Prueba Espacial - Jürgen Andreas

Cuando el generador de inducción del Silverhorse explotó, sólo un bote de salvamento había aban­donado la zona de peligro. Era la menor de las lan­chas espaciales, y en ella no iban más que seis per­sonas. Pero algo fallaba en la impulsión. Kenbroke tuvo su trabajo para llegar a un planeta cercano y aterrizar. Era aquél un mundo desierto: únicamente algunas estepas de hierba amarillenta interrumpían el desnudo paisaje rocoso. No parecía haber vida, al menos en formas de cierta importancia. Sin em­bargo, los supervivientes de la catástrofe espacial tuvieron la fortuna de hallar aire respirable. Era imperioso reparar la avería si querían regresar a la civilización humana, pero había dificultades...

***** 

Era la hora del crepúsculo, y el grupo se había reunido en la amplia tienda instalada al pie de la lancha. Una larga linterna sujeta en el centro, bajo el techo de lona, les proporcionaba la luz necesa­ria. Las seis personas permanecían sentadas, en parte, sobre la seca hierba del suelo, o se habían aco­modado en cajas sacadas de la embarcación.

Cinco de los seis supervivientes formaban un pe­queño círculo en cuyo centro estaba Kenbroke, de­bajo mismo de la lámpara. La dura iluminación, que dividía su rostro en zonas de luz y sombra, le daba un aspecto demoníaco.

Junto a la entrada se encontraba arrodillado Sidney Beatstone, el más joven del grupo. Había sido ayudante de cocina en el Silverhorse. A su lado es­taba acurrucada la rubia Bárbara Taylor, una es­belta joven procedente de Alstair V, que iba como pasajera en la nave. 

A la izquierda de ésta se ha­llaba Elisa Kingston, con sus grandes y serios ojos fijos en Kenbroke. Estudiaba en la Universidad de la Tierra y regresaba de las vacaciones semestrales. Era muy agraciada y, cuando reía, se formaban dos simpáticos hoyuelos en sus mejillas. Ahora, sin em­bargo, no sentía deseo alguno de reír.

El biólogo Frank Eden debía experimentar algo semejante, porque estudiaba muy ceñudo unos pa­peles, escritos con letra muy apretada, que tenía sobre las rodillas. Tampoco él pertenecía a la tri­pulación, sino que se dirigía a un congreso de Cien­cias Naturales cuando se produjo la catástrofe. 

En el hueco existente entre él y Beatstone acababa de tomar asiento el segundo ingeniero de a bordo, Allan Sinceres. Al igual que Eden, sostenía un fajo de pa­peles escritos. Por cierto que había dejado asombra­dos a sus compañeros de infortunio al preguntarles su peso exacto. Ahora volvía a sacar cuentas afano­samente.

En la tienda de campaña reinaba el silencio, sólo interrumpido por una ligera brisa que agitaba de vez en cuando la lona.

Kenbroke, quien hasta entonces permaneciera pensativo, carraspeó:

—Le ruego, señor Eden, que nos dé a conocer sus averiguaciones.

Eden apenas levantó la mirada y, en seguida, graz­nó con voz impersonal:

—Diversos experimentos realizados con los apa­ratos disponibles en el bote de salvamento han de­mostrado que la atmósfera de este planeta tiene una composición algo distinta a la que habíamos su­puesto en un principio. He descubierto que este aire contiene fracciones de un gas hasta ahora desconocido para nosotros. 

Es posible que lo produz­can las flores rojas que abundan en los campos, y que más tarde lo absorban otros agentes químicos. Algo queda siempre en la atmósfera, no obstante, y ese gas es nocivo para el metabolismo humano.

»Mis cálculos indican que las cantidades recibidas por nuestros cuerpos todavía no resultan peli­grosas, dado que son neutralizadas, pero los antí­dotos naturales no bastarán, a la larga, y no conta­mos con los medicamentos necesarios. En conse­cuencia, es necesario que abandonemos este planeta antes que quede sobrepasado el grado de satura­ción del organismo humano.

—¿Y cuándo sucederá eso, señor Eden?

—Es difícil de decir, pero creo que debemos salir ­de aquí antes de una semana.

—Bien —gruñó Kenbroke, y de nuevo se dirigió a los demás—. Esto no ofrecería dificultades espe­ciales, porque la nave está a punto, pero... Pido al señor Sinceres que tome la palabra.

—Un momento —pidió el joven ingeniero—. Qui­siera comprobar otra vez las cifras más importan­tes.

