

La flecha salió disparada. De un instante a otro se interrumpieron los vacilantes procesos mentales del conejo, que dio un breve salto, y su súbita sensación de dolor penetró en mi corazón, pese a que me había blindado. No pude evitar un estreme­cimiento,

Poco a poco avancé hacia mi presa y arranqué la flecha de su cuerpo aún caliente. Ahora ya no me importaba hacerlo, pero la primera vez me había mareado. Con mano experta colgué el conejo de mi cinturón. Luego devolví la flecha al carcaj y me eché el arco al hombro.

Atravesé sin prisa el reducido bosque. Al otro lado se alzaba mi bungalow entre los árboles. La construcción descansaba sobre cuatro pilones de hor­migón armado, destinados a evitar la humedad. Una escalera de madera conducía a la puerta. La casa tenía dos ventanas. Una daba al mar y la otra al bosque. 

Disponía de tres habitaciones. En la pri­mera había instalado la cocina. En la segunda, dor­mía. Y la última estaba prácticamente vacía, ya que no poseía nada que guardar en ella. No sin ironía la llamaba el «cuarto de los huéspedes». Calculado por encima, la isla mediría algo más de un kilómetro cuadrado. 

Sobre su situación geográfica nada po­día decir, porque me habían dejado allí de noche. Nadie había considerado necesario explicarme dónde se hallaba aquel punto perdido en el océano. Y yo no entendía nada de astronomía. De otra forma, qui­zá hubiera sabido guiarme por las estrellas.

Alcancé la escalera y automáticamente dirigí una última mirada al mar.

Entonces vi el barco.

De momento era sólo una diminuta mancha ne­gra. Me senté en el escalón superior y protegí mis ojos con la mano plana.

Iba a recibir visita.

El barco no podía aproximarse mucho a la isla, por lo que enviarían a tierra un bote de remo. Aque­lla tarde no harían ya nada, sin embargo, porque empezaba a anochecer. Probablemente se presenta­rían a la mañana siguiente, en medio de la gris neblina que todo lo cubría.

Los visitantes se encontraban todavía a dema­siada distancia para que yo pudiera captar sus pen­samientos. Me levanté, por tanto, y entré en la casa. Solté el conejo del cinturón y lo dejé encima de la mesa. De pronto sentí que no me apetecía la carne fresca.

¿Acaso consideraban que ese lugar ya no era suficientemente seguro? Todavía tenían miedo de mí, temerosos porque pudiera revelar sus ridículos secre­tos militares. De súbito me dominó el convencimien­to que ellos me matarían. Veían en mí un peligro de­masiado grande. Era más práctico eliminarme. En las primeras horas de la mañana llegaría mi asesino en el bote.

Fui al armario en busca de un cuchillo de coci­na, pero me detuve antes de sacarlo.

¿Para qué iba a comer una persona condenada a morir a la mañana siguiente?

***** 

Empezó de una manera extraña, casi como un sueño.

Curt Hume yacía con los ojos abiertos en su cama y oía la voz. Hacía pocos segundos que el despertador había sonado, arrancándole de su des­canso.

Lo primero que notó, fue que el dolor de cabeza había desaparecido.

Permaneció echado un rato más, para disfrutar la deliciosa sensación de verse libre de molestias. La opresión que desde hacía años martirizaba su cerebro, había desaparecido. Acababa de producirse, espontáneamente, lo que los médicos intentaran sin resultado durante tanto tiempo.

Hume se sintió liberado y dichoso. Le parecía haber vivido encerrado hasta entonces. Al mismo tiempo experimentaba cierto temor a que el dolor pudiera volver, a que ese momento de bienestar terminara...

De pronto la señora Abbott, el ama de llaves, exclamó junto a su lecho:

—¡Estos malditos panecillos secos me ponen más nerviosa cada día! Luego, el cuarto de Hume está lleno de migas...

El hombre se estremeció y miró a su alrededor. La habitación estaba vacía. Hume se dejó caer de nuevo sobre la almohada, muy preocupado. ¿Era imaginación suya o había oído realmente la voz de la señora Abbott?

