La luna loca - Stanley G. Weinbaum
—¡Idiotas!
—aulló Grant Calthorpe—. ¡Condenados imbéciles!
Se esforzó
ávidamente en buscar insultos más expresivos aún y al fracasar desahogó su
exasperación propinando una violenta patada al montón de escombros que había en
el suelo.
Fue una patada
demasiado violenta. Una vez más, había olvidado que la gravitación de Io era
inferior a un tercio de la normal y todo su cuerpo siguió a la patada en un
arco de cuatro metros de longitud.
Cuando cayó en
el suelo los cuatro lunáticos se echaron a reír. Sus grandes cabezas semejantes
a las caricaturas que decoran los balcones para niños, se dispersaron al
unísono sobre sus cuellos de metro y medio, tan delgados como la muñeca de
Grant.
—¡Lejos de aquí!
—tronó él, poniéndose en pie—. ¡Vais a acordaros! Nada de chocolate. Nada de
caramelos. Nada de nada hasta que comprendáis que lo que quiero son hojas de
ferva y no cualquier hierbajo que se os ocurra arrancar. ¡Largo de aquí!
Los lunáticos
—lunae jovis magnicapites, o literalmente, grandes cabezas de la luna de
Júpiter— se retiraron, riendo quejumbrosamente. Sin duda, consideraban a Grant
tan idiota como él los consideraba a ellos, y eran completamente incapaces de
comprender las razones de su cólera. Pero desde luego se daban cuenta de que no
iban a recibir ninguna golosina, y sus risitas adoptaban una nota de agudo
desengaño.
El que los
guiaba, después de torcer su ridícula cara azul en una sonrisa imbécil dirigida
a Grant, vociferó una última risita y proyectó la cabeza contra un reluciente
árbol de corteza de piedra. Sus compañeros recogieron su cuerpo como si tal
cosa y se alejaron, con la cabeza del cadáver balanceándose detrás de ellos
como la bola de un preso sujeta por una cadena.
Grant se pasó
una mano por la frente y se dirigió con cansancio hacia su cabaña. Un par de
diminutos ojos relucientes le llamó la atención y pudo ver a un sinuoso —mus
sapiens— deslizarse por el umbral, portando bajo su minúsculo y pellejudo brazo
lo que se parecía muchísimo al termómetro clínico de Grant.
Grant gritó
airadamente a la criatura, agarró una piedra y se la tiró en vano. Al borde de
la maleza, el sinuoso volvió hacia él su cara ratonil y semihumana, lanzó un
estridente chillido, sacudió un puño microscópico en una cólera como de hombre
y desapareció con su membrana tipo murciélago ondeando como una capa. Sí, se
parecía muchísimo a una rata negra que llevase una capa.
Había sido un
error, reconocía Grant, haber arrojado una piedra contra aquello. Ahora los
diminutos enemigos no le permitirían ninguna paz y su pequeño tamaño —no más de
diez centímetros— y su inteligencia pseudohumana los hacía infernalmente
molestos como enemigos. Pero ni esa reflexión ni el suicidio del lunático lo
turbaban particularmente; había presenciado casos semejantes demasiado a menudo
y además sentía en la cabeza como si fuera a darle otro ataque de fiebre
blanca.
Entró en la
cabaña, cerró la puerta y se quedó mirando a su favorito gato guardián.
—Oliver —gruñó—,
tú eres un buen gato, ¿Por qué diablos no impides la entrada de sinuosos? ¿Para
qué estás aquí, si no?
El gatazo se
alzó sobre su única y poderosa pata trasera y se asió a las rodillas del hombre
con sus dos patas delanteras.
—El gato rojo
sobre la reina negra —comentó plácidamente—. Diez lunáticos hacen un medio
idiota.
Grant comprendió
fácilmente el sentido de ambas frases. La primera era por supuesto un eco de su
solitaria partida de la noche anterior, y la segunda un eco de su incidente con
los lunáticos. Gruñó abstraídamente y se frotó la dolorida cabeza. Sin duda
fiebre blanca de nuevo.
Tragó dos
tabletas de fiebrina y se dejó caer melancólicamente en su camastro
preguntándose si este ataque de blancha culminaría con delirio.
Se acusaba a sí
mismo de ser un loco por haber aceptado este trabajo en Io, la tercera luna
habitable de Júpiter. El diminuto mundo era un planeta de locura cuya única
utilidad era la producción de hojas ferva, de las cuales los químicos de la
Tierra extraían alcaloides tan potentes como los que antaño fabricaran del
opio.
Desde luego eso
era valiosísimo para la ciencia médica, pero, ¿qué le importaba a él? ¿Qué le
importaba el sueldo principesco, si regresaba a la Tierra convertido en un loco
furioso después de pasarse un año en las regiones ecuatoriales de Io? Se juró
amargamente que cuando el avión de Junópolis acudiese el mes próximo a recoger
su ferva, él volvería con el aparato a la ciudad polar. Perdería toda su paga
puesto que el contrato con Neilan Drog le exigía un año de permanencia; pero,
¿de qué le servía el dinero a un loco?
Todo el pequeño
planeta estaba loco: lunáticos, gatos guardianes, sinuosos y Grant Calthorpe,
todos dementes. Desde luego, cualquiera que se aventuraba a salir de una de las
dos ciudades polares, Junópolis en el norte y Herápolis en el sur, estaba loco.
En ellas, uno podía vivir a salvo de la fiebre blanca, pero en cualquier sitio
por debajo del paralelo veinte la situación era peor que en las junglas
camboyanas de la Tierra.
Se divirtió
soñando con la Tierra. Justamente dos años antes había sido feliz allí,
conocido como un deportista rico y popular. Antes de cumplir veintiún años
había cazado cometuchos y gusánidos en Titán, y tríopes y unípedos en Venus.
Aquello había
sido antes de que la crisis del oro de 2110 le arrebatase su fortuna. Y, bueno,
si tenía que trabajar, le había parecido lógico utilizar su experiencia
interplanetaria como medio de vida. Realmente se había entusiasmado con la
oportunidad de asociarse con Neilan Drug.
Nunca antes
había estado en Io. Este salvaje pequeño mundo no era ningún paraíso de
deportistas, con sus lunáticos idiotas y sus malvados, inteligentes y diminutos
sinuosos. No había nada que valiera la pena cazar en aquella luna febril,
bañada en calor por el gigantesco Júpiter a sólo medio millón de kilómetros de
distancia.
Si se le hubiese
ocurrido hacer una visita previa, se decía a sí
mismo amargamente, nunca habría aceptado el empleo ÉI había imaginado
que Io era como Titán, frío, pero limpio. En lugar de eso, era tan caliente
como las tierras cálidas de Venus y estaba sujeto a una variada gama de
neblinosas luces diurnas —día solar, día jupiterino, día jupiterino y solar,
luz de Europa—, sólo de vez en cuando
interrumpidas por una auténtica y lóbrega noche. La mayor parte de estos
cambios sobrevenían en el curso de la revolución de cuarenta y dos horas de Io:
una alocada serie de cambiantes luces. El odiaba los días vertiginosos, la
jungla y las Colinas de los Idiotas extendiéndose detrás de su cabaña.
Por el momento
tenía día jupiterino y solar, el peor de todos, porque el distante Sol añadía
su calor al de Júpiter. Y para completar la molestia de Grant estaba ahora la
perspectiva de un ataque de fiebre blanca. Lanzó un juramento cuando la cabeza
se le bamboleo de nuevo y trago otra tableta de fiebrina. Noto que su reserva
estaba disminuyendo; tendría que acordarse de pedir más cuando llegase el
avión... No, iba a volver con el avión.
