Terror en el espacio (Capítulo 3) - Leigh Brackett
Capítulo 3
A
Lundy no le sorprendió oír aquella voz telepática. La comunicación
mental abundaba más que la oral y era mucho más sencilla que ésta, en
muchos lugares de los mundos habitados. La Policía Espacial daba
lecciones de telepatía a sus hombres.
–Sí, vivo gracias a vosotras.
Había
algo en la cualidad de aquel cerebro que sondeó que lo desconcertaba.
Era distinto de todo cuanto había conocido. Se puso en pie, no muy
firme.
–Habéis llegado a tiempo. ¿Cómo supisteis que estaba aquí?
–Nos llegaron tus pensamientos de temor. Sabemos lo que es tener miedo. Entonces, vinimos.
–No os puedo decir otra cosa sino «gracias».
–Nos alegramos mucho de haberte salvado. ¿Por qué no había de ser así? Por ello, no es necesario que nos des las gracias.
Lundy miró las flores que brillaban con apagado resplandor en las tinieblas.
–¿Cómo conseguís que os obedezcan? ¿Por qué no os...?
–¡Ellas no son caníbales! No son como... las otras.
Este último pensamiento expresaba un terror cerval.
–Caníbales...
Lundy miró a la nube de delicadas figurillas femeninas de color azul grisáceo. Sintió que se le ponía la carne de gallina.
Aquellos seres le miraron benévolamente con sus suaves ojos dorados, y le pareció como si sonriesen.
–Sí,
somos diferentes de ti, ya lo sabemos. Del mismo modo como somos
diferentes de los peces. ¿Qué piensas? En las algas... las algas
brillantes que crecen... sí, son parientes nuestras.
Parientes,
se dijo Lundy. En efecto. Como nosotros somos parientes de los
animales. Eran plantas. Las plantas vivientes no eran nada nuevo en
Venus. ¿Por qué no admitir la existencia de plantas pensantes, de
plantas que se desplazaban en sus raíces, y miraban con tristes ojos
suaves?
–Vámonos de aquí –dijo Lundy.
Salieron
del obscuro túnel y prosiguieron por la carretera, mientras las flores
abrían sus bocas como canes hambrientos tratando de morder a Lundy, pero
sin conseguir alcanzarlo.
Él empezó a atravesar la estrecha llanura, con las plantas femeninas nadando lánguidamente como una nube a su alrededor.
Eran
algas. Pequeños fragmentos de algas con los que se podía conversar
telepáticamente. Lundy se hallaba pasmado ante lo increíble de la
situación.
La
ciudad no hizo más que aumentar su pasmo. Estaba sumida en las sombras
cuando la vio desde la llanura, débilmente iluminada por el resplandor
procedente de la arena, semejante al claro de luna. Era una gran ciudad,
que se extendía a lo lejos, rodeada de sus murallas. Era grande,
silenciosa y antiquísima. Parecía esperar al final de la carretera.
En
aquella luz mortecina, por curioso que fuese, parecía más real. Lundy
se olvidó por un momento de la existencia del agua. Le parecía caminar
hacia una ciudad dormida, bañada por la pálida claridad lunar, sintiendo
su fuerza secreta y débilmente hostil domeñada y retenida hasta el
alba...
Aunque jamás habría un alba para aquella ciudad. Nunca jamás.
Lundy deseó de pronto emprender la huida.
–No temas. Nosotros vivimos aquí. Es un lugar seguro.
Lundy
movió la cabeza con irritación. De pronto la luz brillante centelleó de
nuevo por tres veces consecutivas. Parecía venir de algún lugar a la
derecha, más allá de la cordillera submarina. Lundy notó un débil
temblor en la arena. Una hendidura volcánica, probablemente, que se
abrió al hundirse la arena.
La
luz dorada hizo cambiar de nuevo el aspecto de la ciudad, que volvió a
parecer una ciudad de cuento de hadas al atardecer... un lugar de los
que se ven en sueños.
Cuando
atravesó las puertas se sentía intimidado, pero no experimentaba temor.
Y entonces, mientras permanecía en el centro de la plaza contemplando
los grandes y borrosos edificios que se alzaban a su alrededor le
alcanzó un pensamiento procedente de la nube de pequeñas criaturas
femeninas.
–Era un lugar seguro y dichoso... antes de que ella viniese.
Tras una larga pausa, Lundy dijo:
–¿Ella?