—¡Ay, Dios mío, la leche! ¡La leche! —gritó en­tonces la mujer.

Y Hume vio, horrorizado, cómo la señora Abbott corría hacia el hornillo eléctrico para evitar que la leche se saliera.

Curt Hume saltó de la cama. Abrió en pijama la puerta del dormitorio y atravesó el pasillo, cami­no de la cocina. El ama de llaves estaba ocupada limpiando el hornillo con un paño. Olía a quemado.

Hume preguntó con voz queda:

—¿Se le salió la leche?

«¿Cómo diantre entra este tipo sin hacer ruido? ¡Y no lleva más que el pijama, este...!»

Sus labios no se habían movido en absoluto al ver a Hume en la cocina, y sólo entonces se abrie­ron para decir:

—¡Oh, buenos días, Curt! No se preocupe. En un instante estará todo limpio.

Hume se dejó caer en una silla. Notaba el frío del asiento a través del delgado género de su pi­jama. Se oprimió las sienes con ambas manos.

—Me parece que esta mañana su dolor de cabeza es muy intenso, ¿no? —preguntó la señora Abbott con interés.

Pero Hume oyó además esto:

«Apostaría cualquier cosa a que sólo finge el malestar. Lo que quiere es despertar compasión.»

—¡Yo no finjo! —protestó Curt Hume.

La señora Abbott dejó caer al suelo el bote lleno de leche caliente, y ésta se desparramó por toda la cocina.

—¡Y no dejo migas ni ando por mi casa sin ha­cer ruido y, por lo general, llevo puesto algo más que un pijama! —añadió Hume en tono glacial—. Y ahora le ruego que se vaya, señora Abbott.

«¡Dios mío, pero este hombre no puede leer los pensamientos! Eso es imposible.»

El ama de llaves estaba blanca como el yeso y las manos le temblaban tanto que no acertaba a desatarse el delantal.

—Di..., disculpe usted —tartamudeó la mujer, abandonando la cocina.

Hume se levantó con dificultad. Las piernas pa­recían no querer sostenerle. Por fin se acercó al armario y sacó de él la botella de ginebra. Hasta entonces sólo había empleado el alcohol como som­nífero.

Su dolor de cabeza había desaparecido. Pero..., a cambio de la cefalea, captaba los pensamientos de los demás.

La ginebra hizo brotar lágrimas de sus ojos, pero en el estómago le produjo una agradable sensación de calor. No debía precipitarse. Su nuevo poder guardaba relación, sin duda, con el antiguo dolor de cabeza.

Salió de la cocina para telefonear a Blanche des­de su despacho. Marcó el número con dedos inse­guros.

Cuando ella contestó, Hume sólo oyó su nombre. Los pensamientos de la muchacha no llegaban hasta su cerebro.

—Buenos días —dijo—. ¿Cómo te encuentras?

—Eso debiera preguntártelo yo —repuso Blan­che—. ¿Tienes dolor de cabeza?

—Pues..., no. Desapareció —murmuró Curt.

La voz de la joven sonó preocupada.

—Tomas demasiadas pastillas. Acabarán por es­tropearte el estómago.

Hume sonrió. Era un hombre de mediana esta­tura y anchos hombros, con bastantes surcos en su rostro de ojos azules.

—No tomé medicamento alguno —explicó—. El dolor se fue sin más... En cambio, ahora soy adi­vino.

Blanche rió tranquilizada.

—¡Eso sí que me alegra! —exclamó—. ¿No quie­res darme una prueba de tus extraordinarias facul­tades?

—Esta tarde —prometió Curt Hume.

Se despidieron, y el hombre comenzó su aseo matinal. Una vez vestido, abandonó el piso. Iba sil­bando alegremente y no encontró a nadie en la es­calera.

Momentos más tarde estaba en la calle. Incon­tables personas pasaban aprisa por su lado, gente que acudía a su trabajo cotidiano. Hume dio un paso atrás. Perdió el equilibrio y fue a caer contra la pared de la casa. En su frente aparecieron per­las de sudor. Sin saber cómo, logró regresar a la portería, y allí vomitó.