Oliver le rozó
la pierna.
—Idiotas, locos,
estúpidos, imbéciles —comento calmosamente el gato guardián—. ¿Por qué se me
ocurriría ir a aquel maldito baile?
—¿Cómo?—exclamó Grant.
No podía
recordar haber dicho nada acerca de un baile. Pensó que debía de haberlo
mencionado durante su último período febril.
Oliver crujió
como la puerta, luego soltó una risita como un lunático.
—Todo se arreglará —le aseguró a Grant—. Papá
llegará pronto.
—¡Papá! —repitió
el hombre. Hacía quince años que su padre había muerto—. ¿De dónde sacas eso,
Oliver?
—Debe de ser la
fiebre —comentó Oliver plácidamente—. Eres un lindo gatito, pero me gustaría
que tuvieses juicio suficiente para darte cuenta de lo que estás diciendo y yo
deseo que papá venga.
Acabó con un
reprimido gorjeo que muy bien habría podido ser un sollozo.
Grant se quedó
mirándolo con perplejidad. Él no había dicho ninguna de aquellas cosas; de eso
estaba seguro. El gato guardián se las habría oído decir a alguna otra persona.
¿A quién? ¿Es que había alguien a menos de setecientos kilómetros a la redonda?
—¡Oliver!
—tronó—, ¿Dónde has oído eso? ¿Dónde lo has oído?
El gato
retrocedió, sorprendido.
—Papá es
idiotas, locos, estúpidos, imbéciles —dijo ansiosamente—. La capa roja sobre el
lindo gatito.
—¡Ven aquí!
—rugió Grant—, ¿El padre de quién? ¿Dónde has...? ¡Ven aquí, diablillo!
Se lanzó hacia
la criatura. Oliver flexionó su única pata trasera y se precipitó
frenéticamente hacia el sombrerete de la estufa de leña.
—¡Debe de ser la
fiebre! —gemía el gato—. ¡Nada de chocolate!
Saltó como un
relámpago por el cañón de la chimenea. Hubo un sonido de garras arañando el
metal y luego el de un cuerpo al caer.
Grant salió
también. La cabeza le dolía por el esfuerzo, y con la parte todavía sana de su
mente comprendía que todo el episodio era sin duda delirio de fiebre blanca,
pero seguía sumiéndose en él.
La continuación
fue una pesadilla. Los lunáticos seguían balanceando sus largos cuellos sobre
las altas hierbas; sus risitas idiotas y sus caras imbéciles se añadían a la
atmósfera general de locura.
Jirones de
fétidos vapores portadores de la fiebre brotaban a cada paso que daba sobre el
suelo esponjoso. En algún sitio a su derecha un sinuoso chilló y parloteó;
Grant sabía que en aquella dirección estaba situado un poblado de sinuosos,
porque una vez había atisbado los limpios y diminutos edificios, construidos
con pequeñas piedras perfectamente ajustadas como una ciudad medieval en
miniatura a la que no le faltaban ni las torres ni las almenas. Se decía que
incluso había guerras entre los sinuosos.
La cabeza le
zumbaba y le daba vueltas por los efectos combinados de la fiebrina y de la
fiebre. Era un ataque de blanca, no cabía duda, y comprendió que se comportaba
como un imbécil, un lunático, al arriesgarse así fuera de su cabaña. Debería de
estar tendido en su camastro; la fiebre no era peligrosa, pero más de un hombre
había muerto en Io en el delirio poblado de alucinaciones.
Ahora estaba
delirando. Lo comprendió tan pronto vio a Oliver porque Oliver estaba mirando
plácidamente a una atractiva señorita vestida con un elegante traje de noche
del estilo del segundo decenio del siglo XXII. Indudablemente era una
alucinación, puesto que las muchachas no tenían nada que hacer en los trópicos
de Io y si, por alguna absurda casualidad, apareciese alguna allí, desde luego
no elegiría un atuendo tan exquisito.
Al parecer, la
alucinación tenía fiebre, porque la cara de la muchacha ostentaba la palidez
que da el nombre de blanca a la enfermedad. Sus grises ojos lo miraron sin
sorpresa mientras él se abría camino hacia ella a través de las altas hierbas.
—Buenos días,
tardes o noche —comentó Grant, lanzando una mirada de perplejidad a Júpiter,
que estaba saliendo, y al Sol, que se estaba poniendo—. O quizá baste con decir
simplemente buen día, ¿no le parece, señorita Lee Neilan?
Ella lo miró con
seriedad.
—¿Sabe usted
—dijo— que es la primera de las ilusiones que no he reconocido? Todos mis
amigos han Ido desfilando, pero usted es el primer desconocido. ¿O no es usted
un desconocido? Usted sabe mi nombre, pero naturalmente tiene que saberlo al
ser mi propia alucinación.
—No vamos a
discutir sobre quién de nosotros es la alucinación —sugirió él—. Dejemos las
cosas como están. Quien primero desaparezca, será la ilusión. Apuesto cinco
dólares a que será usted la primera en desaparecer.
—¿De dónde iba
yo a sacarlos? —respondió ella—. No me sería fácil sacarlos de mi propio sueño.
Ése es un
problema —dijo él, enarcando las cejas—. Mi problema, desde luego, no el de
usted. Yo se que soy, real.
—¿Como conoce
usted mi nombre? —pregunto la muchacha.
—Muy simple
—respondió él—, sigo con interés las notas de sociedad que suelen aparecer con
bastante regularidad en los periódicos que me trae mi avión de suministros. A
decir verdad, tengo recortada una de las fotos de usted y pegada junto a mi
camastro. Probablemente eso es lo que explica que la vea ahora. En realidad me
gustaría conocerla alguna vez.
—Qué comentario
tan galante para proceder de una aparición —exclamó ella—. ¿Y quién se supone
que es usted?
—¿Yo? Soy Grant
Calthorpe. En realidad, trabajo para su padre, comerciando con los lunáticos en
busca de ferva.
—Grant Calthorpe
—repitió ella. Entornó sus ojos enturbiados por la fiebre como si quisiera
enfocarlo mejor—. Conque es usted, ¿eh?
La voz le vaciló
un momento y la muchacha se pasó una mano por una pálida mejilla.
—¿Por qué habría
de haberlo extraído a usted de mis recuerdos?
Es extraño, Hace
tres o cuatro años, cuando yo era una romántica colegiala y usted el famoso
deportista, estaba locamente enamorada de usted. Tenía todo un álbum lleno de
fotos suyas: Grant Calthorpe vestido de encapuchado para cazar gusánidos en
Titán, Grant Calthorpe junto al gigantesco unípedo que mató cerca de las
Montañas de la Eternidad. Usted es..., bueno, usted es realmente la alucinación
más agradable que haya tenido nunca hasta ahora. El delirio sería... delicioso
—de nuevo se apretó una mano contra la mejilla— si no me doliera tanto la
cabeza.
«¡Vaya!», pensó
Grant. «Me gustaría que fuese verdad eso del álbum. Es lo que la psicología
llama un sueño realización de un deseo.»
Una gota de
caliente lluvia se le estrelló en el cuello.
—Es hora de irse
a la cama —dijo en voz alta—. La lluvia es mala para la blanca. Espero verla a
usted la próxima vez que esté febril.
—Gracias —dijo
Lee Neilan con dignidad—. El sentimiento es mutuo.
Él asintió con
una inclinación de cabeza.
