El Hipnoglifo - John Anthony
Jaris tenía el objeto en la palma de la mano mientras
acariciaba con el pulgar el hueco de la cara pulida.
—Es realmente la pieza que más estimo en mi colección
—dijo—, pero no tiene nombre. La llamo el hipnoglifo.
—¿El hipnoglifo? —dijo Maddick dejando otra vez en la
mesa un magnífico ópalo venusino, del tamaño de un huevo de ganso y de colores
abigarrados.
Jaris le sonrió al hombre más joven.
—El hipnoglifo —repitió—. Tome, échele una ojeada.
Maddick sostuvo el objeto en la palma, acariciándolo
suavemente, pasando lentamente el pulgar por el hueco.
—¿Esto es su pieza más estimada? —preguntó—. Pero
cómo, no es más que un pedazo de madera.
—Un hombre —dijo Jaris— puede ser descrito como nada
más que un pedazo de carne, pero tiene algunas propiedades insólitas.
Maddick paseó la mirada por el cuarto de tesoros
mientras acariciaba el hueco con el pulgar.
—Es
verdad. Nunca he visto más
propiedades en un cuarto.
La voz de Jaris apartó suavemente el filo de codicia
que había asomado en la voz del hombre más joven.
—La vida de usted no ha sido muy larga. Quizá aún
pueda aprender algo nuevo.
Maddick enrojeció un instante, frunció apenas los
labios y se encogió de hombros.
—Bueno, ¿para qué sirve? —preguntó extendiendo la mano
y mirándose los dedos que acariciaban el objeto.
Jaris rió entre dientes.
—Para lo que usted está haciendo, exactamente. El
objeto es irresistible. Una vez que lo toma usted en la mano, el pulgar
acaricia automáticamente el hueco, y odia automáticamente tener que dejar de
acariciarlo.
La voz de Maddick tuvo ese tono que los muy jóvenes
reservan para complacer a los muy viejos.
—Es un aparatito agradable —dijo—. ¿Pero por qué ese
nombre tan presuntuoso?
—¿Presuntuoso? —dijo Jaris—. Me parece descriptivo,
nada más. El objeto es realmente hipnótico. —Sonrió observando cómo los dedos
de Maddick jugaban con el objeto.— Quizá usted recuerde a un escultor llamado
Gainsdale que creó cosas parecidas a fines del siglo veinte. Fundó una escuela
llamada Tropismo.
Maddick se encogió de hombros, absorto aún en el
objeto.
—Todos y cada uno fundaron una escuela de algo en esa
época.
—Era una teoría interesante —dijo Jaris tomando un
cristal arturiano del espacio y mirando el abanico de rayos luminosos—.
Gainsdale argumentaba, y con razones suficientes me parece, que en la
superficie de todo organismo hay respuestas táctiles naturales. Un gato
prefiere naturalmente que lo acaricien de cierto modo. Un heliotropo se mueve
naturalmente hacia la luz.
—Y a uno le toman naturalmente el pelo —se burló
Maddick—. Hasta ahora hemos enumerado ciertas ideas básicas de tropismo, con
una t minúscula. ¿Qué más?
—No importan tanto las ideas sino las aplicaciones
prácticas —dijo Jaris, ignorando la rudeza del hombre más joven—. Gainsdale
llevó simplemente sus estudios de tropismo más allá que ningún otro. Que ningún
otro en la Tierra, por lo menos. Opinaba que todas las superficies del cuerpo
responden naturalmente a ciertas formas y texturas, y comenzó a esculpir
objetos que de acuerdo con sus propias palabras hacían naturalmente felices a
las superficies del cuerpo. Creó objetos para frotarse la nuca, o para frotarse
la frente. Hasta pretendía curar así el dolor de cabeza.
—Antigua terapéutica china, simplemente —dijo
Maddick—. No hace más de una semana compré un talismán del siglo octavo que
cura reumatismos por frotamiento. Una mera curiosidad.