—De acuerdo —asintió Kenbroke—, si es que con­fía en que sirva de algo. Entretanto deseo exponer a todos ustedes nuestra situación, principalmente a las señoritas Taylor y Kingston.

Kenbroke extrajo un estuche de su bolsillo, to­mó un cigarro y le cortó la punta. Luego, sin prisas, se guardó la tabaquera y encendió el puro. Sólo se dignó dar las explicaciones prometidas.

—Siento tener que decir que el capitán Harber, ahora ya muerto, era un tacaño de tomo y lomo. Como quizá ya sepan, aparte de comandante era también propietario del Silverhorse, y justo es re­conocer que daba gusto trabajar a sus órdenes. En primer lugar, no fastidiaba a sus hombres y, en segundo, era un astronauta de gran experiencia. Con él se sentía uno seguro. Por complicada que fuera una situación, Harber siempre encontraba una salida. Pero, como indiqué antes, contaba cada cen­tavo. Tenía fe en su suerte, que en realidad no le abandonó hasta la catástrofe que todos vivimos. 

Por consiguiente, no comprendía por qué había de derro­char tiempo y combustible para atenerse a unos ejer­cicios espaciales obligados con los botes de salva­mento. Con esos botes que él consideraba un lastre inútil, ya que estaba convencido que nunca los iba a necesitar... El resultado fue que el aprovisio­namiento de las lanchas era muy deficiente. Ustedes mismos ven que disponemos de pocos alimentos y que no hay apenas medicamentos...

»Le importaban un comino los ejercicios espa­ciales y el defecto en el sistema de impulsión de nuestro bote no fue advertido..., o incluso se pre­firió ignorarlo. En cualquier caso yo no soy respon­sable de ello, ya que mi labor a bordo era otra.

»Ustedes recordarán, asimismo, que el mal fun­cionamiento de la nave auxiliar, que ponía en peli­gro la vida de todos, nos hizo aterrizar en este pla­neta... Y ahora prefiero que prosiga usted, señor Sinceres, si es que ha terminado ya sus cálculos.

El segundo ingeniero había abandonado sus ope­raciones matemáticas y estaba evidentemente desa­nimado. Cuando Kenbroke se volvió hacia él, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y presentó su infor­me. También Sinceres hablaba ante todo para las dos muchachas y Beatstone, ya que Kenbroke y Eden conocían la situación.

—Tuvimos gran suerte en el aterrizaje y debemos dar las gracias al señor Kenbroke, porque fue él quien, con admirable rapidez, puso en funcionamien­to las toberas de seguridad al fallar la impulsión central. Pero esto lo mencioné sólo de paso —co­menzó.

»Como ustedes ya saben, necesitamos el impulso químico para conseguir una aceleración de hasta veinte mil kilómetros por segundo, aproximadamen­te. Sólo entonces podremos llegar sin dificultad, por medio del generador de inducción, a velocidades y supervelocidades como la de la luz. 

El principio de impulsión del generador de inducción no es otra co­sa que la extracción de energía de la inversión de la polaridad de las líneas de inducción de un objeto altamente acelerado. Por debajo de la velocidad in­dicada, el generador pierde su efecto.

»Ahora ese impulso químico es precisamente la principal causa de nuestros quebraderos de cabeza. Los generadores de inducción suelen trabajar a la perfección. Es rarísimo que, como en el caso del Silverhorse, suceda algo. Y nosotros tuvimos la do­ble mala fortuna que nuestra nave auxiliar presentara una avería en el conducto de oxígeno. 

»En consecuencia, entró demasiado oxígeno en la tobera, y el sistema de impulsión comenzó a funcionar de manera irregular. En el espacio no era posible solucionar el problema. Y a causa del empuje preciso para el aterrizaje, el exceso de oxígeno produjo tem­peraturas que quemaron nuestra tobera principal, llegando a fundirla en parte. Yo logré arreglar el tubo de entrada, pero con los medios que dis­pongo no puedo reparar la tobera deformada.

»Pasemos, entonces, a las consecuencias. Para el des­pegue podemos servirnos únicamente de las toberas de emergencia. En el espacio tardaremos un par de días más en alcanzar la velocidad prevista, pero eso no tiene mucha importancia. Lo difícil es salir del campo de gravedad del planeta. La potencia de las toberas es insuficiente, porque este planeta, con sus 1,3 g, posee una fuerza de atracción mayor que la Tierra. Así es, por desgracia. Sin embargo, no quiero entretenerles más con mis cálculos, que por cierto están a disposición de quien los desee com­probar. Realmente me alegraría que alguien descubriera una equivocación a nuestro favor.