—Aquí, Oliver
—ordenó al adormilado gato guardián—. Vamos.
—No se llama
Oliver —protestó Lee—. Se llama Dorotea, Dolly. Me está haciendo compañía desde
hace dos días y yo le he dado este nombre.
—Género equivocado
—masculló Grant—. En cualquier caso, se trata de mi gato guardián, Oliver. ¿No
eres tú, Oliver?
—Espero verte
más tarde —dijo Oliver con un bostezo.
—Es Dolly.
¿Verdad que eres Dolly?
—Podéis
apostaros cinco dólares —dijo el gato guardián. Se enderezó, se desperezó y se
escabulló entre la maleza—. Debe de ser la fiebre —comentó al desaparecer.
—Sí, eso debe de
ser —convino Grant. Se apartó—. Adiós, señorita... o quizá pueda llamarte Lee,
puesto que no eres real. Adiós, Lee.
—Adiós, Grant.
Pero no vayas por ese camino. Hay un pueblecillo de sinuosos allí entre las
hierbas.
—No; está al
otro lado.
—Está ahí
—insistió ella—. He estado viendo cómo lo construían.
Pero no podrán
hacerte ningún daño, ¿verdad? Ni siquiera un sinuoso puede herir a una aparición.
Adiós, Grant.
Y cerró los ojos
cansadamente.
Estaba lloviendo
ahora con más fuerza. Grant fue abriéndose camino entre las hierbas sangrantes,
cuya roja savia se acumulaba en gotas carmesíes sobre sus botas. Tenía que
volver a su cabaña rápidamente, antes de que la fiebre blanca y su consiguiente
delirio lo empujasen a caminar totalmente extraviado. Necesitaba fiebrina.
De pronto se
detuvo en seco, Ante él, la hierba había sido cortada y en el pequeño claro
estaban las torres, que le llegaban hasta el hombro, y los baluartes de un
poblado de sinuosos, un poblado nuevo, porque casas a medio construir se
mezclaban con las demás y formas encapuchadas de unos diez centímetros se
afanaban entre las piedras.
Al punto se
levantó un clamor de chirridos y gritos. Retrocedió, pero una docena de
diminutos dardos zumbó alrededor suyo. Uno se le clavó como un mondadientes en
una bota, pero por fortuna ninguno le arañó, porque indudablemente estaban
envenenados. Se movió más aprisa, pero entre las espesas y carnudas hierbas
seguían los rumores, los chirridos e incomprensibles imprecaciones.
Se retiró dando
un rodeo. Los lunáticos seguían balanceando sobre la vegetación sus redondas
cabezas. De vez en cuando uno gemía, dolorido, cuando un sinuoso le daba un
mordisco o lo pinchaba. Grant se abrió paso en medio de un grupo de aquellas
criaturas, esperando distraer a los diminutos enemigos ocultos entre las
hierbas, y un lunático alto de cara purpúrea curvó sobre él su largo cuello,
soltando risitas y haciendo ademanes con sus pellejudos dedos hacia un haz que
llevaba bajo el brazo.
Él pasó por alto
aquella cosa y torció hacia su cabaña. Parecía haber eludido a los sinuosos.
Siguió avanzando obstinadamente puesto que necesitaba con urgencia una tableta
de fiebrina. Sin embargo, de pronto, se detuvo frunciendo el ceño, dio media
vuelta y empezó a desandar el camino.
—No puede ser
—mascullaba—. Pero ella me dijo la verdad sobre el pueblo de los sinuosos. Yo
no sabía que estuviese allí. Mas, ¿cómo podía decirme una alucinación algo que
yo no sé?
Lee Neilan
seguía en el tronco de corteza de piedra exactamente tal como él la había
dejado, con Oliver de nuevo a su vera. La muchacha tenía los ojos cerrados y
dos sinuosos estaban cortando la larga falda de su vestido con diminutos y
relucientes cuchillos.
Grant sabía que
experimentaban una enorme atracción por los tejidos terrestres; por lo visto,
eran incapaces de imitar el lustre fascinante del satén, aunque aquellos
enemigos eran infernalmente listos con sus diminutas manecitas. Cuando se
acercó, estaban desgarrando una tira desde el muslo hasta el tobillo, pero la
muchacha no hacía ningún movimiento. Grant gritó y las crueles criaturitas
profirieron contra él obscuras maldiciones mientras se retiraban con su sedoso botín.
Lee Neilan abrió
los ojos.
—Usted de nuevo
—murmuró vagamente—. Hace un momento era papá. Ahora es usted.
Su palidez había
aumentado; la fiebre blanca estaba siguiendo su curso en el cuerpo de la
muchacha.
—¡Tu padre!
Entonces así es cómo Oliver se enteró... Escucha, Lee. He encontrado el pueblo
de los sinuosos. No sabía que estaba allí, pero lo encontré tal como tú habías
dicho. ¿Comprendes lo que significa eso? ¡Tú y yo, los dos somos reales!
—¿Reales? —dijo
ella sombríamente—. Hay un lunático purpúreo que se está riendo detrás de tu
hombro. Haz que se marche. Me pone... enferma.
Él miró en
torno. Era verdad: el lunático de cara purpúrea estaba detrás de él.
—Oye —dijo
Grant, agarrando a la muchacha por un brazo. El tacto de aquella piel tan fina
fue una prueba complementaria—. Tú venías a la cabaña en busca de fiebrina. —La
hizo ponerse en pie—. ¿No comprendes? ¡Soy real!
—No, no lo eres
—dijo ella desmayadamente.
—Escucha, Lee.
No sé cómo diablos llegaste aquí o para qué, pero sé que Io no me ha vuelto
loco todavía. Tú eres real y yo soy real. —La sacudió violentamente—. ¡Soy
real! —gritó.
Una débil
comprensión alumbró en los ojos enturbiados de la muchacha.
—¿Real? —susurró
ella—. ¡Real! ¡Oh, Dios mío! ¡Entonces... entonces sácame de este sitio de
locos!
Se tambaleó,
hizo un poderoso esfuerzo para controlarse y luego se lanzó contra él.
Desde luego, en
Io el peso de la muchacha era insignificante, menos de una tercera parte del
peso normal que habría tenido en la Tierra. La tomó en brazos y avanzó hacia la
cabaña manteniéndose alejado de los dos asentamientos de sinuosos. Alrededor de
él se movían excitados lunáticos, y, de vez en cuando, emergía el de la cara
purpúrea u otro exactamente igual que él, soltaba una risita, señalaba y gesticulaba.
La lluvia había
aumentado y calientes chorros le caían por el cuello. Para aumentar su locura,
dio un traspiés cerca de un grupo de palmeras espinosas y sus barbadas hojas le
penetraron dolorosamente a través de la camisa. Aquellos pinchazos eran también
peligrosos si uno no los desinfectaba; en realidad era mayormente el peligro de
las palmeras punzantes lo que impedía a los terráqueos recolectar su propia
ferva en lugar de depender de los lunáticos.
Tras de las
bajas nubes de lluvia, el Sol se había puesto y ahora reinaba la luz diurna del
rojizo Júpiter, que prestaba un falso rubor a las mejillas de la inconsciente
Lee Neilan, haciendo que los rasgos de la muchacha aparecieran todavía más
deliciosos.
Quizá Grant
mantuvo clavados los ojos demasiado tiempo en aquella cara, porque de pronto se
vio de nuevo entre sinuosos. Saltaban y chillaban, y el lunático purpúreo saltó
dolorido cuando dientes y dardos le pincharon las piernas. Pero, desde luego,
los lunáticos eran inmunes al veneno.