–No
la hemos visto. Pero nuestros compañeros si la vieron. Ella vino no
hace mucho y recorrió las calles, y todos nuestros compañeros nos
dejaron para irse en su seguimiento. Decían, al irse, que su belleza es
incomparable, muy superior a la de cualquiera de nosotras y que...
–...Y que tiene los ojos velados y que ellos desean verlos. Si no le ven los ojos enloquecerán, y por esto la siguen.
La triste nubecilla azul grisácea se agitó entre las aguas obscuras. Varios pares de ojos dorados le miraron.
Lundy respiró profundamente. Tenía las palmas de las manos húmedas.
–Si. Sí, yo también la seguí.
–Comprendemos tu pensamiento...
Descendieron
hacia él, rodeándole, mientras sus delicadas membranas aleteaban como
las transparentes alas de los elfos. Sus grandes ojos dorados tenían una
expresión cariñosa y suplicante.
–¿Puedes
prestarnos tu ayuda? ¿Puedes hacer que vuelvan nuestros compañeros,
sanos y salvos? Lo han olvidado todo. Si los otros viniesen...
–¿Los otros?
La mente de Lundy se sumió en un espantoso temor. Se representó las más terribles imágenes. Vio engendros de pesadilla...
–Vienen
siguiendo las corrientes que unen las cálidas grietas de las montañas y
las frías profundidades. Son voraces. Lo aniquilan todo.
Las delicadas figurillas vagamente femeninas se echaron a temblar como hojas agitadas por el viento.
–Nos
escondemos de ellas en las casas. Así los tenemos a raya, evitando que
lleguen hasta nuestras semillas y nuestros vástagos. Pero nuestros
compañeros lo han echado todo al olvido. Si los otros vienen mientras
ellos la siguen, los encontrarán inermes y desamparados y los matarán a
todos.
Entonces nosotras nos quedaremos solas, sin simiente y sin
descendencia.
Se apretujaron a su alrededor, tocándole con sus pequeñas aletas delanteras de color azul grisáceo.
–¿Puedes prestarnos tu ayuda? ¿Verdad que nos ayudarás?
Lundy cerró los ojos. Cerró fuertemente las mandíbulas. Cuando abrió los ojos de nuevo, éstos eran duros como ágatas.
–Os ayudaré o moriré en la demanda.
Reinaba
la obscuridad en la enorme plaza. Por las puertas abiertas se filtraba
el débil resplandor procedente de la arena. Por un momento los pequeños
seres azul grisáceos se apiñaron a su alrededor, inmóviles, oscilando
únicamente bajo la acción del lento ritmo del océano.
De pronto todas se apartaron de él, arrebatadas por una loca esperanza... y Lundy se quedó mirándolas, boquiabierto.
Ya
no eran de color azul grisáceo. De pronto brillaron y sus alas y sus
delicados y flexibles cuerpecillos adquirieron un cálido tono verde que
latía con la vibrante palpitación de la vida.
Sus
largos y esbeltos pétalos vivientes debían de estar contraídos,
mientras llevaban su color azul grisáceo de luto. De pronto estallaron
como corolas llameantes en torno a sus cabecitas.
Eran
de color azul, escarlata y dorado, rojas como amapolas violetas y de
color de fuego, de color blanco plateado y rosado como una nube matinal,
tiñendo las negras aguas con pinceladas de color. Surgían de los
cuerpecitos verdes que hacían cabriolas y ascendían a gran altura junto a
los obscuros y ceñudos edificios, semejantes a las mariposas que habían
revoloteado ante ellos cuando la luz del sol aún no había desaparecido
para siempre.
Tan
repentinamente como habían empezado esta danza, la terminaron. Se
dejaron arrastrar inmóviles por las aguas y sus colores palidecieron.
Lundy les preguntó:
–¿Dónde están?
–En
lo más profundo de la ciudad, más allá de estas casas donde moramos...
en las calles que sólo visitan los jóvenes curiosos. ¡Haz que vuelvan,
por favor! ¡Te lo suplicamos, tráelos de nuevo junto a nosotras!
Dejándolas sobre la gran plaza obscura, penetró en la ciudad.
Recorrió
anchas calles pavimentadas marcadas por profundas roderas y desgastadas
por generaciones de pies calzados por sandalias. Las grandes
construcciones corroídas por el agua se alzaban a ambos lados, dominadas
por el resplandor intermitente de la lejana fisura volcánica.