—Gainsdale conoció ciertamente la glíptica oriental
—dijo Jaris—, pero trató de sistematizar esas ideas en una serie de principios.
En una ocasión intentó resucitar la moda de los netzké japoneses, esas
figuritas pulidas que los samuráis llevaban en los cinturones. Sin embargo,
Gainsdale prefería esculpir para todo el cuerpo. Experimentó con la joyería
psíquica y diseñó brazaletes que eran naturalmente agradables para el brazo.
Durante un tiempo creó sillas que eran irresistibles para las nalgas.
—Todo un arte —dijo Maddick, haciendo girar el objeto
que tenía en la mano y tomándolo otra vez como antes para que el pulgar pudiese
acariciar la pequeña concavidad—. Podríamos decir que bajó directamente a los
fundamentos.
Le sonrió a Jaris como celebrando su propio ingenio,
pero no encontró respuesta.
—Era, realmente, todo un hombre —dijo Jaris muy
serio—. No sé si se le ocurrió la idea por ese asunto de las sillas y las
nalgas, pero poco después comenzó a experimentar con accesorios que
preservarían la potencia sexual. Una liga de defensa de esto o de aquello le
impidió seguir adelante, pero vale la pena recordar que tuvo un hijo cuando ya
había cumplido los ochenta y cuatro.
Maddick miró brevemente a Jaris, de soslayo.
—¡Al fin una aplicación práctica Jaris —observó la
mano de Maddick que aún acariciaba el hipnoglifo. Los dedos del joven se movían
automáticamente.
—Luego —dijo Jaris ignorando la mirada de Maddick— se
puso a esculpir bloques de dormir, almohadas de madera parecidas a esos bloques
de porcelana del Japón, pero moldeadas para dar placer a
la cabeza. Gainsdale decía que provocaban hermosos sueños. Pero
sobre todo esculpió objetos para las manos, como los
artífices japoneses de talismanes que se limitaron a crear netzkés. Al fin y al
cabo, la mano no es sólo el órgano táctil natural. Tiene además la clase de
movilidad que responde más agradablemente a la textura y a la masa.
Jaris dejó el cristal del espacio y contempló la mano
de Maddick.
—Exactamente como hace usted en este momento —dijo—.
Gainsdale buscaba el objeto que la mano humana no puede resistir.
Maddick se miró la mano. Los dedos se le movían como
si estuviesen solos con la cosa, separados del brazo y de la mente.
—Reconozco que es agradable —dijo—. ¿Pero no le parece
un poco traído por los pelos? No me hará creer usted que el placer es realmente
irresistible. Si no podemos dominar nuestros deseos de placer, ¿cómo no nos
estrangulamos luchando por acariciar este objeto?
—Quizá —dijo Jaris suavemente— porque mi deseo de
acariciarlo es menor que el suyo.
Maddick paseó los ojos por el cuarto de tesoros.
—Quizá pueda usted permitírselo —dijo, y durante un
instante no hubo suavidad en su voz. Pareció darse cuenta él mismo, pues cambió
inmediatamente de tema—. Pero yo creía que usted sólo coleccionaba objetos
extraterrestres. ¿Cómo se explica que tenga esto aquí?
—Por una curiosa coincidencia —dijo Jaris—. O una de
las muchas curiosas coincidencias. El objeto que usted tiene en la mano es
extraterrestre.
—¿Y las otras curiosas coincidencias? —dijo Maddick.
Jaris encendió un cigarro infecto.
—Me
parece que debiéramos comenzar por el principio —dijo a
través del humo.
—Algo me hacía presentir que había aquí una historia
—dijo Maddick—. Ustedes los coleccionistas son todos iguales. Nunca he conocido
a ninguno que no fuese un aficionado a los cuentos. Quizá éstos sean la
verdadera razón de una colección. Jaris sonrió.
—Una enfermedad profesional. ¿Coleccionamos para
contar historias, o contamos historias para poder coleccionar? Quizá si se la cuento
bien pueda coleccionarlo a usted. Bueno, siéntese y trataré de superarme. Un
nuevo auditorio, una nueva oportunidad.