Los diminutos
diablos estaban ahora alrededor de los pies de Grant. Los maldijo en voz baja y
dio unas patadas vigorosas, enviando a una forma ratonesca a describir un arco
de quince metros por el aire. Él llevaba al cinto una pistola automática y una
pistola lanzallamas, pero no podía utilizarlas por varias razones.
Primeramente,
utilizar una pistola contra las diminutas hordas era lo mismo que disparar
contra un enjambre de mosquitos; si el proyectil mataba a uno o dos o a una
docena, eso no causaba ninguna impresión apreciable en los miles restantes. En
cuanto a la pistola lanzallamas, eso sería como utilizar un Gran Bertha para
abatir a una mosca. Su enorme chorro de fuego incineraría por supuesto a todos
los sinuosos que se encontrasen en su trayectoria, juntamente con las hierbas,
los árboles y los lunáticos, pero tampoco eso serviría para impresionar a las
hordas supervivientes y significaba, además, tener que recargar trabajosamente
la pistola con otro diamante negro y otro cañón.
Tenía ampollas
de gas en la cabaña, pero por el momento no estaban a su alcance y, además, no
disponía de ninguna máscara de repuesto. Hasta ahora ningún químico había
conseguido descubrir un gas que matase a los sinuosos sin ser al mismo tiempo
letal para los humanos. Por último, no podía usar ningún arma, porque no se
atrevía a depositar en el suelo a Lee Neilan para quedar con las manos libres.
Delante de él se
abría el claro que rodeaba la cabaña. El espacio estaba lleno de sinuosos, pero
se suponía que la cabaña estaba construida a prueba de sinuosos, al menos
durante períodos razonables de tiempo, puesto que los troncos de corteza de
piedra eran muy resistentes a las diminutas herramientas de los enemigos.
Pero Grant notó
que un grupo de los diablillos estaba alrededor de la puerta y de pronto
comprendió cuáles eran sus intenciones. Habían echado un lazo sobre el
picaporte y estaban empeñados en hacerlo girar.
Grant gritó y
avanzó a la carrera. Cuando estaba todavía a unos treinta metros, la puerta
giró hacia adentro y el tropel de sinuosos irrumpió en la cabaña.
Grant se
precipitó por la entrada. Dentro había confusión. Pequeñas formas encapuchadas
cortaban las mantas de su cama, sus trajes de repuesto, las bolsas que él
esperaba llenar con hojas de ferva, y estaban ahora tirando de los utensilios
de cocina o de cualquier objeto que estuviese suelto.
Vociferó y
empezó a dar patadas contra el enjambre. Un salvaje coro de chillidos y
gruñidos surgió mientras las criaturas corrían de un lado a otro. Eran la
bastante inteligentes para comprender que él no podía hacer nada teniendo los
brazos ocupados por Lee Neilan. Procuraban mantenerse lejos de sus patadas y,
mientras él amenazaba aun grupo que estaba junto a la estufa, otro grupo se
dedicaba a despedazar sus mantas.
Desesperado,
avanzó hacia el camastro. Depositó en él el cuerpo de la muchacha y empuñó una
escoba de ramas que se había hecho para barrer su vivienda. Con amplios golpes
atacó a los sinuosos que mezclaban ahora sus chillidos con gritos y lamentos de
dolor.
Unos pocos se
precipitaron hacia la puerta, arrastrando el botín recogido. Grant pudo ver que
media docena se arremolinaban alrededor de Lee Neilan desgarrándole el vestido
y queriendo apoderarse del reloj de pulsera que llevaba en una muñeca y de los
zapatos de baile que calzaban sus piececitos. Les lanzó una maldición y los
barrió, esperando que ninguno de ellos hubiese pinchado la piel de la muchacha
con virulentos puñalitos o envenenados dientes.
Empezó a ganar
la escaramuza. Más criaturas se cubrieron con sus negras capas y se
escabulleron con su botín a través del umbral.
Por último, con
un estallido de lamentos, los demás, tanto los cargados como los que no
llevaban nada, emprendieron la fuga y procuraron librarse, dejando una docena
de peludos cuerpecillos muertos o heridos.
Grant barrió a
éstos tras los demás con su improvisada arma, cerró la puerta en las narices de
un lunático que bamboleaba la cabeza en la apertura, la aseguró con cerrojo
para evitar la repetición del truco de los sinuosos y se quedó mirando,
abatido, la casa saqueada.
Habían tirado
las latas de conserva o se las habían llevado. Todos los objetos sueltos
estaban marcados por las manecitas de los sinuosos, y las ropas de Grant
colgaban hechas jirones de las perchas clavadas en las paredes. Pero los
diminutos bandidos no habían conseguido abrir ni la alacena ni el cajón de la
mesa y allí quedaba comida.
Seis meses de
vida en Io habían hecho de él un filósofo; soltó unos cuantos juramentos
enérgicos, se encogió de hombros resignadamente y sacó de la alacena su frasco
de fiebrina.
Su ataque de
fiebre había desaparecido tan rápida y completamente como hace siempre la
blanca cuando se la trata, pero la muchacha, al carecer de fiebrina, estaba
inerte y blanca como el papel. Grant miró el frasco; quedaban ocho tabletas.
—Bueno, siempre
podré masticar hojas de ferva –masculló.
Eso era menos
eficaz que el alcaloide en sí, pero servía, y Lee Neilan necesitaba las
tabletas. Disolvió dos en un vaso de agua y le levantó la cabeza.
Como mejor pudo vertió
el contenido del vaso entre los labios de la muchacha y luego la acomodó en el
camastro. Su vestido era una desgarrada ruina de seda, y él la cubrió con una
manta no menos arruinada. Luego se desinfectó los pinchazos de la palmera,
juntó dos butacas, y se tendió en ellas para dormir.
Se sobresaltó al
oír el ruido de garras en el tejado, pero no era más que Oliver que tocaba
cuidadosamente el tubo de la chimenea para ver si estaba caliente. Al cabo de
un momento, el gato guardián entró, se desperezó, y comentó:
—Yo soy real y
tú eres real.
—¡Mira que bien!
–gruñó Grant con voz somnolienta.
Cuando despertó,
había luz de Júpiter y del satélite Europa, lo que significaba que había
dormido casi siete horas, puesto que la brillante tercera lunita estaba justo
despuntando. Se levantó y miró a Lee Neilan, que estaba durmiendo profundamente
con un asomo de color en su rostro. La blanca estaba pasando.
Disolvió dos tabletas más en agua y luego
zarandeó un hombro de la muchacha. Inmediatamente los ojos grises de la joven
se abrieron, ahora completamente claros, y ella alzó la mirada hacia él sin
ninguna expresión de sorpresa.
—¡Hola, Grant!
—murmuró—. Tú de nuevo, ¿eh? La fiebre no es tan mala, después de todo.
—Quizá debería
dejar que siguieses con fiebre —sonrió él—. Dices cosas muy bonitas. Despierta
y bebe esto, Lee.
De pronto ella
se fijó en el interior de la cabaña.
—¿Cómo? ¿Dónde
está esto? ¡Parece... real!
—Lo es. Bebe
esta fiebrina.
Ella se
incorporó y obedeció, luego volvió a recostarse y se quedó mirándolo con
perplejidad.
—¿Real? —dijo—.
¿Y tú eres real?
—Creo que lo
soy.
Un estallido de
lágrimas brotó de los ojos de la muchacha.