»Lo triste es que, por ahora, sólo tengo malas noticias para ustedes. Y si incluimos los estudios del señor Eden, las nuevas que puedo darles adquie­ren un carácter catastrófico. En los últimos días, y con la ayuda del señor Kenbroke, reconstruí casi por completo la nave, eliminando de ella todo lo posi­ble con tal de reducir peso. 

»Ustedes mismos nos echaron una mano en esa labor, aunque sin conocer el verdadero motivo. De nuestro vehículo no queda ahora, prácticamente, más que el esqueleto de acero con la suficiente resistencia para soportar la pre­sión, y dentro siguen algunos indispensables instru­mentos de control, las dos toberas de emergencia, el combustible preciso, el generador de inducción, provisiones para una semana..., y desde luego hay espacio para nosotros seis...

—Pero, ¡maldita sea! —continuó Kenbroke—, lo cierto es que el peso es todavía excesivo, aunque sólo sobran cuarenta kilos. ¡Cuarenta tristes kilos! Lo que intenta decirles el señor Kenbroke, es que... cuarenta kilos son, aproximadamente, el peso mínimo de un adulto. Resulta lamentable que sobre esa can­tidad justa, en vez de mil kilos o trescientos gra­mos. Pero la cosa no tiene remedio, seríamos ton­tos de no extraer de ella ciertas consecuencias. Con otras palabras, compañeros: sólo cinco de nosotros abandonarán este planeta.

Kenbroke hizo una breve pausa, para dejar que sus palabras surtieran efecto.

—Como acaba de comunicarnos el señor Eden, la suerte del infortunado que deba permanecer aquí equivale con toda probabilidad a una pena de muer­te. Sé que resulta brutal, pero no hay otra forma para que los otros cinco salven su vida. Así pues, sólo resta la cuestión de quién será el desdichado o, me­jor dicho, cómo le elegimos... Habría una solución sencilla, claro: dado que, aparte de mí, también Sinceres sabe pilotar la nave, podría yo quedarme en el planeta, como hubiera hecho un viejo capitán de barco, y sacrificarme por los demás —dijo Ken­broke—. Pero la verdad es que mi heroísmo no lle­ga a tanto. Tengo una familia y veo la muerte con ojos bastante distintos a los de algunos novelistas. Siento decepcionarles, y ruego que, si alguien tiene una proposición para liberarnos del terrible dilema, la exponga.

—¿Lo echamos a suertes? —preguntó en seguida Beatstone.

Kenbroke se encogió de hombros.

—¿Tiene alguien una idea mejor?

Durante unos instantes pareció que Elisa Kings­ton iba a decir algo, pero al fin no lo hizo. Se veía claramente que no había podido digerir las terribles noticias.

—¿Ninguna propuesta...? —gruñó Kenbroke—. Bien; entonces seré yo quien haga la sugerencia.

Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y depositó un objeto sobre la caja en que estaba sentado. Era un revólver de tambor de aspecto un tanto anti­cuado.

Kenbroke se esforzó en sonreír.

—Se trata de un arma familiar que sacó de apu­ros a más de un antepasado mío. Creo que fue bue­na idea la de llevarme el revólver cuando abandoné la cabina al sonar el timbre de alarma, a pesar de las prisas.

De nuevo introdujo la mano entre su ropa, y de un bolsillo lateral salieron dos balas. Una se la vol­vió a guardar rápidamente. La otra quedó junto a la pistola.

Los hombres y las mujeres que se hallaban en la tienda de campaña contuvieron el aliento sin acabar de comprender los propósitos de Kenbroke.

—¿Y bien? —preguntó éste—. ¿Qué opinan uste­des?

Hubo un desconcertado silencio.

Por fin exclamó Eden:

—¿Acaso espera que alguno de nosotros tome el revólver y se suicide a la salud de los demás?

—No, no espero eso, señor Eden —replicó Ken­broke—. Pero le recomiendo que use su fantasía. Probablemente solucionará el problema.

En el rostro de Eden se reflejó la ira, aunque el hombre se contuvo y no dijo nada más.

—¡Un momento! —intervino entonces Sinceres—. Sin duda, ese revólver tiene seis cámaras... Y nos­otros, casualmente, somos seis personas. Al ver la bala ahí, encima de la caja, podríamos pensar que...

—¡Bravo, Sinceres! Va por buen camino. Todo esto es un pequeño juego frívolo de tiempos pasados y se llama ruleta rusa. La bala es introducida en una de las cámaras. Así, por ejemplo... Luego se hace ro­dar varias veces el tambor. ¿Se fijan? Nadie sabe ahora dónde está el proyectil.