Se había enfrentado con los transeúntes comple­tamente desprevenido, y la riada de pensamientos ajenos podía más que él. Le derrumbaba. Era algo brutal, implacable, inhumano. Y, entre tanto pensa­miento, sólo surgían escasos —muy, muy pocos— impulsos amables. Hume retornó angustiado a su cuarto y se arrojó sobre la cama. Su horrible facul­tad sólo parecía funcionar cuando tenía cerca a otra persona. Si ésta se alejaba, la intensidad de sus ideas cedía.

«¿Qué puedo hacer, Dios mío? —pensó, desespe­rado—. Debo salir a la calle, sea como fuere, y mez­clarme entre la gente. ¡No voy a quedarme aquí metido para siempre!»

Y se le ocurrió otra cosa. No debía hablar con nadie de su fuerza telepática. Si las demás personas descubrían que él conocía sus pensamientos, incluso sus más íntimos deseos, caerían sobre él como fie­ras. «Hasta ahora fui como todos —se dijo Curt Hume—. Pero todo ha cambiado de pronto, y debo proceder con tremendo cuidado...»

¿Existían otros seres humanos que dominaran la telepatía? No era muy probable. Quizá se acostum­brara poco a poco a las nuevas circunstancias... De repente sintió miedo de ver a Blanche. No temía lo que ella pudiera decir, sino la averiguación de sus verdaderos pensamientos.

Curt Hume ignoraba que sería detenido antes de tener ocasión de reunirse con Blanche.

***** 

Sucedía muy raramente que yo saliera tan tem­prano de la vivienda. Hoy, sin embargo, me empu­jaba a hacerlo un motivo especial: un bote se acer­caba a la playa. Cosa rara, el barco grande había desaparecido. Por lo visto querían dar tiempo a mi asesino. El hombre tendría el encargo de vencer mi desconfianza y obtener informaciones antes de ma­tarme.

En el bote venía un solo hombre. Llevaba camisa multicolor y un sombrero de alas anchas, que el viento agitaba. El hombre remaba como si no exis­tieran la playa, el bungalow ni la isla. Pequeñas co­ronas de espuma se ensortijaban sobre las olas que se divertían jugueteando con la barca. De los remos goteaban perlas de agua, que centelleaban breve­mente a la luz del sol matutino.

De repente cesaron los movimientos del hombre, que se puso de pie y me miró. No pude reconocer su cara, a la que el sombrero hacía sombra, pero vi que me saludaba con la mano.

Corrí a la casa en busca de arco y flechas. Cuan­do volví a salir, se había sentado de nuevo y remaba. Los músculos de su espalda tensaban la camisa de colores. Para mí era más sencillo disparar contra él mientras siguiera en esa postura, porque entonces permanecería siempre en el anonimato. Yo no sentía remordimientos de conciencia.

Aquel individuo venía dispuesto a matarme.

Estaba, entonces, en mi derecho de defenderme de él. Le suprimiría antes que me llegaran sus su­cios pensamientos.

***** 

Curt Hume lo consiguió al tercer intento. Existía un medio de rechazar los pensamientos de otras per­sonas: concentrarse de forma muy intensa en una idea concreta, y entonces los impulsos de los demás rebotaban. Sin embargo, aquel esfuerzo mental agotó sus fuerzas.

Hume caminaba por el extremo de la acera. Na­die parecía interesarse por él. Nadie le dirigió mi­rada alguna de sospecha, y ninguna voz acusadora se alzó contra su persona. Curt alcanzó la parada del autobús. Cuatro hombres y seis mujeres espera­ban el vehículo. 

Hume no se atrevió a indagar en sus pensamientos. Tenía que hallar la posibilidad de concentrarse en la mente de una persona determi­nada y desconectar cualquier otra transmisión. En eso llegó un muchacho a la parada. Vestía pantalón ceñido, de tipo Manchester, y una camiseta azul, bastante desteñida.

Hume se le acercó con paso indeciso.

