Terror en el espacio (Capítulo 4) - Leigh Brackett
Capítulo 4
Lundy
les vio desde muy lejos. Por un momento no quiso dar crédito a sus
ojos, tomándolos por sombras arrojadas por los destellos de luz que
surgían de la fisura. Se apoyó en la pared de un edificio y se dedicó a
observarlos.
Los
observó mientras la corriente impetuosa los impelía hacia él. No se
movió entonces. Sólo abrió afanosamente la boca tratando de respirar.
Recordaban vagamente las rayas gigantes que él había visto en la Tierra, con la diferencia de que éstas eran plantas.
Grandes y esbeltos bulbos
vegetales con sus hojas extendidas como alas para aprovechar la fuerza
de la corriente. Su largos cuerpos en forma de lágrima terminaban en un
reborde semejante a una cola de pez que hacía las veces de timón. En
lugar de brazos tenían una especie de tentáculos.
Su
color era rojo pardusco obscuro, el color de la sangre seca. El áureo
resplandor de la fisura prestaba un extraño brillo a sus fríos ojos.
Mostraba asimismo sus bocas redondas revestidas de agudas espinas, y las
mortíferas ventosas que cubrían la parte interior de sus enormes
tentáculos.
Aquellos
brazos eran lo suficientemente largos y fuertes para desgarrar la tela
de su escafandra. Lundy no sabía sí aquellos seres comían carne, pero
esto poco importaba. Una vez uno de aquellos tentáculos le hubiese
golpeado, de nada le serviría ya saberlo.
La
red que contenía a ella se alejaba de él, y los otros se acercaban cada
vez más. Aunque hubiese deseado renunciar entonces a su misión, no
había ningún sitio para ocultarse en aquellos edificios arruinados y sin
puertas.
Lundy
llenó su traje de oxígeno, hinchándolo y confundiéndose con los seres
que aquella negra corriente arrastraba hacia los infiernos.
La
corriente le arrastró como una burbuja entre los muertos torreones,
pero no con la suficiente celeridad. No llevaba bastante delantera a las
algas caníbales. Trató de nadar, para aumentar su velocidad, pero
aquello era como si un bote de remos quisiese competir con una flotilla
de lanchas rápidas a plena marcha.
Ante
él distinguía el grupo de hombrecillos vegetales. No habían cambiado de
posición. Daban volteretas en el agua, y perdían lastimosamente el
tiempo en correrías sin sentido, por lo que Lundy consiguió fácilmente
darles alcance.
Pero
no corría lo bastante. Lo peor era que no sabría qué hacer cuando los
alcanzase. La red estaba en el centro del enjambre de hombrecillos, y
éstos no le permitirían llegar hasta ella. Y aunque consiguiese
arrebatársela, ¿de qué le serviría? Los hombrecillos-alga se irían
igualmente tras ella, pues se hallaban tan ofuscados que no se daban
cuenta de la proximidad de sus terribles enemigos.
A menos que...
Se
le ocurrió a Lundy de repente. Una esperanza, una solución. Se le
ocurrió claramente cuando el alga que iba delante le dio alcance y le
abrazó con sus alas de hoja, estrechándole fuertemente.
Lundy
lanzó un aullido de terror animal y pataleó desesperadamente,
inyectando más aire en su traje. Ascendió con rapidez y las alas rozaron
sus botas, pero no consiguieron apresarle. Volviéndose, Lundy descargó
su pistola desintegradora contra el terrible ser, alcanzándole de pleno
entre los ojos.
La
voraz criatura empezó a debatirse, mientras caía desordenadamente, como
un ave herida. Las que venían detrás chocaron con ella, y se detuvieron
para devorarla. Muy pronto una docena de ellas se entrelazaban en lucha
mortal, peleándose como una bandada de gaviotas por un pez. Lundy nadó
furiosamente, maldiciendo su engorroso traje.
Pero
muchas de las gigantescas rayas vegetales no se detuvieron, y las otras
no estarían paradas por mucho tiempo Lundy movía brazos y piernas,
fatigándose y sudando Estaba medio muerto de miedo. Le parecía vivir una
pesadilla, en la que son vanos todos los esfuerzos por avanzar.
La
corriente parecía ser más rápida allá arriba. Reunió todos sus
pensamientos en un apretado haz, que arrojo hacia el corazón del grupo
de hombrecillos-planta, tratando de alcanzar el ser encerrado en la red.
«Puedo libertarte. Soy el único que puede hacerlo.»
Una
voz le respondió en el interior de su cerebro. Era la voz que había
oído ya una vez en el interior de la cabina de la nave voladora hundida.
Una voz tan dulce y tenue como la flauta de Pan que resonaba en las
umbrías de la Arcadia.
«Lo sé. Mis pensamientos se han cruzado con los tuyos...»
Aquella voz de elfo se interrumpió de pronto, como si experimentase un acceso de dolor. Muy débilmente, Lundy oyó:
«¡Qué peso! ¡Qué peso! Me cuesta moverme...»