Kenbroke había hablado despacio, a la vez que hacía la demostración.

—Listos, ¿no? A continuación, cada uno recibe el arma, se apunta contra la sien, aprieta el gatillo y..., pasa el revólver al compañero de al lado. Eso, si ha tenido suerte, y ya no tendremos problemas. ¿Alguna otra pregunta?

—Si no supiera que todo esto es sólo una broma macabra, tendría miedo de usted —susurró Elisa.

—No bromeo en absoluto, señorita Kingston —le contestó Kenbroke con dureza—. Nunca en mi vida hablé tan seriamente. Intente analizar la situación sin sentimentalismos. Aquí sobra una persona. Cin­co abandonarán este planeta, pero la sexta morirá. Hace unos minutos recibí una proposición, que en sí no está mal, pero ¿quién nos asegura que la víc­tima respetará entonces su mala suerte? Yo mismo procuraría salvarme por todos los medios. El revól­ver lo solucionará todo mejor y..., de manera más definitiva.

—A usted parece divertirle en grande esta situa­ción, a juzgar por el tono de su voz y las expresiones que emplea —intervino Sinceres—. Francamente, lo considero un sadismo.

—Pues yo soy partidario del sistema que propone el señor Kenbroke —declaró Eden.

«Si tengo suerte, le tocará la bala a otro —pensó para sí mismo—. Este plan encierra más proba­bilidades de salvación que el propuesto primero.»

—¡Pero nosotros no somos bárbaros! ¿No hay otro modo de dominar la situación, por complicada que sea? ¿Realmente vamos a salvar nuestra miserable vida condenando a muerte a un compañero? ¿Es que no comprende nadie que eso sería un crimen?

Elisa Kingston, la menuda y agraciada estudian­te había lanzado esas palabras, presa de suma agitación, mientras se levantaba.

—Yo no participaré en un juego tan repugnante ni ocuparé mi puesto en la nave si de esta forma obligan a un hombre a suicidarse. O bien abando­namos todos el planeta, o morimos juntos en él y si ustedes no están de acuerdo conmigo, yo actuaré según mi propia conciencia. Puede guardar su revól­ver, señor Kenbroke. Yo me quedaré voluntaria­mente.

Apartó la lona por su parte abierta, y abandonó la tienda.

—Entonces, el problema está solucionado —dijo Eden.

—¿Cómo? ¿Habla en serio? —exclamó Sinceres, sin poder creer lo que estaba oyendo—. ¿Usted admi­tiría que la muchacha se sacrificara por nosotros? ¿Y ni siquiera se sonroja? La chica tiene razón: nos comportamos de manera imposible. Ahora me doy perfecta cuenta de la monstruosidad que íbamos a cometer. Si ustedes son capaces de semejante indignidad, ¡lárguense! Y sólo serán cuatro, porque yo también me quedo aquí. Creo, de todos modos, que podríamos intentar el despegue pese a esos cua­renta kilos de sobrepeso. Si nos estrellamos..., al menos nadie tendrá nada que reprocharse.

Y siguió a la muchacha.

—Ahora, la decisión ya no es tan difícil —insis­tió Eden—. Hay dos voluntarios. Incluso hemos ga­nado un factor de seguridad. Esa es nuestra salva­ción.

Kenbroke le miró con fijeza.

—Continúo aferrado a mi plan, señor Eden —di­jo—. Si la señorita Kingston y Sinceres no quieren tomar parte, es cosa suya, pero yo no permitiré que me reprochen que debo mi vida a la grandeza de alma de otras personas. Somos todavía cuatro. Dejemos que el revólver haga la ronda. Cada cual tiene aún las mismas posibilidades. Si los cuatro somos afortunados, partiremos solos y dejaremos en el planeta a la pareja. En tal caso estará justificado que lo hagamos, ya que la bala hubiese matado a uno de los dos. Ahora bien: si uno de nosotros muere, la plaza libre será puesta a disposición de Elisa Kingston y de Sinceres, y suya será la última deci­sión. Y si ellos se negaran a venir, nada tendríamos ya que reprocharnos. Pero una cosa, señor Eden. Si yo resultara muerto, usted necesitaría llegar a un acuerdo con Sinceres, porque no puede conducir la nave sin piloto. ¿Conforme en todo?

—Sí; es la mejor solución —intervino Beatstone.

—¿Y usted qué opina, señorita Taylor? —pregun­tó Kenbroke.

—A mí me da todo igual —musitó la joven.

«¡Maldita sea! —pensó Eden—. Ahora han descen­dido las posibilidades para que se decida la cosa antes que me toque el turno...»