«¿Por qué me mirará ese tipo de manera tan fija? —pensó el rapaz—. Seguro que ve algo en mí que no le gusta. Lástima que no lleve ni un ciga­rrillo. Si no, le daría en las narices con el tabaco... ¡Menuda cara de moralista tiene!»

Hume sintió que se le agarrotaba la garganta. In­trodujo una mano en su bolsillo y sacó su pitillera. Luego llamó al muchacho con un gesto de la mano, mientras contenía la respiración.

—Ven —dijo—, y toma uno de mis cigarrillos.

El jovencito se sonrojó, contempló desconcertado a Hume y, de pronto, dio media vuelta y echó a correr.

«¡Ay que ver! ¡Mira que ofrecer tabaco a un niño! —pensó una de las mujeres, indignada—. Pa­rece un gángster.»

Apareció por fin el traqueteante autobús, y Hume procuró escapar a las furiosas miradas de la mujer. Fue el último en subir. Hacía todo lo posible para defenderse de la confusión de pensamientos que le llegaba. Encontró asiento en el centro del coche. Enfrente iba sentado un hombre muy delgado, con gafas. Sus ojos paliduchos pestañeaban nerviosos tras los cristales.

Con mucho cuidado, Hume intentó localizar las ideas de aquel individuo entre la maraña de corrien­tes. Sobre todo le estorbaban los bruscos cambios de humor del revisor. De repente, Curt Hume se estremeció como si le hubieran dado un latigazo. El tipo de enfrente sólo tenía una idea:

Había decidido matar a un hombre llamado Harris.

Curt Hume cerró los ojos horrorizado. Sus manos se agarraron, crispadas, a los brazos del asiento.

—¿Qué le sucede? —preguntó entonces un vo­zarrón brusco—. ¿Se siente mal?

Hume levantó los párpados. Era el revisor. Sus abultados labios estaban entreabiertos y sus ojos examinaron malhumorados al viajero. Otros pasaje­ros se fijaron también en él. Con mano insegura, Hume extrajo el billete de su bolsillo. El revisor lo taladró.

—No es nada... —musitó Curt.

El corpachón del empleado tapó la escuálida fi­gura del individuo que proyectaba asesinar a Harris. Hume no sabía quién era ese Harris, pero en la mente del criminal había aparecido, por breves ins­tantes, la imagen de la víctima, un hombrecillo me­nudo y afanoso de imponente barba. Hume le vio detrás del mostrador de una tienda de comestibles.

El revisor continuó su camino. Sin embargo, Curt Hume no se atrevía a mirar cara a cara al delin­cuente.

Prefirió seguir con la vista al empleado, que gru­ñendo se abría paso entre las filas de pasajeros. La suspensión del vehículo era mala, y el estómago de Hume amenazaba con rebelarse. A su lado iba una mujer con una gran cesta de la compra en la falda. De vez en cuando embutía en ella lo que se salía por un lado y por otro. Al moverse dio un ligero codazo a Hume, y éste se sobresaltó.

«¡Dios mío! —se preguntó el telépata—. ¿Qué de­bo hacer?»

A dos metros de distancia iba sentado un hom­bre que, en menos de una hora, quería dar muerte a alguien. Nadie lo sabía, excepto Hume. Y Hume era lo suficientemente inteligente para comprender que sería inútil avisar a la policía. No podía decir a los agentes, simplemente: «Ese tipo proyecta cometer un asesinato. Es fácil leerlo en sus pensamien­tos. Deténganle antes que sea tarde.»

Toda la responsabilidad pesaba sobre él. No te­nía medio de compartirla con nadie ni sacudírsela de encima. Hume se veía en la obligación de impe­dir un crimen.

Volvió a mirar al delincuente. Éste había apoya­do la cabeza en las manos y parecía dormir. Sin embargo, estaba bien despierto. Curt Hume analizó cuidadosamente los diversos sentimientos del hom­bre.

Al cabo de un rato averiguó que el asesino poseía un revólver. Pensaba el individuo en un arma pe­queña, pero eficaz, con la que mataría a Harris. La llevaba en el bolsillo delantero de la americana.