—Entonces...
entonces he logrado salir de aquel sitio horrible, ¿no? Aquel sitio horrible.
—Claro que sí.
—Vio signos de que el alivio de la muchacha se iba a convertir en un ataque de
histerismo, y se apresuró a distraerla—. ¿Te importaría decirme cómo has
llegado hasta aquí y además vestida para una fiesta?
Ella procuró
dominarse.
Estaba vestida
para una fiesta. Una fiesta que iba a celebrarse en Herápolis. Pero yo estaba
en Junópolis, ¿comprendes?
—No comprendo
nada. En primer lugar, ¿qué estás haciendo en Io? Siempre que he oído hablar de
ti era por algo relacionado con la buena sociedad de Nueva York o París.
Ella sonrió.
—Entonces no
todo era delirio, ¿verdad? Dijiste que tenías una de mis fotos... ¡Ah, aquella!
—exclamó, frunciendo el ceño al ver el recorte pegado en la pared—. La próxima
vez que un fotógrafo quiera sacarme una instantánea, tendré muy en cuenta no
sonreír tan tontamente como... como un lunático. Pero en cuanto a lo de por qué
estoy en Io, la verdad es que vine con papá, que está estudiando las
posibilidades de cultivar ferva en plantaciones en lugar de tener que depender
de tratantes y lunáticos. Llevábamos aquí tres meses y me sentía terriblemente
aburrida. Yo pensaba que Io sería apasionante, pero no fue así, no lo fue hasta
hace poco.
—Pero, ¿qué hay
de ese baile? ¿Cómo te las arreglaste para venir aquí, a mil seiscientos
kilómetros de Junópolis?
—Bien —prosiguió
ella lentamente—, el aburrimiento en Junópolis era atroz. Nada de espectáculos,
nada de deportes, nada sino un baile de vez en cuando. Llegué a sentirme
nerviosa. Cuando había bailes en Herápolis, tomé la costumbre de volar hasta
allí. Sólo son cuatro o cinco horas en un avión. La semana pasada, o cuando
fuese, había proyectado hacer el vuelo y Harvey, el secretario de papá, iba a
llevarme. Pero en el último momento papá tuvo necesidad de su secretario y me
prohibió que volase sola.
Grant sintió una
fuerte antipatía contra Harvey.
—¿Y qué?
—pregunto.
—Pues que volé
sola —contestó ella gravemente.
—Y te
estrellaste, ¿eh?
—Sé conducir un
avión tan bien como cualquiera —replicó ella—. Lo que pasó fue que seguí una
ruta diferente y de pronto me vi ante una barrera de montañas.
Él asintió.
—Las Colinas de
los Idiotas —dijo—. Mi avión de suministros hace un rodeo de setecientos
kilómetros para evitarlas. No es que sean altas, pero sobresalen lo suficiente
por encima de la atmósfera de este alocado satélite. El aire es allí denso,
pero enrarecido.
—Lo sé. Sabía
que no podría volar por encima de ellas, pero pensé que podría superarlas de un
salto. Tú sabes que no hay más que dar toda la velocidad y llevar el aparato
hacia arriba. Yo tenía un avión cerrado y la gravitación aquí es muy débil y
además lo había visto hacer varias veces, especialmente en aparatos impulsados
por cohetes. Las turbinas sirven para sostener el avión incluso cuando las alas
son inútiles por falta de aire.
—¡Qué idea tan
absurda! —exclamó Grant—. Claro que puede hacerse, pero hay que ser un experto
para sostenerse cuando se llega al aire que hay al otro lado. Si llegas a mucha
velocidad, no hay mucho sitio para descender.
—Es lo que pude
comprobar —dijo Lee con tono de arrepentimiento—. Casi di el salto, pero no
del todo, y vine a caer en medio de algunas palmeras. Creo que el aparato las
aplastó al caer, porque conseguí salir antes de que empezaran a dar latigazos.
Pero luego no pude volver al avión, y fue... sólo recuerdo dos días de eso,
pero fue horrible.
—Debió de serlo
—dijo él suavemente.
—Yo sabía que,
si no comía ni bebía, era probable que evitase contraer la fiebre blanca. Lo de
no comer no era tan malo, pero no beber... Bien, finalmente me di por vencida y
bebí de un pozo. No me importaba lo que sucediera con tal de librarme de la
tortura de la sed. Después de eso, todo es confuso y vago.
—Deberías haber
masticado hojas de ferva.
—No lo sabía; ni
siquiera sé qué aspecto tienen. Además, esperaba que de un momento a otro
apareciese mi padre. Ya debe de haber organizado una búsqueda.
—Es lo más
probable —replicó Grant irónicamente—. ¿Se te ha ocurrido pensar que hay más de
veinte millones de kilómetros cuadrados de superficie en la pequeña Io? Y todo
lo que él sabe es que puedes haberte estrellado en cualquiera de esos
kilómetros. Cuando vuelas del polo norte al polo sur, no hay una ruta más corta
que otra. Puedes cruzar cualquier punto del planeta.
Los grises ojos
de la muchacha se agrandaron.
—Pero yo...
—Además
—interrumpió Grant—, éste es probablemente el último sitio en que se le
ocurriría buscar a una patrulla exploradora. Probablemente pensarían que nadie,
sino un lunático, tendría la idea de superar de un salto las Colinas de los Idiotas,
tesis con la que estoy perfectamente de acuerdo. Por lo cual me parece muy
probable, Lee Neilan, que te quedes anclada aquí hasta que mi avión de
suministro llegue el mes que viene.
—¡Pero papá se
volverá loco! ¡Creerá que he muerto!
—Lo cree ya sin
duda...
—Pero no
podemos... —se interrumpió, lanzando una mirada circular por la diminuta y
única habitación de la cabaña. Al cabo de un momento suspiró resignadamente,
sonrió y dijo con dulzura—: Bueno, podría haber sido peor, Grant. Trataré de
ganarme mi sustento.
—Está bien.
¿Cómo te encuentras, Lee?
—Completamente
normal. Ahora mismo voy a empezar a trabajar. —Apartó la manta, se incorporó y
puso los pies en el suelo—. Arreglaré... ¡Dios mío, mi vestido!
Volvió a taparse
con la manta. Él sonrió burlonamente.
—Tuvimos un
pequeño encuentro con los sinuosos cuando te desmayaste. Arremetieron también
contra mi guardarropas.
—Está todo
arruinado —gimió ella.
—Necesitarás
aguja e hilo, supongo. Eso, al menos, no se lo llevaron porque estaba en el
cajón de la mesa.
—Con lo que
queda de mi vestido no podría hacerme ni un mal traje de baño —replicó la
muchacha—. Déjame probar con uno de los tuyos.
A fuerza de
cortar, remendar y zurcir, consiguió transformar uno de los trajes de Grant en
un atuendo de respetables proporciones. Tenía un aspecto delicioso con aquella
camisa de hombre y aquellos pantalones cortos, pero él se turbó al notar que
una súbita palidez se había apoderado de la muchacha.
Era la
riblanca, el segundo acceso de fiebre que usualmente seguía a un ataque grave
o prolongado. Con rostro serio, Grant sacó dos tabletas de fiebrina.
—Tómate éstas
—ordenó—. Hemos de conseguir hojas de ferva en alguna parte. El avión se llevó
mis existencias la semana pasada, y desde entonces he tenido mala suerte con
mis lunáticos. No me han traído más que hierbajos y porquerías.
Lee hizo una
mueca con los labios al percibir lo amargo de la droga, luego cerró los ojos
contra su mareo momentáneo y su náusea profunda.