—¿Y si yo me niego a participar? —inquirió.

—¡Por Dios, señor Eden! —protestó Kenbroke con intencionada mordacidad—. ¿Acaso ya no re­cuerda que dio su conformidad? Claro que, si no quiere... Le concedo lo mismo que a los otros dos. Pero piénselo bien, porque..., si las tres primeras cámaras están vacías, usted se quedará aquí. En ese caso, yo despegaré solo con Miss Taylor y Beatstone. No estoy dispuesto a darle una segunda oportu­nidad.

—Formulé la pregunta simplemente desde el pun­to de vista teórico —se excusó Eden, a la par que pensaba: «Tú aún te sorprenderás, como no sea que uno de los otros se quite antes de en medio. Mi primera idea, la que tuve al ver el revólver, sigue siendo realizable.»

—Está bien —dijo Kenbroke—. No perdamos más tiempo.

Muy decidido, empuñó el arma con su mano de­recha. A continuación se llevó el revólver a la sien y apretó el gatillo sin vacilar.

La única reacción fue un ligero sonido metálico, y el tambor avanzó una cámara más. Las tres per­sonas restantes jadeaban. Eden era quien más difi­cultad tenía para disimular su decepción.

—Supongo que esto equivale a un pasaje gratis para nuestra nave —declaró Kenbroke con una ri­sita forzada—. ¿Qué, lo prueba ahora usted? —agre­gó, ofreciendo el arma a Eden.

«¡Lástima!», pensó éste.

Tomó la pistola y la contempló pensativo. De pronto le dio media vuelta y encañonó con ella a Kenbroke.

—No haga ningún movimiento impensado —di­jo—. Y lo mismo vale para los demás. No... No les ocurrirá nada si actúan con sensatez. Yo comenté antes que podemos embarcar los cuatro cómodamen­te, ahora que tenemos dos voluntarios. Eso fue una gran solución, porque de otra manera hubiese obligado a uno de ustedes a quedarse.

Kenbroke hizo un movimiento. Eden apuntó en seguida contra su cuerpo.

—¡Nada de tonterías! Sabe perfectamente que la bala puede estar en esta cámara. O, si no, en la si­guiente o en la otra. Por lo tanto, de nada servirá ofrecer resistencia. ¿Creía usted de veras que yo me iba a jugar el todo por el todo? Como ahora puede comprobar, ideé mi propio método.

Kenbroke esbozó una sonrisa amable.

—Sus explicaciones son sin duda muy interesan­tes, señor Eden, pero, ¿no se había dado cuenta que el revólver era sólo una trampa?

Con paso tranquilo se acercó al traidor.

—Le advierto, Kenbroke —dijo Eden, nervioso—, que sus maniobras de desorientación no me impre­sionan en absoluto. No se aproxime más. Usted no es imprescindible. Recuerde que también Sinceres puede pilotar la nave.

Kenbroke continuó avanzando sin hacerle caso. Eden oprimió el gatillo una y otra vez. Nada. Sólo se oía un sordo clic.

—¿Convencido, señor Eden?

***** 

Kenbroke, el jefe de personal, hojeó en los pa­peles de la carpeta.

—Eden..., Eden... —murmuró—. ¡Ah, sí, aquí está! Prueba número catorce, Elisa Kingston, Allan Sinceres y Frank Eden.

Y alzó la vista.

—Lo lamento, señor Eden —dijo—. Los dos com­pañeros mencionados superaron la prueba. Usted, en cambio, ha reprobado. Siento tener que decír­selo, pero no se le considera adecuado para ocupar el cargo de biólogo a bordo de una nave de investi­gación interestelar.

—Pero..., ¡mis diplomas! ¡Mis recomendaciones! No pueden tomar semejante decisión basándose en una prueba que afirman haber realizado en mí mien­tras observaba muestras de colores en aquella má­quina.

—Le ruego que se domine, señor Eden. Usted de­claró que estaba dispuesto a someterse a todas las pruebas, y esta decisión de carácter negativo es de­finitiva. ¡Buenas tardes, señor Eden!

El fracasado salió de la estancia sin devolver el sa­ludo. No acertaba a entenderlo: a él le rechazaban, y en cambio admitían a principiantes inexpertos como la señorita Kingston y Allan Sinceres. Estos viajarían a las estrellas, y él no. ¿Por qué motivo? ¡Todo por el resultado de una ridícula prueba de la que no había notado absolutamente nada! Presen­taría una queja.

Y cerró la puerta de un golpe furioso.

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