El autobús se detuvo, y nuevos pasajeros subie­ron a él. Como todos los asientos estaban ocupados, varias personas se situaron de pie entre Hume y el criminal. El vehículo arrancó.

«Debo vigilar dónde se baja», se dijo Hume.

Había empezado a llover. En los sucios vidrios de las ventanas se formaron gotas.

—Debería haber traído el paraguas —comentó la mujer de la cesta de la compra—. Este tiempo es una lata.

Hume le dedicó una sonrisa de compromiso. Le importaba un comino el tiempo que pudiera hacer en aquel momento.

«Es un tipo engreído —pensó entonces la vecina—. Y total, para lo arrugado que va... Tiene el traje hecho un higo.»

Hume no le hizo caso. Con asombro se dio cuen­ta de la rapidez con que había desarrollado una indiferencia frente a los pensamientos desagradables de los demás. No le afectaban en absoluto.

El coche llegó a la parada siguiente.

El asesino se levantó. Los miembros de Hume pe­saban como el plomo. A pesar de ello, Curt se alzó también y descendió del autobús detrás del hombre armado. El individuo delgado no se volvió. Hume le seguía a una distancia de veinte metros. Era el límite extremo para percibir sus intenciones. Am­bos caminaban por la estrecha acera. El tránsito había alcanzado a aquellas horas su máxima den­sidad. Entre la riada de gente, Hume tuvo que es­forzarse mucho para no perder de vista al criminal. 

Un semáforo detuvo la circulación en el sentido en que los dos avanzaban. Pero el tipo enjuto no espe­ró, sino que torció hacia la derecha. Hume aceleró el paso, preocupado. A la vuelta de la esquina, el perseguido entró en un establecimiento. Automática­mente, Hume levantó la vista hacia el letrero. Y leyó:

 

M. J. Harris (comestibles)

 

Curt Hume quedó paralizado. Releyó el anuncio otras dos veces. Luego se precipitó en la tienda.

***** 

Apoyé la muesca de la flecha en la cuerda del arco. El bote se balanceaba suavemente en el agua.

Di al hombre en plena espalda. Con extraña cal­ma y sin proferir exclamación alguna cayó el ocu­pante de la pequeña barca. El ancho sombrero que­dó flotando en la superficie y danzaba encima del remolino producido por el cadáver que se hundía.

Mi tensión se alivió. No experimenté arrepenti­miento alguno. Una y otra vez defendería mi vida, pese a ser sólo una débil mujer.

Una ligera brisa sopló sobre el mar, refrescante y purificadora.

Las olas arrastraron hacia la orilla el sombrero de alas anchas...

***** 

El individuo enjuto había sacado el revólver y permanecía con rostro desencajado ante el mostra­dor. Un hombrecillo menudo, situado a un metro de distancia, le miraba con ojos enormemente abier­tos. No había nadie más en la tienda. Hume perci­bió el intenso aroma de las especias. La gris figura del criminal destacaba sombría contra los multico­lores envoltorios que llenaban los estantes.

Hume se arrojó hacia delante sin reflexionar. El choque le hizo cerrar los ojos instintivamente. Oyó un disparo, un estallido seco, que no produjo eco. Los cuerpos cayeron sobre unas cajas de fruta. Na­ranjas, limones y manzanas rodaron por el estable­cimiento.

Una aguda voz chilló:

—¡Auxilio...! ¡Policía...!

Hume notó que la resistencia del adversario ce­día. Se puso de pie como pudo y vio que el criminal quedaba tendido inerte en el suelo. Los cristales de sus gafas estaban rotos en mil pedazos, y la montura aparecía torcida. Un hilillo de sangre asomaba por debajo de su cabeza.

Hume se inclinó sobre el cuerpo.

—¿Qué he hecho, Dios mío? —murmuró horro­rizado.