—¿Dónde puedes
encontrar ferva? —preguntó.
Él sacudió la
cabeza con perplejidad, mirando cómo Júpiter se ponía, resplandeciendo sus
bandas con colores cremosos y castaños y la Mancha Roja hirviendo cerca del
borde occidental.
A poca distancia
por encima estaba el brillante y pequeño disco de Europa. Frunció el ceño
repentinamente, miró su reloj y luego el almanaque que tenía colgado en la
puerta del armario.
—Habrá luz de
Europa dentro de quince minutos —masculló—, y una verdadera noche dentro de
veinticinco, la primera noche verdadera en medio mes. Me pregunto si...
Miró
pensativamente el rostro de Lee. Sabía donde crecía la ferva. Nadie se atrevía
a penetrar en la jungla misma, donde las palmeras punzantes, las lianas
arrojadizas y los deletéreos gusanos dentudos convertían semejante aventura en
un suicidio cualesquiera que no fuese lunático o sinuoso. Pero él sabía dónde
se daba la ferva...
En la rara noche
de Io, incluso los claros podrían ser peligrosos y no sólo a causa de los
sinuosos. Grant sabía bastante bien que en la obscuridad salen de la jungla
criaturas que de otro modo permanecen en las sombras eternas de aquélla:
dentudos, ranas de cabeza de toro, e indudablemente muchos seres desconocidos,
misteriosos, venenosos y viscosos nunca vistos por el hombre. Uno oía contar
historias en Herápolis y...
Pero tenía que
conseguir ferva y él sabía dónde crecía. Ni siquiera un lunático trataría de
buscarla allí, sino en los pequeños huertos o granjas alrededor de las
diminutas ciudades de los sinuosos, donde era común que creciera la ferva.
Encendió una
linterna en medio de la obscuridad que se aproximaba.
—Voy a salir un
momento —le dijo a Lee Neilan—. Si vuelve a darte un ataque de blanca, tómate
las otras dos tabletas. De cualquier modo, nunca te harán daño. Los sinuosos se
llevaron mi termómetro, pero si empiezas a sentir mareos de nuevo, no dejes de
tomarlas.
—¡Grant!
¿Adónde...?
—Volveré —gritó
Grant, cerrando la puerta tras él.
Un lunático, de
color púrpura a la luz azulada de Europa, se alzó bamboleándose con una larga
risita. Grant apartó a la criatura con un ademán y emprendió una cauta marcha
de aproximación a las inmediaciones del poblado de los sinuosos, el poblado
antiguo, porque el otro apenas podía haber tenido tiempo para cultivar el
terreno circundante. Avanzó difícilmente entre las sangrantes hierbas, pero se
daba cuenta de que su cautela era puro optimismo. Estaba exactamente en la
posición de un gigante de treinta metros que se acercase a una ciudad humana
pretendiendo no ser observado: una empresa difícil incluso en la más profunda
obscuridad.
Llegó al borde
del claro de los sinuosos. Detrás de él, el satélite Europa, moviéndose casi
tan rápido como el minutero de su reloj, se precipitaba hacia el horizonte.
Grant se detuvo con momentánea sorpresa a la vista de la preciosa y diminuta
ciudad, cuyas luces parpadeaban en la noche. Él nunca había sabido que la
cultura de los sinuosos incluía el uso de luces, pero allí estaban: diminutas
velas o quizá pequeñísimas lámparas de petróleo.
Parpadeó en la
obscuridad. A unos treinta metros del poblado estaban los campos. El segundo de
ellos, de tres metros cuadrados, tenía el aspecto de..., bueno, de lo que era:
de ferva. Grant se agachó, se arrastró y alargó una mano para cortar las hojas
blancas y carnudas. Y en aquel momento sonó una aguda risita y el crujido de
hierbas detrás de él. ¡El lunático! ¡El idiota lunático purpúreo!
Sonaron
irritados chirridos. Recogió un doble brazado de ferva, se puso en pie y se
precipitó hacia la iluminada ventana de su cabaña. No tenía ningún deseo de
hacer frente a los envenenados dardos o a los dientecillos portadores de
enfermedades, y los sinuosos desde luego se habían levantado. Sus gritos
sonaban a coro; el suelo se ennegreció con su presencia.
Llegó a la
cabaña, irrumpió con violencia, cerró de un portazo y echó la llave.
—¡Ya está!
—Sonrió burlonamente—. Ahora que rabien ahí fuera.
Y rabiando
estaban. Sus gritos sonaban como los chirridos de una máquina defectuosa.
Incluso Oliver abrió sus soñolientos ojos para escuchar.
—Debe de ser la fiebre
—comentó plácidamente el gato guardián.
Desde luego Lee
no estaba más pálida; la riblanca estaba pasando sin peligro.
—¡Uf! —dijo
ella, escuchando el tumulto de fuera—. Siempre he odiado a las ratas, pero los
sinuosos son peores. Tienen toda la astucia y la crueldad de las ratas más la
inteligencia de diablos.
—Bueno —dijo
Grant pensativamente—. No veo qué puedan hacer ahora. Por lo menos tenían lo
que yo iba buscando.
—Parece como si
se alejaran —dijo la muchacha, a la escucha—. El griterío se va desvaneciendo.
Grant miró por
la ventana.
—Todavía están
ahí. Han pasado de las imprecaciones a la formación de proyectos, y me gustaría
saber cuáles. Algún día, si este loco satélite llega a ser digno de que lo
ocupen los hombres, va a haber un gran choque entre humanos y sinuosos.
—¿Y qué? No son
lo bastante civilizados para constituir un obstáculo serio y además son tan
pequeños...
—Pero aprenden
—dijo él—. Aprenden muy rápidamente y se reproducen como moscas. Suponte que
lleguen a descubrir el uso del gas o suponte que fabrican pequeños fusiles para
sus dardos envenenados. Esto es posible, porque precisamente ahora están
trabajando los metales y conocen el fuego. Tal cosa equivaldría prácticamente a
equipararlos con el hombre por cuanto se refiere a la capacidad de agredir. ¿De
qué nos servirían nuestros gigantescos cañones y nuestros aviones cohetes
contra sinuosos de poco más de un decímetro? Y estar equilibrados sería fatal;
un sinuoso por un hombre sería un trato ruinoso.
Lee bostezó.
—Bueno, eso no
es problema nuestro. Tengo hambre, Grant.
—Está bien. Eso
es un síntoma de que la blanca te ha abandonado ya. Comeremos y luego
dormiremos un poco, porque quedan cinco horas de obscuridad.
—Pero, ¿y los
sinuosos?
—No veo que
puedan hacer nada. En cinco horas no pueden traspasar paredes de corteza de
piedra y, en cualquier caso, Oliver nos avisaría si alguno consiguiese entrar
por alguna parte.
Había luz cuando
Grant se despertó. Penosamente, extendió los entumecidos miembros. Algo le
había despertado, pero no sabía qué.
Oliver estaba
paseando nerviosamente a su lado y le miraba con ansiedad.
—He tenido mala
suerte con mis lunáticos —anunció quejumbrosamente el gato guardián—. Tú eres
un lindo gatito.
—También lo eres
tú —dijo Grant.
Algo lo había
despertado, pero, ¿qué?
Entonces
comprendió, porque aquello se produjo de nuevo: un pequeñísimo temblor del
suelo de corteza de piedra. Frunció el ceño con perplejidad. ¿Terremoto? No en
Io, porque la diminuta esfera había perdido su calor interno hacía incontables
siglos. ¿Qué, entonces?