Le indicó a Maddick que se sentara en un sillón de
hueso, muy tallado. Puso la vasija humectante, los sellos de la droga, y una
garrafa de brandy del Danubio al alcance de la mano de Maddick, y se sentó al
escritorio invitándolo con una seña a que se sirviera él mismo.
—Supongo —dijo Jaris luego de esa pausa anterior al
relato que ningún narrador puede omitir—, supongo que una de las razones por
las que aprecio tanto este objeto es que me lo procuré en mi último viaje al
espacio exterior. Como usted ve —añadió señalando la colección con un leve
movimiento de la mano—, cometí el error de regresar rico, y eso mató en mí la
inquietud de los viajes. Heme pues aquí atado a la Tierra por mi propia avidez.
Maddick, hundido en su sillón, acariciaba el hueco con
el pulgar.
—Ser insolentemente rico no es el peor destino
imaginable.
Pero Jaris estaba enfrascado en su historia.
—Yo había estado buscando cristales del espacio en los
alrededores de Deneb Kaitos —continuó— cuando de pronto la fortuna se me cruzó
realmente en el camino: un anillo de asteroides, un enjambre de esos
maravillosos cristales. Cargamos la nave con cantidad suficiente como para
comprar dos veces la Tierra, y ya nos volvíamos cuando descubrimos que Deneb
Kaitos tenía un sistema planetario. Distintas expediciones habían visitado ya
la región, pero nadie había mencionado el sistema y nosotros habíamos estado
tan ocupados con la carga que no habíamos hecho muchas observaciones. Comprendí
entonces que el supuesto anillo de asteroides era en realidad un planeta que
había estallado y que describía una órbita alrededor de su sol. Los fragmentos
contenían un ocho por ciento de diamantes puros, de modo que habíamos
descubierto sin duda el mayor filón del universo.
"Inspeccionamos rápidamente el sistema y
decidimos posarnos en DK-8 para las verificaciones habituales y la búsqueda de
formas de vida. En DK-8 había ya indicaciones de vida, pero insuficientes para
justificar una escala suplementaria. En cambio, en DK-8 las indicaciones eran
notables. Tan notables que era muy posible que ganáramos el Premio de la
Federación. Comparado con una nave cargada de cristales del espacio, aun un
millón de unidades no era más que unas monedas, pero la idea de descubrir un
nuevo grupo inteligente nos atraía mucho. El complejo de Colón, presumo.
"En fin, nos posamos en DK-8, y allí conseguí ese
objeto que usted tiene en la mano. En DK-8 es un implemento de caza.
Maddick pareció estupefacto.
—De caza —dijo—. ¿Quiere usted decir como en el caso
de David y Goliath? ¿La piedra de una honda?
—No —dijo Jaris—. No es un proyectil. Es una trampa.
Los nativos la emplean para cazar animales.
Maddick miró el dispositivo, acariciándolo siempre.
—Oh, por favor —dijo—. No querrá decir que disponen
las trampas, esperan a que entren las termitas y luego se comen a las termitas.
No esa clase de trampa.
La voz se le endureció a Jaris un instante.
—Hay muchas cosas raras en el espacio. —En seguida
dijo con una voz más dulce:— Es usted joven todavía. Tiene bastante tiempo. Ese
dispositivo, por ejemplo, usted no creerá que es el fundamento de toda una
cultura. No está preparado para creerlo.
La sonrisa de Maddick decía: "Bueno, al fin y al
cabo, no esperará usted que acepte esas bobadas".
—Un cuento es un cuento —dijo en alta voz—. Prosiga.