Las
ventanas, de forma típicamente venusiana, estaban cerradas por celosías
de mármol y de piedra semipreciosa, delicadamente labrada hasta parecer
una joya complicadísima. Las grandes puertas doradas permanecían
abiertas sobre sus goznes no atacados por la corrosión. Por aquellas
puertas Lundy tuvo un atisbo de la vida de aquel pequeño pueblo vegetal.
La
planta baja de algunas de las casas se hallaba recubierta de una capa
de arena. Sobre ella se cernían con gesto protector aquellas plantas
femeninas, alisando la arena cuando el movimiento del agua la alteraba.
Lundy conjeturó que allí estaban plantadas las semillas.
En otros lugares vio colonias enteras de diminutos seres que parecían flores plantados en la arena; brillaban en la semiobscuridad con un pálido resplandor verde y primaveral. Permanecían en tranquilas hileras moviendo sus pequeñas corolas infantiles de color rosado y jugando solemnemente con pedacitos de alga de alegres colores y piedras abigarradas.
Las pequeñas flores estaban atendidas y cuidadas
solícitamente por plantas adultas.
Varias
veces Lundy pudo ver a grupos de jóvenes retoños, que ya se habían
desprendido de la arena, aprendiendo a nadar bajo la égida de las
plantas femeninas, agitándose en las negras aguas como pétalos de vivos
colores bajo el viento de la primavera.
Todas las plantas femeninas mostraban el mismo color gris azulado de luto con sus flores ocultas.
Así
seguirían a menos que Lundy pudiese dar cima a la tarea que le había
encomendado la Policía Espacial. Hasta aquel momento no había demostrado
hallarse a la altura de aquella misión.
El
pobre Farrell, casi desollado vivo y sin sentirlo porque sólo era capaz
de pensar en ella. Jackie Smith, ahogado en una esclusa estanca porque
ella quería ser libre y él tuvo que ayudarla a conseguir su propósito.
¿Sería
superior él, Lundy, a Farrell y a Smith y a todos cuantos ella había
hecho enloquecer? ¿Sería capaz de apresar a aquella diabólica vampiresa
en una red y mantenerla a buen recaudo en ella, sin perder antes la
razón?
Lundy no se sentía capaz de ello. Aquella misión era superior a sus fuerzas.
Recordaba
la primera vez que consiguió apresar a aquel ser en su red. Recordaba
también los últimos minutos antes de estrellarse, cuando lo oyó gritar
desde el interior del cofre, pidiéndole que le pusiese en libertad.
Recordó la cara de Jackie Smith cuando entró en la cabina empujado por
el agua que inundaba la esclusa, y la pregunta que entonces se hizo él
mismo... Dios mío, ¿qué vio antes de ahogarse?
Notó de nuevo que se le hacia un nudo frío en el estómago, pero esta vez aquel nudo tenía espinas que se clavaban en su carne.
Dejó
atrás la colonia de plantas y penetró en calles desiertas iluminadas
por el intermitente centelleo de la fisura volcánica. Empezó a encontrar
ruinas a su paso. Pavimentos agrietados y removidos, torres hundidas,
las celosías de piedra esculpida caídas de las ventanas. Paredes enteras
habíanse desmoronado en algunos sitios, y la mayoría de las puertas
doradas estaban rotas, abiertas violentamente o faltaban por completo.
Era
una ciudad muerta. Tan muerta y silenciosa que en ella no se podía
respirar, y tan antigua que amedrentaba el ánimo más templado.
Buen sitio para volverse loco en seguimiento de un ensueño.
Al
cabo de mucho tiempo, Lundy los vio... vio a los compañeros de las
pequeñas algas femeninas. Formaban una larga hilera... dijérase una
bandada de aves migratorias, que serpenteaba entre las obscuras torres
en ruinas.
Se
parecían a sus compañeras. Quizá eran algo mayores, un poco más
robustos, de cuerpos verdinegros fuertes y recios y brillantes colores.
Sus ojos dorados permanecían fijos en algo que Lundy no podía ver, y
hubiérase dicho que eran los ojos de Lucifer suplicando que le
franqueasen la entrada en el Cielo.
Lundy
empezó a avanzar contra la corriente, cruzando en diagonal una amplia
plaza para avanzar a la cabeza de la procesión. Entre tanto descolgó la
red de su cintura con manos semejantes a dos peces muertos.