Lo comprendió de
repente. Se puso en pie de un salto y lanzó un grito tan salvaje que Oliver se
echó aun lado con un maullido infernal. El asombrado gato saltó a la estufa y
desapareció por el tubo de la chimenea.
Lee había
empezado a incorporarse en el camastro, sus grises ojos parpadearon
soñolientamente.
—¡Fuera! —rugió
él, obligándola a ponerse en pie—. ¡Salgamos de aquí! ¡Aprisa!
—¿Cómo? ¿Por
qué...?
—¡Salgamos!
La empujó hacia
la puerta, se detuvo un momento para recoger su cinto y sus armas, la bolsa de
hojas de ferva y una libra de chocolate. El suelo tembló de nuevo y él se
precipitó fuera de la puerta, colocándose con un salto frenético junto a la
asombrada muchacha.
—¡La han minado!
—jadeó—. Esos demonios han minado la...
No tuvo tiempo
de decir más. Una esquina de la cabaña se derrumbó de pronto; los troncos de
corteza de piedra se separaron, y toda la estructura se vino abajo como una
casita de juguete. El estallido se convirtió en silencio y no hubo movimiento
alguno excepto unos perezosos jirones de vapor, unas cuantas negras formas
ratunas escabulléndose hacia las hierbas y un purpúreo lunático bamboleándose
más allá de las ruinas.
—¡Los sucios
diablos! —juró amargamente—. ¡Las malditas ratas negras! ¡Las...!
Un dardo le pasó
rozando la oreja y luego arrancó un rizo del enmarañado cabello castaño de Lee.
Un coro de chillidos ascendió de entre las hierbas.
—¡Ven! —gritó
Grant—. Esta vez están dispuestos a acabar con nosotros. No, por aquí. Hacia
las colinas. Hay menos jungla por este sitio.
Fácilmente
pudieron sobrepasar a los diminutos sinuosos. En pocos momentos habían perdido
el estrépito de sus voces chirriantes, y se detuvieron a mirar compasivamente
la destruida vivienda.
—Ahora —dijo él
con tono lastimero— estamos como al principio.
—¡Oh, no!
—replicó Lee, alzando la mirada hasta él—. Ahora estamos juntos, Grant. No
tengo miedo.
—Ya nos
arreglaremos —dijo él con tono de suficiencia—. Construiremos una cabaña
provisional en cualquier parte. También...
Un dardo se
estrelló en una de sus botas con un seco chasquido. Los sinuosos los hablan
alcanzado de nuevo.
Una vez más
corrieron hacia las Colinas de los Idiotas. Cuando se detuvieron por fin,
pudieron divisar a sus espaldas la larga cuesta por la que habían subido y más
allá las junglas de Io. Estaba allí la destruida cabaña y cerca, limpiamente
escaqueados, los campos y torres de la ciudad más próxima de los sinuosos. Pero
apenas habían recuperado el aliento cuando chillidos y gritos salieron de la
maleza.
Se veían
empujados hacia las Colinas de los Idiotas, una región tan desconocida para el
hombre como los helados yermos de Plutón. Al parecer, los diminutos enemigos
que tenían detrás habían resuelto que esta vez su adversario, el gigantesco
trampero y depredador de sus campos, debía ser perseguido a muerte.
Las armas eran
inútiles. Grant ni siquiera podía atisbar a sus perseguidores, que se
deslizaban entre la vegetación como ratas encapuchadas. Una bala, incluso si
por casualidad atravesaba el cuerpo de un sinuoso, no lograría ningún efecto, y
la pistola lanzallamas, aunque su rayo quemase toneladas de maleza y de hierba
sangrante, no podía más que cortar una estrecha senda a través de la horda de
diminutos verdugos. Las únicas armas que podrían haber servido de algo, las
ampollas de gas, se habían perdido entre las ruinas de la cabaña.
Grant y Lee se
vieron obligados a seguir subiendo. Estaban ya a más de trescientos metros por
encima de la llanura, y el aire se iba enrareciendo. No había allí ninguna
jungla, sino sólo grandes manchas de hierba sangrante tras las cuales eran
visibles unos pocos lunáticos balanceando sus cabezas.
—Hacia la cima
—jadeó Grant, ahora penosamente falto de aliento—. Quizá nosotros podamos
soportar el aire enrarecido mejor que ellos.
Lee no pudo
contestar. Se esforzaba en andar trabajosamente junto a su compañero mientras
pisaban ahora un suelo de roca desnuda. Ante ellos se alzaban dos bajos
picachos, como los pilares de una puerta de torreón. Al mirar hacia atrás,
Grant vislumbró diminutas formas negras que hormigueaban en un claro, Y. lleno
de rabia, disparó. Un sinuoso dio un salto convulsivo, ondeando su capa, pero
los demás siguieron avanzando. Debía de haber miles.
Los picachos
estaban más cerca, ya sólo a pocos cientos de metros de distancia. Eran
desnudos, lisos, inaccesibles.
—Entre ellos
—masculló Grant.
El paso que
separaba a los dos picachos era sombrío y angosto. En siglos remotos debieron
de ser un solo pico rajado luego por alguna convulsión volcánica que había
abierto aquel estrecho cañón entre los dos.
Grant rodeó con
un brazo a Lee, cuya respiración, por el esfuerzo y la altitud, era una serie
de jadeos entrecortados. Un brillante dardo repiqueteó en las rocas cuando
ellos llegaron a la abertura, pero al mirar atrás, Grant sólo pudo ver a un
purpúreo lunático que avanzaba hacia arriba, acompañado por otros cuantos a su
derecha. La pareja bajó por un paso de unos veinte metros que desembocó
súbitamente en un valle accesible y allí se detuvieron asombrados.
Frente a ellos
había una ciudad. Durante un segundo, Grant creyó que habían tropezado con una
amplísima metrópolis de sinuosos, pero un examen más atento mostraba otra cosa.
Esta no era una ciudad de bloques medievales, sino un poema en mármol, de
belleza clásica y de proporciones humanas o casi humanas. Blancas columnas,
arcos gloriosos, puras bóvedas, una delicia arquitectónica que muy bien podría
haber nacido en la Acrópolis. Fue necesario un segundo examen para discernir
que la ciudad estaba muerta, desierta, en ruinas.
Incluso en su
agotamiento, Lee percibió aquella belleza.
—¡Qué cosa tan
exquisita! —jadeó—. Casi podría perdonárseles ser... sinuosos.
—Ellos no nos
perdonarán ser humanos —masculló él—. Tendremos que hacer alto en algún sitio.
Lo mejor será que elijamos uno de los edificios.
Pero, antes de
que pudieran apartarse unos pocos metros de la boca del cañón, un ruidoso
estrépito los detuvo. Grant dio media vuelta y por un momento se sintió
paralizado por el asombro. El estrecho cañón estaba lleno de una chirriante
horda de sinuosos, como una repulsiva y pesada manta negra. Pero no llegaban
hasta el extremo del valle, porque, riendo, graznando y bamboleándose, cuatro
lunáticos con aplastantes pies de tres dedos bloqueaban la entrada.
Era una batalla.
Los sinuosos mordían y pinchaban a los escasos defensores que proferían agudas
exclamaciones de dolor. Pero con una resolución y una unidad de propósito
desconocidas entre los lunáticos, sus pies aplastaban metódicamente arriba y
abajo, a derecha e izquierda.
Grant exclamó:
—¡Que me aspen!