—Sí —dijo Jaris—. Supongo que es increíble. Como todo
el espacio, por otra parte: una constante recurrencia de
lo increíble. Al cabo de un
tiempo uno olvida qué es la norma. Uno es entonces ya un verdadero
hombre del espacio. —Miró un momento la colección brillante
a su alrededor.— DK-8, por ejemplo. Una vez que el indicador nos advirtió que
encontraríamos inteligencia, no nos sorprendió descubrir seres casi
humanos. En esa época
se creía universalmente que la inteligencia era propia de los primates y
de sus familias. La inteligencia no podría nacer si no se tiene una mano
prensil y un arco supraorbital. Un mono se adapta a su ambiente desarrollando
una cola y unas manos que le permiten pasar de árbol a árbol y unos ojos que
miden la distancia de los saltos. Pero ocurre que la mano es buena también para
tomar cosas y que los ojos son buenos para mirarlas de cerca, y pronto el mono
se pone a recoger cosas y comienza a tener ideas. Y pronto también comienza a
emplear utensilios. Un ungulado no podría servirse de una herramienta ni aun en
un billón de años; no tiene nada con que sostenerla. No hay razón, me parece,
para que los lagartos no tengan una cierta inteligencia, excepto que no la
tienen. Es probable que la causa sea un sistema nervioso inferior.
Jaris se interrumpió de pronto comprendiendo que se
había dejado llevar por el entusiasmo de la argumentación.
—En realidad, he regresado hace poco tiempo —dijo con
una sonrisa—. En el espacio estos temas son motivo de discusiones acaloradas.
—Habló otra vez con una voz más suave.— Decía yo que no nos sorprendió mucho
encontrar seres casi humanos, pues ya habíamos advertido indicaciones de vida
inteligente...
—Es raro que no haya oído hablar de eso —dijo
Maddick—. Estoy bastante al corriente, y una verdadera similitud...
—Ocurre —interrumpió Jaris a su vez— que no
informamos.
La sorpresa alteró la voz de Maddick.
—Cielo santo, ¿y me lo dice usted a mí? ¿Qué puede
impedirme que lo denuncie en la Base de la Federación del Espacio donde le
sondearán el cerebro? —Paseó los ojos una vez más por la sala de tesoros como
haciendo un inventario, y frunció los labios ávidamente, un momento. En seguida
dijo con voz más tranquila:— Claro, antes tendría que creerle.
Jaris se reclinó en su silla, como perdido en sus
propios pensamientos, y durante un instante pareció que hablaba desde el fondo
de una caverna.
—No tiene ninguna importancia —dijo—. Y además
—continuó con una sonrisa, hablando ahora desde más cerca, —usted ha dicho que
no me cree.
Maddick se miró la mano que acariciaba continuamente
las superficies lisas del objeto. El pulgar serpeaba en la concavidad pulida,
entrando, subiendo y saliendo, entrando, subiendo y saliendo. Maddick alzó los
ojos, buscando la mirada de Jaris.
—¿Debiera creerle? —preguntó.
Una vez más examinó la cámara de tesoros, deteniéndose
un rato en el gabinete de cristales del espacio.
Jaris advirtió la mirada de Maddick y sonrió.
—Sí, yo también lo he pensado. Una víctima fácil para
un chantajista.
Maddick apartó los ojos.
—Si el chantajista acepta esa historia.
Jaris sonrió.
—Siempre la misma duda. ¿Qué opinaría usted si le
dijese que esa similitud permite que los terrestres se acoplen con los DK?
Maddick esperó largo rato antes de contestar, con los
ojos clavados en el objeto, en los dedos que se movían y acariciaban. Meneó la
cabeza como queriendo alejar una idea.
—Ya nada puede sorprenderme, realmente. Es raro, pero
le creo a usted. Y hay algo más raro aún. Se que yo debiera decirle que es
imposible. —De pronto elevó la voz.— Un momento. ¿Qué significan estos
disparates? —En seguida dijo otra vez con calma:— Muy bien. Sí, así es. Le creo
a usted. Debo de estar loco, pero le creo a usted.
—¿Lo suficiente como para denunciarme?
Maddick enrojeció.
—Me temo que no le harán caso y le dirán que es
imposible —continuó Jaris—. Una verdadera lástima —añadió con cansancio—. Como
le dije antes, yo hubiese sido una buena presa para un chantajista. —Hizo una
pausa y concluyó, dulcemente:— No se preocupe, hijo.