A su alrededor se apelotonaba la gente. La puerta de la tienda estaba abierta. Harris había desapare­cido. Hume se tambaleó hacia atrás y cayó contra el mostrador. Una pila de latas de sardinas se de­rrumbó con gran estrépito. Curt alzó la vista descon­certado.

Las caras de la gente que le rodeaba parecían máscaras desgarradas, rojas de excitación y brillan­tes a causa de la lluvia. De manera confusa, Hume captó el oleaje de sus pensamientos.

—Usted le ha matado —destacó una voz.

Hume se agarró al mostrador. ¿Dónde estaba Ha­rris? En la puerta había cada vez más aglomeración de curiosos. La gente, ávida de sensación, se empu­jaba entre sí, y las miradas iban del hombre que ya­cía en el suelo a Hume.

«¡No puede estar muerto!», se dijo el telépata en el colmo de la desesperación.

El delincuente debía haberse dado con mala for­tuna contra el pavimento.

—¡Usted lo ha matado! —repitió la misma voz, rezumante de odio—. ¡Y en medio de esta tienda!

Hume dio un paso hacia delante y tropezó con el cadáver. Alguien le agarró por el brazo. Curt se sol­tó con violencia.

—¡Fuera! —gritó.

Las caras se hicieron a un lado. Ante él se abrió un camino. De pronto imperó el silencio en la tienda. Sólo se oía el ruido del tráfico.

—La policía no tardará en venir —anunció al­guien detrás de Hume.

Éste se volvió. Era Harris. Parecía un enano con barba. Estaba muy inclinado sobre el mostrador y contemplaba con disgusto la fruta pisoteada. Luego empezó a recoger las latas de sardinas, colocándolas en su sitio con cuidado. Hume avanzó hacia él con paso vacilante. Harris le estudió con indiferencia.

—Ese hombre... —susurró Hume, señalando el cuerpo— pretendía asesinarle.

—Sí —confirmó Harris—. Todo parece indicarlo.

Y el tendero miró hacia la puerta. Poco a poco se volvió también el telépata. Dos hombres de uni­forme se abrían paso entre la muchedumbre. Hume les aguardó con indiferencia.

Uno de ellos se hizo cargo de la situación de una sola ojeada.

—Usted viene con nosotros —dijo.

Eran tipos brutales y malcarados. Llevaban las botas mojadas hasta el borde. Ambos agarraron a Hume por los brazos.

—¡Que nos acompañe Harris! —exigió el deteni­do—. Él lo vio todo.

Pero Harris objetó:

—Fui yo quien llamó. Ante todo debo poner un poco de orden en la tienda. Díganle al comisario que en seguida iré para allá.

Hume sintió que se le oprimía la garganta. Los policías le empujaron sin consideraciones a través del grupo de curiosos. Delante del establecimiento esperaba un vehículo. De un golpe le enviaron al asiento posterior. El telépata oyó arrancar el motor con absoluto desinterés. El coche se puso bruscamen­te en movimiento. Los limpiaparabrisas comenzaron a funcionar. Curt Hume sintió un escalofrío.

El comisario hizo dar una vuelta completa al ci­garrillo que tenía en la boca. La piel de sus mejillas se tensó. Con pasos regulares, como sí quisiera me­dir la habitación, abandonó el rincón de su escrito­rio y se dirigió hacia Hume. Su rostro revelaba una mezcla de desgana y mal disimulado enojo.

—Éste es ya el tercer interrogatorio, Hume —dijo con voz fría—. Pero no avanzamos en absoluto. Nos consta, eso sí, que Ben Stone tenía intención de ma­tar al dueño de la tienda. Usted lo impidió, y su intervención costó la vida a Stone. Pero nadie pre­tende acusarle. Lo único que nos interesa saber, es porqué conocía usted a ese individuo. Era uno de los delincuentes más buscados de la ciudad. Usted tuvo que enterarse que Stone iba a casa de Harris aquella mañana. Nuestras averiguaciones han demostrado que nunca, hasta entonces, se había bajado en la parada próxima a la tienda. Su lugar de trabajo queda muy lejos. Además, nos debe usted una expli­cación: ¿por qué siguió a Stone al establecimiento?