Un
desesperado anhelo por algo que él no podía comprender atravesó la
mente de Lundy como el grito de un niño asustado. Y entonces el enjambre
de hombrecillos vegetales se abrió y se dispersó como barrido por un
huracán.
Lundy contempló como todos se despertaban de su sueño.
Ella
había desaparecido, y los pequeños hombrecillos verdes no sabían por
qué estaban allí ni qué hacían. Tenían el recuerdo conmovedor de una
belleza inalcanzable, y eso era todo. Se sentían perdidos y asustados.
Y entonces vieron a los otros.
Fue
como si les hubiesen asestado un tremendo golpe. Permanecieron
inmóviles, dejándose llevar por la corriente, con sus ojos dorados muy
abiertos y sorprendidos. Sus brillantes pétalos se plegaron sobre sí
mismos y desaparecieron, y sus verdes cuerpos adquirieron un color casi
negro.
Las
rayas vegetales desplegaron sus alas y se abalanzaron sobre ellos como
grandes pájaros negros. Y más allá, bajo el opaco brillo dorado, Lundy
distinguió los distantes edificios de la colonia. Algunas de las puertas
aún estaban abiertas, y frente a ellas esperaban grupos de diminutas
figurillas.
Lundy
aún conservaba cierta ventaja sobre las primeras rayas. Se apoderó de
la red flotante y se la sujetó al cinto, para dirigirse luego con torpes
movimientos hacia una torre en ruinas que se alzaba a su derecha.
Dio
una perentoria orden telepática a los hombrecillos vegetales, tratando
de obligarles a volverse y emprender la huida, asegurándoles al propio
tiempo que él plantaría cara a los otros. Los pobrecillos estaban
demasiado asustados para entenderle. Casi llorando, él los apostrofó. Al
tercer intento consiguió hacerse comprender y entonces todos huyeron
apresuradamente, con toda la velocidad que les fue posible.
Lundy, entre tanto, se había hecho fuerte entre las ruinas para hacer frente a sus primeros atacantes.
Empuñaba
una pistola en cada mano y redujo a cenizas a muchas de las feroces
rayas. Las aguas que le rodeaban pronto estuvieron llenas de cuerpos que
se agitaban convulsivamente, y de vivos que devoraban a los muertos o
se peleaban entre sí. Pero no podía detenerlas a todas, y algunas rayas
llegaron hasta él.
Casi
sin volver la cabeza podía ver las enormes siluetas rojas semejantes a
grandes pájaros que se abatían sobre los moribundos, para envolverías en
sus anchas alas, y permanecer luego quietas en el centro de la
corriente, entregadas a su espantoso festín.
Entre
tanto, la algas femeninas mantenían abiertas las puertas de sus casas.
Así esperaron hasta que el último de sus compañeros regresó, y entonces
cerraron las puertas de oro en las narices romas de las feroces rayas.
Sólo perecieron unos pocos de los hombrecillos verdes. Solamente unas
cuantas viudas tendrían que ocultar sus pétalos y llevar su azul
grisáceo de luto. Lundy se alegró de ello.
Más
valía que Lundy se alegrase de algo, porque uno de aquellos feroces
seres había hecho presa sobre los hombros del terrestre. Las voraces
algas habían conseguido descubrir finalmente a su atacante. Además,
Lundy era entonces la única presa visible.
Se
reunieron para dar el asalto final, después de describir una apretada
curva en las negras aguas. Lundy consiguió aniquilar a dos más antes de
que una de sus pistolas se quedase sin carga. Poco después, la otra se
encasquilló.
Lundy,
solo en la torre arruinada, veía cómo la muerte giraba en círculos a su
alrededor. Y entonces le habló de nuevo la dulce voz del ello encerrado
en la red:
«Suéltame. ¡Suéltame!»
Lundy
apretó fuertemente las mandíbulas y tomó la única alternativa que le
quedaba. Deshinchó su traje y saltó, para hundirse en las negras
profundidades del edificio en ruinas.
Las rayas plegaron sus alas como un pájaro al caer como una piedra y descendieron tras él, impeliéndose con enérgicos coletazos.
Por las hendiduras de los muros y por las ventanas penetraban destellos intermitentes. Lundy descendió largo rato. No necesitaba escaleras. Además, los terremotos habían hundido casi todos los pisos.
Las
rayas le seguían implacablemente. Sus largos cuerpos sinuosos eran tan
ágiles como el de un tiburón, y avanzaban con celeridad increíble.
Y la vocecilla no cesaba de gritar en su mente, pidiéndole que la soltase.
Así llegó Lundy al fondo.
Le
rodeaban allí unos muros solidísimos, y reinaba una profunda
obscuridad. Se hallaba en un lugar lleno de ruinas y cascotes. Avanzó a
tientas. La luz del casco se había averiado, y además tampoco la hubiera
utilizado para no atraer a sus perseguidores.
Notaba
la presencia de éstos, girando veloces a su alrededor. Echó a correr
sin rumbo determinado y tropezando en las piedras. Por tres veces le
rozaron unos grandes cuerpos musculosos, derribándole, pero no pudieron
apresarle en la obscuridad, porque chocaban entre sí y se confundían.