—Luego se le ocurrió una idea—. ¡Lee, toda esa horda de asquerosos diablos está
acorralada en el cañón!
Se precipitó
hacia la entrada. Apuntó su pistola lanzallamas entre las piernas de un
lunático y disparó.
Hizo explosión
el infierno. El diminuto diamante, cediendo toda su energía en un terrorífico
estallido, lanzó un torrente de fuego que llenó el cañón de pared a pared y aun
cortó más allá un abanico calcinado entre las hierbas sangrantes de la ladera.
La Colina de los
Idiotas se estremeció con el rugido del arma y cuando la lluvia de restos se
asentó, no había nada en el cañón, excepto unos cuantos trozos de carne y la
cabeza de un desgraciado lunático que todavía oscilaba y se bamboleaba.
Tres de los
lunáticos sobrevivieron. Uno de rostro purpúreo estaba agitando un brazo,
riendo y lanzando grititos con una mueca imbécil. Grant apartó a un lado
aquella cosa y regresó junto a la muchacha.
—¡Gracias a
Dios! —dijo él—. Por lo menos de esto nos hemos librado.
—Yo no tenía
miedo, Grant. Nunca lo tengo cuando estoy contigo.
Él sonrió.
—Quizá podamos
encontrar aquí un refugio —sugirió—. La fiebre debe de ser menos molesta a esta
altitud. Pero, oye, ésta debe de haber sido la capital más importante de todos
los sinuosos en tiempos remotos. Apenas puedo imaginarme a tales demonios
creando una arquitectura tan bella como ésta y tan grandiosa. Porque, en
realidad, esos edificios son tan colosales en proporción con el tamaño de los
sinuosos como lo son respecto a nosotros los rascacielos de Nueva York.
—Pero mucho más
hermosos —dijo Lee suavemente, pasando su mirada sobre la gloria de las
ruinas—. Incluso se les podría perdonar todo, Grant. ¡Mira eso!
Él obedeció el
ademán. En la parte interior de los portales del cañón había gigantescos
bajorrelieves. Pero lo que lo había dejado estupefacto era el tema de aquellos
retratos. Allí, ascendiendo por los acantilados, había figuras, no de sinuosos,
sino de... lunáticos. Exquisitamente esculpidas, sonriendo más bien que riendo
tontamente, sonriendo con un toque de tristeza, de pena, de compasión.
—¡Dios mío!
—susurró él—. ¿Comprendes, Lee? Ésta debió de ser en otros tiempos una ciudad
de lunáticos. Los escalones, las puertas, los edificios, todo está construido a
escala. De un modo u otro debieron de lograr una civilización avanzadísima y
los lunáticos que nosotros conocemos no son más que el residuo degenerado de
una gran raza.
—Y —sugirió Lee—
la razón de que esos cuatro bloquearan el camino cuando los sinuosos trataron
de pasar es que todavía recuerdan. O es probable que no recuerden realmente,
pero tienen una tradición de pasadas glorias, o más probable aún, un mero
sentimiento supersticioso de que este lugar es en cierto modo sagrado. Nos dejaron
pasar porque, al fin y al cabo, tenemos más parecido con los lunáticos que los
sinuosos. Pero lo sorprendente es que todavía posean, aunque no sea más que ese
débil recuerdo, porque esta ciudad debe de estar en ruinas desde hace siglos, o
quizás incluso miles de años.
—Pero pensar que
los lunáticos puedan haber tenido alguna vez la inteligencia suficiente para
crear una cultura propia... —dijo Grant, apartando al purpúreo que se
bamboleaba y soltaba risitas a su lado. De pronto el hombre se detuvo y dirigió
una mirada de repentino respeto a aquella criatura—. Éste lleva varios días
siguiéndome. Muy bien, muchacho, ¿qué pasa?
El purpúreo
alargó un hacecillo mal trabado de hierba sangrante y de ramitas, riendo
idiotamente. Su ridícula boca se torció; los ojos se le aguzaron en el esfuerzo
de conseguir una concentración mental.
—¡Pasteles!
—dijo con una risita triunfante.
—¡El muy
imbécil! —estalló Grant—. ¡Inútil! ¡Idiota! —Se interrumpió para echarse a
reír—. No importa. Creo que os lo merecéis. —Alargó la libra de chocolate a los
tres encantados lunáticos—. Aquí tenéis vuestros pasteles.
Un grito de Lee
lo sobresaltó. La muchacha estaba agitando los brazos furiosamente. Sobre la
cresta de la Colina de los Idiotas un avión cohete rugía, describía círculos y
por fin se posaba en el valle.
La portezuela se
abrió. Oliver salió gravemente, comentando como quien no quiere la cosa.
—Yo soy real y
tú eres real. .
Un hombre siguió
al gato guardián; dos hombres.
—¡Papá! —gritó
Lee.
Un poco más
tarde, Gustavus Neilan se volvió hacia Grant.
—No sé cómo
agradecérselo —dijo—. Si hubiese algún modo de poder mostrarle lo mucho que
aprecio...
—Lo hay. Puede
usted cancelar mi contrato.
—¿Trabaja usted
para mí?
—Soy Grant
Calthorpe, uno de sus tratantes y estoy ya harto de este loco satélite.
—Desde luego
puede hacerse, si usted lo desea —dijo Neilan—. En cuanto a la cuestión de la
paga...
—Puede usted
pagarme los seis meses que he trabajado.
—Si no le
importase quedarse —dijo el hombre mayor—, no tendría que trabajar mucho tiempo
más en la compra. Hemos podido cultivar ferva cerca de las ciudades polares y
prefiero las plantaciones a la inseguridad de tener que confiar en los
lunáticos.
Si continúa
usted el año de su contrato, podríamos ponerlo al frente de la plantación
cuando termine ese plazo.
Grant se
encontró con los grises ojos de Lee Neilan y vaciló.
—Gracias —dijo
lentamente—, pero estoy harto de esto. –Le sonrió a la muchacha y luego se
volvió hacia el padre de la misma—. ¿Le importaría contarme cómo ha podido
localizarnos? Éste es el sitio más inverosímil de todo el satélite.
—Pues
precisamente por eso —respondió Neilan—. Cuando Lee no regresó, reflexioné
cuidadosamente sobre el asunto. Por último decidí, conociéndola como la
conozco, buscar primeramente en los sitios más improbables. Sobrevolamos las
costas del Mar de la Fiebre, y luego el Desierto Blanco y finalmente las
Colinas de los Idiotas. Divisamos los ruinas de una cabaña y entre los
escombros estaba este individuo —indicó a Oliver—, que no hacía más que
repetir: «Diez lunáticos hacen un medio idiota». Bien, aquello de semicuerdo
parecía una referencia muy clara a mi hija, y volvimos a emprender el vuelo
hasta que el rugido de la pistola lanzallamas nos llamó la atención.
Lee adoptó una
expresión de malhumor, luego volvió sus ojos grises hacia Grant.
—¿Recuerdas
—dijo suavemente— lo que te dije en la jungla?
—Yo ni siquiera
lo habría mencionado —replicó él—. Sabía que estabas delirando.
—Pues... quizá
no lo estaba. Si tuvieses compañía, ¿te resultaría más fácil trabajar el resto
del año? Quiero decir si, por ejemplo, volases con nosotros a Junópolis y
regresases con una esposa.
—Lee —dijo él
con voz ronca—, sabes la diferencia que eso comportaría, aunque no puedo
comprender por qué se te ha ocurrido la idea.
—Debe de ser la
fiebre —sugirió Oliver.
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