De
pronto se tambaleó, perdió pie y cayó de bruces. Le parecía que alguien
le había empujado de un fuerte empellón. Trató de levantarse, pero algo
le empujó de nuevo. El áureo resplandor procedente de la fisura
brillaba ahora ininterrumpidamente, y era cegador.
La
hilera de figurillas vagamente masculinas se dobló de pronto como bajo
los efectos de un latigazo y Lundy comprendió lo que ocurría.
Se
alzaba una corriente en la ciudad. Era una corriente que surgía como
los vientos cálidos que antes la barrían, procedentes del mar, y que
traían las lluvias.
«Vienen
siguiendo las corrientes que unen las cálidas grietas de las montañas y
las frías profundidades. Son voraces. Lo aniquilan todo.»
Eran los otros... los otros, caníbales...
Ella conducía el brillante cortejo de algas masculinas entre los torreones, mientras en las calles se alzaba la corriente...
Lundy
se incorporó Después de equilibrarse para resistir el empuje de la
corriente, echó a correr en seguimiento de la procesión. Resultaba muy
difícil correr en aquel medio líquido y con sus botas de suela de plomo.
Se esforzó por calcular dónde debía de hallarse aquello –o ella– a
juzgar por el lugar hacia donde miraban los hombrecillos-plantas.
La luz cegadora brillaba ininterrumpidamente, y aún parecía hacerse más rutilante. El agua frenaba su avance, tirando de él con mil manos. Miró una vez hacia atrás, pero no pudo ver nada en las sombras que se extendían entre los torreones.
Sintió miedo.
Cuando extendió la red, el miedo le dominaba.
Aquello
–o ella– no le vio, aunque esto pueda parecer raro. Tampoco notó la
proximidad de su mente, a pesar de que él alzó barreras protectoras a su
alrededor. Pero Lundy quedaba muy empequeñecido bajo las sombras que
proyectaban los gigantescos muros y el esfuerzo de crear una ilusión
para tantas mentes debía tener muy ocupado al espantoso ser del espacio.
La suerte estaba nuevamente de su lado como cuando consiguió alcanzar a Farrell. Rogó al Cielo que la suerte no le desamparase.
Lo consiguió.
La
corriente empujó a la procesión hacia el lugar donde se hallaba
agazapado Lundy. Éste observó los ojos de las algas. Ella aun conducía a
los diminutos seres. Ella tenía un cuerpo físico, aunque él no pudiese
verlo, y notaría el influjo de la corriente, por pequeño que fuese.
Tiró la red con rapidez.
La red se hinchó en las aguas negras y entonces él tiró de ella.
Había
apresado algo. Algo pequeño, cilíndrico y que se debatía. Algo vivo.
Apretó
el lazo que cerraba la red, temblando y sudando de excitación nerviosa.
Y entonces los hombrecillos vegetales le atacaron.
Cayeron
sobre él, como una nube resplandeciente. Sus ojos dorados resplandecían
de furor. Habían perdido el juicio. Sus mentes chillaban en un solo
clamor de ira... y de temor por ella.
Le
pegaron con sus pequeñas aletas verdes. Sus corolas echaban chispas,
cálidas manchas de color, llamaradas que brillaban en las aguas
obscuras. Tiraron de la red, la sacudieron, agitando sus membranas como
alas en su esfuerzo por luchar contra la corriente.
Lundy
era un sujeto rechoncho, fuerte y musculoso. Lanzando verdaderos
rugidos, luchó para defender la red como hubiera hecho un lobo al que
intentasen arrebatar un tierno corderillo. Sin embargo, la perdió. Cayó
de bruces bajo un montón de hombrecillos vegetales, jadeando
afanosamente bajo su peso, y dando gracias a Dios de que su sólida
escafandra le salvase de morir aplastado.
Vio
como ellos se apoderaban de la red. Se apiñaron a su alrededor como un
enjambre de abejas, danzando en las aguas movedizas. Sus ojos dorados
tenían una terrible expresión de dolor.
No
podían abrir la red. Lundy la había asegurado con un fuerte nudo, y
aquellos seres no tenían dedos. La golpeaban y acariciaban con sus
aletas, pero eran incapaces de abrirla para que ella escapase.
Lundy
se puso a gatas. La corriente se hacía más violenta. Rugía entre las
torres desmoronadas como un negro vendaval y se llevó con ella el
enjambre de hombrecillos verdes, que seguían aferrando la red.
Y entonces llegaron los otros.
Comentarios
Publicar un comentario