Maddick no se indignó. Se miró la mano que acariciaba
aún el objeto y dijo con indiferencia:
—¿Es un desafío?
Jaris meneó la cabeza.
—Un lamento —dijo. Echó una bocanada de humo y habló
más animadamente—. Además, todos los argumentos que niegan esta
posibilidad son muy sólidos. Distintas formas de vida pueden acoplarse en
algunas de las ramas de evolución divergentes si las especies están
relacionadas entre sí por un antecesor común bastante próximo. El león y el
tigre, por ejemplo, o el caballo y el asno. Pero no ocurre lo mismo en las
evoluciones convergentes. Es probable que se desarrolle en otro mundo una
especie que se parece de algún modo al hombre, y con espacio y tiempo
suficientes podrían desarrollarse muchos individuos, pero la química y la
fisiología del huevo y del esperma son demasiado complejas para que sea posible
una relación sin un antecesor común. No obstante, los terrestres pueden acoplarse
con las mujeres DK, y se han acoplado con ellas. Esto parece increíble, dicho
así en este cuarto, pero al cabo de un tiempo uno descubre que no hay nada
imposible en las profundidades del espacio.
—Las profundidades del espacio —dijo Maddick
dulcemente, como si acariciase las palabras con el mismo placer sensual con que
acariciaba el objeto pulido.
Jaris advirtió este cambio de tono en la voz de
Maddick y asintió.
—Tiene usted tiempo. Un día irá allá. Pero volvamos a
DK-8. La única diferencia real entre un DK y un ser humano es el pelo y la
estructura de la piel. DK-8 tiene una atmósfera densa y tropical, con
abundancia de anhídrido carbónico y nieblas perpetuas. Los rayos del sol
atraviesan difícilmente la atmósfera. Por consiguiente, la vida animal de la
que nacieron las criaturas inteligentes de DK nunca tuvo que desarrollar una
piel protectora. El pelo es desconocido en el planeta. En cambio, las formas de
vida de DK desarrollaron una piel extremadamente sensible a los rayos difusos
del sol. La piel es blanda y pálida como la de una babosa. Si un DK fuese
expuesto a los rayos directos del sol durante unos pocos minutos, moriría de
insolación.
Jaris adelantó el cigarrillo y echó una nube de humo
sobre el extremo encendido.
—La naturaleza —dijo— juega siempre dos cartas al
mismo tiempo. La mano prensil se desarrolló por un motivo y se convirtió en
algo útil para otra cosa. Del mismo modo, la piel extremadamente sensible de
los DK se desarrolló en un principio para absorber la mayor cantidad posible de
luz solar, y se convirtió con el tiempo en la base de un sentido táctil
tremendamente desarrollado.
"Todo esto es válido para los animales dominados
por los tropismos. Cuando un animal empieza a acariciar uno de esos objetos,
como usted ahora, no puede ya detenerse.
Maddick sonrió y se miró la mano sin responder. Los
costados pulidos del objeto brillaban opacamente, y su pulgar corría bajando,
entrando y subiendo, en la pequeña concavidad. Bajando, entrando y subiendo.
—Casi podría decirse —continuó Jaris— que los DK han
desarrollado una ciencia táctil, hasta un grado desconocido para nosotros. La
energía que hemos consumido para crear una cultura de utensilios, la han
empleado ellos para crear una cultura táctil. No es una sociedad muy
desarrollada, de acuerdo con nuestras normas: un matriarcado de tribus muy
rígido con unas pocas herramientas básicas que sólo las mujeres pueden manejar,
una casta particular de mujeres. Las otras descansan en terrazas ordenadamente
distribuidas en las faldas de las lomas, y se pasan la vida inmóviles
absorbiendo energía solar o ideando hechizos basados principalmente en el
hipnotismo y en las gratificaciones táctiles.