Hume se humedeció los labios con la lengua.

—Podría decirle cómo descubro las cosas —dijo en tono brusco— pero sería inútil, porque no me creería.

El comisario Pertonwaithe apoyó una mano en su hombro.

—¿Es usted telépata, Hume? —preguntó con no menos sequedad.

Curt Hume se estremeció. Se sentía ligeramente mareado.

—Hum... Comprendo —gruñó Pertonwaithe.

—¿Cómo lo sabe? —musitó Hume.

El policía esbozó una sonrisa fría.

—Lo suponía —repuso—. Hace poco más de dos años, todos los jefes de departamento del país recibimos un escrito del Gobierno, en el que se nos or­denaba buscar personas como usted...

—O sea que ha encontrado ya varias —le inte­rrumpió Hume.

El comisario movió la cabeza.

—No. Usted es el primero que aparece en este distrito. Lo cierto es que me costaba creer que exis­tiera algo semejante. Y una cosa... ¿Es capaz de ha­cerme una demostración, Hume?

El telépata contestó fatigado:

—Pues..., sí. Usted pensaba, en estos instantes, que en su vida particular hay cosas que más valdría que yo no supiera...

Pertonwaithe soltó un reniego y dio un manotazo en la espalda a Hume.

—No tema —dijo éste, burlón—. No soy entro­metido.

—Parece poseer unas facultades realmente ex­traordinarias —admitió el policía de mala gana.

Por lo visto tomaba el hecho como una ofensa personal, pero Hume no sintió deseos de husmear más en los pensamientos del otro.

—¿Qué proponía el Gobierno en el escrito? —in­quirió Hume—. ¿Qué deben hacer con un telépata, en cuanto lo atrapen?

Los ojos de Pertonwaithe centellearon.

«Para este hombre soy un monstruo», pensó Hu­me con amargura.

Y el comisario le dio la razón, más o menos.

—Para nosotros, usted no puede ser una persona normal —dijo—. Dadas sus condiciones especiales, está en situación de escarbar en la vida privada de los demás. Puede desenmascarar a agentes secre­tos del Estado y vender importantes informaciones al enemigo. 

Aunque usted nos asegure no hacerlo, ¿quién nos lo garantiza? Cada uno de nosotros tiene sus secretos y quiere que éstos sean respetados. Us­ted, Hume, es un cuerpo extraño en nuestra sociedad humana. Aquí no hay sitio para usted, y no cabe la posibilidad que siga viviendo entre nosotros.

Hume pensó en Blanche y empezó a temer no volver a verla jamás.

—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó en voz alta.

Pertonwaithe dio una fuerte chupada a su ciga­rrillo, y su mirada despertó el temor en Curt Hume.

El comisario volvió a mostrar su sonrisa gélida.

—Debemos ponerle en cuarentena, amigo. El Gobierno tiene el máximo interés en aislar a todas las personas que posean semejante capacidad tele­pática. Seres como usted, deben vivir aparte. Con­viene que esta aptitud tropiece con unos límites de espacio. Tengo entendido que sólo capta perfec­tamente los pensamientos de un hombre cuando se encuentra bastante cerca de él, ¿no?

—Sí —confesó Hume—. Nada me llega de las ideas de una persona que esté a más de veinte me­tros de distancia.

El telépata miró por la ventana. Seguía lloviendo.

—¿Adónde piensa enviarme? —preguntó—. ¿A una clínica especializada..., o al desierto de Gobi?

Pertonwaithe fingió no darse cuenta de la ironía.

—Será trasladado a una isla, Hume. Quizá le in­terese saber que allí ya hay otro telépata... —y aña­dió con una desagradable risita—: Se trata de una mujer, Hume. De una mujer joven y bonita. Me fi­guro que a ella le agradará tener compañía...

Hume no se fijó en la expresión del comisario. Su miedo a una terrible soledad cedió para dar paso a una nueva esperanza.

Se levantó y tomó el sombrero que dejara sobre la mesa.

Temblaron sus manos cuando se agarraron a su ancha ala...

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