Lundy
cayó de pronto en una gran sala, contigua a la estancia en que se
hallaba y a un nivel algo inferior al de ésta. Apenas recibió daño en la
caída. Las áureas puertas se abrían hacia las aguas libres, y reinaba
bastante claridad.
Bastante
claridad para que Lundy viese algunas cabezas de rayas que trataban de
entrar, y también bastante para que éstas viesen a Lundy.
La vocecilla insistía:
«¡Suéltame ¡Suéltame!»
A
Lundy no le quedaba aliento para maldecir. Volviéndose, echó a correr,
pero las rayas movieron lánguidamente sus colas y le alcanzaron antes de
que hubiese podido recorrer diez metros. Hubiérase dicho que se reían
de él.
Lo
único que salvó de momento a Lundy fue que cuando desplegaron sus
grandes alas para envolverle en ellas, chocaron con las que venía del
otro lado. Esto las detuvo por unos segundos. Aunque ello bastó para que
Lundy viese la puerta.
Era
una portezuela de piedra negra sin ningún ornamento, que permanecía
entreabierta sobre sus goznes de oro, a unos tres metros de distancia.
Lundy
se precipitó hacia ella. Esquivó una enorme ala que se abatía sobre él,
dio un tremendo salto que casi partió su espinazo, y asió el borde de
la puerta con ambas manos, tirando frenéticamente de él.
El
extremo de un tentáculo chocó contra sus pies. Sus botas con suela de
plomo golpearon el suelo, y por un momento pensó que le habían roto las
piernas. Pero la onda líquida creada por el golpe le ayudó a
introducirse por la estrecha abertura.
Media
docena de romas cabezas parduscas trataron de introducirse tras él, sin
conseguirlo. Lundy se hallaba a gatas, tratando de recuperar su
aliento, pero le parecía como si su pecho soportara el peso de un
torreón de piedra. Además, su vista se debilitaba.
Avanzó
a rastras hasta arrimar su hombro a la puerta, empujándola con fuerza
para cerrarla. Pero la puerta no se movió. La construcción se había
movido, atascando para siempre la puerta en sus goznes. Ni siquiera las
poderosas rayas podían abrirla.
Pero
a pesar de ello, seguían forcejeando. Lundy se arrastró lejos de allí.
Al poco rato parte de aquel peso que oprimía su pecho desapareció, y
recuperó la visión.
Un
rayo de luz dorada, que brillaba y se apagaba intermitentemente,
entraba por una grieta situada a unos diez metros sobre su cabeza. Era
una pequeña hendidura, por la que ni siquiera hubiera podido pasar un
niño. En la estancia no había más abertura que aquélla y la puerta.
Era
una habitación de reducidas dimensiones. Sus paredes de piedra eran
completamente negras, sin adornos ni relieves, con excepción de la pared
del fondo.
Ante
ésta se alzaba un bloque cuadrado de azabache, de unos dos metros y
medio de largo por poco más de un metro de ancho, ahuecado de manera
peculiar, que hacía pensar en algo muy poco agradable. Sobre él lucía
con un rojo resplandor, que parecía preludiar el fuego del infierno, un
solo y enorme rubí, engarzado en la piedra.
Lundy
había visto cámaras parecidas en antiguas ciudades que aún se hallaban
en tierra firme. Allí era donde antaño se sacrificaban a los hombres que
habían pecado contra sus semejantes o contra los dioses.
Lundy
echó una mirada hacia los voraces monstruos que trataban de abrir más
la puerta atrancada, y se rió, a pesar de que la situación no tenía nada
de divertida. Después de disparar su último tiro, se sentó.
Aquellos
monstruos terminarían sin duda por cansarse y se marcharían. Pero si no
se iban dentro de pocos minutos, poco importaría que se quedasen. El
oxígeno de Lundy se estaba acabando, y aún le faltaba mucho para llegar a
la costa.
La vocecilla de la red gritó:
«¡Suéltame!»
–Vete al infierno –gritó Lundy. Se sentía muy cansado. Tan cansado que poco le importaba ya vivir o morir.
Se aseguró de que la red seguía bien sujeta al cinto, y el nudo que la cerraba bien apretado.
–Si vivo, irás a Vhia conmigo. Y si muero... bueno, ya no podrás hacer más daño a nadie. Habrá un diablo menos suelto en Venus.
«¡Quiero ser libre. ¡Suéltame, suéltame! Este peso agobiante.»
–Sí,
claro. Quieres ser libre para volver locos a hombres como Farrell, y
obligarles a abandonar sus mujeres e hijos para seguirte. Quieres ser
libre para matar... –miró la red con ojos abotagados–. Jackie Smith era
amigo mío ¿Y tú crees que podrás obligarme a que te suelte con tus
artimañas?
Entonces la vio.
A través de la red, como si la apretada malla metálica fuese celofan. La tenía acurrucada sobre sus rodillas, un ser diminuto de apenas medio metro de estatura, doblado sobre sus piernas. La curva de su espalda parecía esculpida por un ángel en un pedazo de cálida nube rosada, nacarada...
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