Jaris hizo una pausa y habló en seguida con una voz
más dulce y algo distante.
—Por supuesto, estas mujeres son increíblemente
obesas. Al principio nos pareció repulsivo verlas tendidas de ese modo, pero en
DK-8 la obesidad es realmente una característica de supervivencia. La mayor
superficie absorbe mayor energía solar. Y estas mujeres controlan de un modo
tan perfecto la superficie de la propia piel que tienen cuerpos curiosamente
bien proporcionados.
Jaris se echó hacia atrás y entornó los ojos.
—Asombroso control —susurró.
En seguida rió entre dientes.
—Pero usted estará preguntándose seguramente cómo
pueden trabajar una madera tan dura casi sin herramientas. Si mira usted
atentamente verá que el objeto no tiene casi grano. No es en realidad de
madera, sino una especie de semilla gigante, parecida a una nuez de aguacate.
Sabrá usted que una nuez fresca de aguacate puede ser moldeada como arcilla,
pero cuando se la deja secar se vuelve extremadamente dura.
—Extremadamente dura —asintió Maddick, distante.
—Las mujeres del clan moldean estas cosas, y los
hombres las llevan a los bosques. Como usted ya habrá supuesto, los hombres son
debiluchos y poco numerosos y pronto se morirían de hambre si sólo contasen
para la caza con sus propios músculos. Estos dispositivos se encargan de todo.
Los animales, de una sensibilidad táctil muy elevada, se pasean por los bosques
y encuentran de pronto una de estas cosas. Empiezan a acariciarla, a tocarla, y
no pueden detenerse. Los hombres ni siquiera los matan. La carnicería es
prerrogativa del clan gobernante de mujeres. Los hombres esperan simplemente a
que el animal haya entrado en el estado adecuado y lo llevan luego al matadero.
El animal no sale del estado hipnótico, por supuesto.
—Por supuesto —asintió Maddick moviendo los dedos
suave y rítmicamente.
Jaris se recostó en la silla.
—Hay aún una cosa que usted debiera saber —dijo con la
misma cortesía de siempre, pero con un leve tono de triunfo—. Los hombres no
son siempre dóciles. El problema se resuelve hipnotizándolos casi en el momento
mismo en que nacen. Es una práctica secular.
"Lamentablemente, la naturaleza siempre tiene una
carta oculta. Una especie que vive mucho tiempo inmóvil pierde su propio
impulso y deja de desarrollarse. Luego de generaciones de hipnosis los machos
DK han perdido el deseo de vivir y procrear. Parece casi que el esperma y los
mismos genes se retiraran lentamente. Cuando descendimos en DK-8 apenas había
hombres para poner las trampas.
Jaris se inclinó hacia adelante sonriendo.
—Ya se imagina usted cómo nos habrán recibido esas
mujeres, sobre todo cuando descubrieron que podíamos fecundarlas. Nuevos machos
vigorosos, un nuevo comienzo, sangre nueva para la corriente de la vida.
Hizo una pausa y habló con una voz monótona y seca:
—Quizá entienda ahora por qué regresé solo. El único
macho que dejó alguna vez DK-8. Aunque —concluyó— podría decirse también que
nunca lo he dejado.
—...nunca... lo... he... dejado. . . —dijo Maddick.
Jaris asintió con un movimiento de cabeza y se puso de
pie. Se acercó a Maddick e inclinándose sobre él le echó una bocanada de humo
en los ojos abiertos. Maddick no se movió. Miraba fijamente adelante y parecía
clavado en el sillón. Sólo los dedos de la mano derecha se le movían ahora,
acariciando el objeto pulido mientras el pulgar se le deslizaba en la pequeña
concavidad, saliendo y entrando.
Jaris se enderezó, sonriendo tristemente, se acercó al
escritorio, tomó una campanilla curiosamente labrada, y llamó una vez. En el
extremo de la sala se abrió una puerta mostrando una alcoba en sombras donde
asomaba algo enorme y pálido.
—Está a punto, querida —dijo Jaris.
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